Aunque resulta desolador, al hablar de la Guerra
Civil y sus barbaridades los bandos siguen existiendo, casi siempre con
memoria y desmemoria selectivas. Sobre la posguerra, en cambio, aparte
de la cantinela sobre su dureza (que las más de las veces alude exclusivamente
en la escasez de todo lo básico), los legos apreciamos un enorme manto
de silencio. Sospecho que quienes quieren romperlo no encuentran cómo,
y que el resto prefiere que las cosas sigan en el olvido. No es sencillo
hacer luz sobre un periodo de poder opaco y omnímodo en el que ningún suceso
destacó de tan generalizadas como fueron penurias y represalias, amén de
por la ausencia de prensa y oposición libres e independientes.
No hace mucho leí la biografía de Franco escrita por Paul Preston, una de las obras canónicas sobre el dictador. Al exterminio
sistemático del «rojo» Franco lo llamaba, eufemísticamente, «redimir España».
Si, durante la Guerra Civil, incluso la Alemania de Hitler y la Italia
de Mussolini se habían quejado de la brutal represión en la retaguardia,
la salvaje represión de la posguerra siguió provocando numerosas quejas
internacionales. Solo el cambio de rumbo de la Segunda Guerra Mundial atenuó
la ferocidad de la represión para dar al régimen una imagen más moderada.
La posguerra en Madrid, 1939 y los primeros años 40, es el
marco temporal de Castillos de fuego, obra que intenta mostrar retazos
de aquella época dramática. Se trata de una historia de historias, o novela
coral. La obra dedica sus casi setecientas ambiciosas páginas a glosar
las peripecias de personas corrientes en situaciones variadas: quienes
combaten al régimen desde la clandestinidad, por convicción o para vengar
al hermano muerto; quienes desean estar de perfil, pero se ven arrastrados
por sospechas infundadas e injustas; los que medran sin rubor ni escrúpulos; los que
lo hacen indignamente gracias a la justa o injusta caída en desgracia de
otros; los que cambian de chaqueta con la desatinada fe del converso para
dejar claro que son lo que ahora dicen ser y no lo que eran; los que animados
por un espíritu justiciero contra el régimen se transforman, sin darse
cuenta, en alimañas; los que ven, observan y callan… Todo en una sociedad
corroída con el odio, el miedo y la corrupción rampante, donde todo hijo
de vecino puede ser un chivato o un mentiroso que hunda tu vida a cambio
de bien poca cosa; un estado policial en el que la única dinámica del poder
es el exterminio del adversario real o potencial, y en el que el verdugo
encuentra el consuelo de su crimen de la prebenda. Una época, también,
en la que distintas facciones se disputaban el poder y la influencia, provocando
cierta lucha de «familias políticas» y un sinfín de conductas estratégicas.
La mayoría de los personajes son jóvenes, aunque
al fin de la novela, tan solo seis años después del momento en que comienza,
todos parecen ancianos.
El ritmo es bueno, sin prisas, sin pausas. El lenguaje,
claro, rico, diáfano, eficaz, sin estridencias. No busca impactar con las
palabras sino con las situaciones narradas. Hay poquísimas apreciaciones:
solo hechos. Uno tras otro. En el mejor estilo de Ignacio Martínez de Pisón, de quien no
me canso de repetir que es uno de los mejores autores españoles vivos.
El lector sigue la obra sin sobresaltos, pero con
tristeza y desasosiego: es posible encontrar en ella muchas conductas solidarias,
pero ni una sola que permita albergar la esperanza de un futuro más justo; incluso, en el colmo de la amargura, la bondad y la
solidaridad a menudo acaban disueltas en el temor. Castillos de fuego es,
por tanto, una novela dura, porque enfrenta al lector a realidades de las
que solo puede sacar una cosa positiva: el recuerdo, a efectos preventivos,
de cómo es capaz de comportarse el ser humano cegado por cualquier ilusoria certeza.
Una novela para reflexionar sobre los dramas derivados
de creerse en posesión de la verdad, y de olvidar que el objetivo de la
democracia no es establecer la dictadura de la mitad más uno sobre la mitad
menos uno (un sistema, por tanto, en el que para sentirlo legítimo «deben»
ganar los míos), sino la convivencia en paz entre diferentes.
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