Quienes
han sufrido o vivido de cerca ciertos tipos de accidentes o situaciones
inesperadas y traumáticas es frecuente que no dejen de preguntarse por el
cúmulo de casualidades que los condujo a la desgracia: haber estado en un determinado y mínimo lugar
tan solo un segundo antes o después hubiera cambiado todo. Incluso la muerte
por la vida.
Y son
tantas las cosas que de las que puede depender ese segundo… Cualquier minucia
que ni siquiera tiene por qué afectarnos directamente: basta con que le afecte
a cualquiera de esos desconocidos que al cruzarse con nosotros nos hacen
acelerar o aminorar el paso durante un instante. Si algo los hubiera retenido
lo justo para no interferir… Una llamada, una duda, una mirada a un gorrión picoteando
migajas de pan...
Si lo
pensáis, las circunstancias que podrían haber evitado ese segundo fatídico son
infinitas. Siempre hay infinitas oportunidades para salvarse, y, sin embargo…
Unos lo
llaman «destino» otros dicen que lo ocurrido «estaba de Dios» y otros nos
quedamos sumidos en el estupor. Pero antes o después, quien más y quien menos piensa
que el instante trágico fue resultado de la concatenación de tantos detalles
ínfimos que nadie hubiera podido prever, controlar, advertir, prevenir… Hay que
asegurarse, porque la conciencia lo exige, porque la sensación de culpa nos
atenaza ante la certeza de que cualquier cosa pudo haberlo cambiado todo. En
defensa propia hay que investigar el azar hasta rendirnos ante él. Y si no es
así…
Y si no
es así te sucede lo que a Brigitte Giraud, que en este libro autobiográfico,
ganador del Premio Goncourt, expone la infinita secuencia de los «y si…» que pasaron
por su cabeza al perder a su pareja en un accidente de moto. Un libro que consigue a la
vez tres cosas maravillosas (para el lector, claro): por una parte, reconstruir
con un detalle mayúsculo una determinada jornada junto con todos los
antecedentes que llevaron a ella y permiten entenderla; en segundo lugar, dotar
de una profunda significación a todos y cada uno de los minúsculos hechos de la
vida (quizá en eso consista vivir deprisa, en ser consciente de la potencial
importancia que todos nuestros actos tienen para nosotros y para el resto de mortales) de modo
que el lector no deja de cavilar acerca de cómo puede influir en cualquier
vida, propia o ajena, el gesto más nimio; y, en tercer lugar, la autora logra
transmitir su intensa sensación de desorientación, de la incomprensión que
sigue a un drama cuya existencia o no pudo depender de un estornudo, de una
tos, de que un coche se detenga delante de ti en un semáforo, de…
Hay que
vivir deprisa, porque nada es controlable y todo puede poner fin a la
existencia en cualquier momento. Vivimos deprisa, aunque no queramos ni lo sepamos, por ese mismo motivo.
La
lectura hace honor al título: esta obra se lee deprisa, porque es clara e
interesante, con el único «pero» de que algún detalle anticipado el lector no sabe
muy bien dónde situarlo hasta que el día de autos, si puede llamarse así,
acaba de coger forma, pero se puede perdonar esa leve sensación de confusión
con la posterior satisfacción de ver las piezas encajar.
Vivir
deprisa deja al lector anonadado: tienes la sensación de que si mueves un dedo
vas a desencadenar una hecatombe; y de que, si no lo mueves, también; con lo que
al final, al terminar la lectura, vuelves a tu realidad encomendándote a todos los
dioses porque no te fías de ir a estar en este mundo dentro de cinco años, ni
de cinco días, ni de cinco segundos. A fin de cuenta, son los que dominan el
destino, que más valdría llamar azar. O caos.
Un gran
libro. Breve. Rápido. Y muy bien editado, como todos los de Contraseña, en cuyo
catálogo es complicado, quizá imposible, encontrar algo que no merezca la pena.
A veces hay que darnos tiempo para tomar una decisión importante en nuestra vida, hacer pausas, reflexionar un poco, sin que esto nos paralice o haga que posterguemos demasiado lo que queremos realizar, sino lo necesario para luego no arrepentirnos.
ResponderEliminar