En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

lunes, 18 de septiembre de 2023

No te veré morir – Antonio Muñoz Molina

 


Hablando de amores, ¿quién no ha adoptado alguna vez decisiones cruciales, puntos de inflexión que a la vez son apuesta y renuncia?

O, dicho de otro modo, en el laberinto de la vida no hacemos más que elegir un camino en cada encrucijada. Así pasan los años y, cuando ya estamos lejos de todas partes menos del final del camino, seguro que no son pocos quienes rememoran las emociones que no vivieron y hacen balance del viaje, de si eligieron o no la mejor ruta. 

Y es que no es extraño tener más memoria de lo no vivido que de lo vivido. Lo que pudo ser y no fue tiene el atractivo del vértigo, y a su llamada algunas personas responden viviéndolo en sus fantasías o, en algún caso, cuando no han sido capaces de desprenderse de sus obsesiones, hasta en sus sueños.

Es el caso del protagonista de esta historia, un español que, en 1967, con veintimuchos años, se largó de España a Estados Unidos, tras haber estudiado en el extranjero merced al intenso sacrificio de un padre volcado en librar a su hijo de las estrecheces intelectuales y de la enloquecida y pavorosa arbitrariedad de la dictadura. Gabriel Aristu, que así se llama el personaje, al marcharse deja atrás al amor de su vida, Adriana Zuber; un amor pintoresco, pues ella, más o menos de su misma edad, en el momento de la despedida ya se había casado con otro. Entre ambos existía amor profundo que ambos conocían sin que ninguno lo hubiera manifestado, quizá porque entre ellos había faltado decisión y sobrado precaución, o porque quizá el respeto al silencio del otro se había confundido con el temor. Sin embargo, el día de la despedida había quedado claro lo que cada uno habría representado y representaba para el otro.

Aunque ese día también queda clara otra cosa: Gabriel se va y Adriana se queda.

Tras una vida exitosa en lo profesional y se diría que también que en lo personal, cuarenta y siete años después (lo que sitúa la acción en 2014) y a los protagonistas en torno a los setenta y cinco años, Gabriel regresa a Madrid para volver a encontrarse con Adriana. No descubro nada porque ya lo avisa la sinopsis.

¿Por qué? ¿Para qué? ¿Con qué consecuencias?

Lo sabrá quien lea esta historia contada desde diferentes ópticas, porque junto al narrador también otros personajes se dirigen al lector, como un torpe profesor de arte español en Estados Unidos con un pie en la sensación de fracaso y otro en la de desarraigo, quien, sin darse cuenta, nos ofrece una perspectiva privilegiada para contemplar el paisaje. Este juego permite examinar a Gabriel Aristu de arriba abajo y del derecho y del revés. No ocurre lo mismo con Adriana, a quien durante buena parte de la novela el lector ve a través de los recuerdos de Aristu y, solo al final, a través de sus propios actos en el presente.

Qué le ocurre en la novela a los personajes es lo de menos. Lo relevante son sus emociones, que tienen mucho más que ver con su sentimiento de individualidad que de pareja, porque si algo queda claro al final de esta obra es que por más «nosotros» que tengamos en la vida siempre subsiste cada uno de los «yos».

Es así como sabemos que unos pueden haber dejado pasar buena parte de su existencia eludiendo la pregunta de qué vida están viviendo; preguntándose después si han vivido una vida ficticia; o, más adelante, si han podido vivir otra; o, incluso, si han vivido la vida que debían y podían y por no darse cuenta no han sabido disfrutarla. 

Reflexionamos también sobre la importancia de quién toma las decisiones. Quien decide marcharse siempre tuvo la ocasión de no haberlo hecho, y sus sentimientos y sensaciones poco o nada tienen que ver con los de quien solo pudo soportar esa decisión. Mientras que el primero cambió de vida para buscar la que quiso, el otro la cambió para buscar la que pudo. Las decisiones unilaterales rompen el equilibrio: no es lo mismo tener la iniciativa que padecerla, y los roles cambian. Y también los rumbos y, por tanto, las rutas de regreso, si es que las hay. Cuando años después el recuerdo la antigua relación amorosa (o el "recuerdo" de lo que pudo ser y no fue) llama a alguno de los dos al reencuentro para intentar entender algo de la propia vida, es imposible sortear el momento y las razones que cambiaron la condición de amantes por la de «agresor» y «agredido».

Pero si no pensáramos más, nos quedaríamos cortos: los reencuentros entre viejos amantes no solo viven de los días de vino y rosas y de los agravios y desencuentros del pasado. También influye el presente. Y lo hace poderosamente, porque conforme pasan los años las personas se vuelven más pragmáticas, en cierto modo también más egoístas y, sobre todo, o tienen más prisa o no tienen ninguna.

A cierta edad, la cita con la muerte, próxima, ineludible y ya visible en el horizonte, provoca en cada cual el deseo de ir saldando cuentas (que no ajustándolas) para poder quedar en paz consigo mismo: disminuye el deseo y las fuerzas para hacer o recibir «préstamos» que ya no habrá tiempo u ocasión de devolver; aumenta el de devolver lo que debes y, si en algo te es útil, desaparece todo escrúpulo para cobrarte lo que te deben. Hablo, claro, de afectos, desafectos e instrumentalizaciones.

Al final de la novela Adriana, con una única frase, cambia por completo la visión de la historia, y ante el lector queda claro, diáfano, todo lo que pasó y pasa por la mente de esta mujer, y cuál es la relación que de verdad existe y existió entre los dos antiguos amantes. Y, por tanto, quién pasó la vida sabiendo dónde vivía y quién no, si es que alguno lo supo.

Una frase, además, que justifica el título.

Una gran y breve novela que, como toda buena literatura, es mucho más interesante y profunda por lo que hace pensar que por lo que literalmente cuenta.





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