En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

lunes, 11 de noviembre de 2024

Mi querida Lucía – La Vecina Rubia

 


«Me estoy haciendo unas expectativas y me están quedando preciosas», seguro que pensamos muchos de quienes hemos seguido las andanzas literarias de La Vecina Rubia cuando, tras el fin de la «saga Verano», anunció un cambio de registro. Pero el problema de las expectativas es que cada cual tiene las suyas, y cuando un libro se publica hay que desprenderse de ellas para que no condicionen la lectura. No es sencillo, y parte de esta reseña consecuencia de esa dificultad.

Más que un cambio de registro, la Vecina Rubia ha cambiado de género. Mi querida Lucía es una mezcla de thriller y novela negra, una obra calificada en algunos sitios como «cozy crime» (literalmente «crimen acogedor», pintoresca subespecie que no sabía ni que existía) lo cual no deja de tener gracia, porque si quienes de vez en cuando leemos novela negra somos capaces de repantingarnos en un sillón con una copa a mano para disfrutar plácidamente de, ejem, ejem, la truculenta actividad de criminales crueles y sanguinarios, el «cozy crime» sublima la placidez: se diría que los fiambres, desde la óptica del lector, más o menos son solo un lamentable contratiempo para los pobres y simpáticos personajes. Si no, a ver cómo se come el concepto. Salvo, claro, que el termino «cozy crime» simplemente cobije la no exhibición de las vísceras y demás tripillas de las víctimas, de lo que se deduciría que al lector medio le impresiona más la casquería que la muerte violenta.

La autora ha cambiado de género, pero no de registro, decía. Nadie que lea unas páginas al azar de esta obra y de las anteriores dudará de la común autoría. Con la excepción de cuatro breves cartas (que sí tienen su propio tono) y de unos pocos capítulos contados en tercera persona sobre la pareja de policías interviniente (que unos lo tienen más que otros) el tono de la narradora que en primer a persona se dirige al lector es en todo similar al de las novelas anteriores, y viene determinado por el modo de expresión y el carácter del personaje. Sobre el primero, se identifica por el lenguaje coloquial, pero de largas parrafadas, abundantes circunloquios, explicaciones de lo accesorio emocional en medio del meollo criminal (lo que produce sensación de frivolidad no sé si buscada, pero que cuando se habla de asesinatos es más difícil de encajar), diálogos que casi siempre son lo mejor y un leve espolvoreo de palabros como «paremia» o «petricor» que son un guiño a los seguidores en redes de la autora (no de la narradora, por lo que lo sufre el texto). Sobre el carácter del personaje, se trata de una mujer joven, independiente, urbana, que habla, se enamora, se expresa, valora, juzga y se fija en las mismas cosas que la narradora de las tres novelas anteriores, y que tampoco renuncia a regalar en cualquier momento admoniciones y sentencias. Sus amigas y el apastelado Romeo de esta obra tienen todo en común con sus predecesores; solo es distinto el entorno familiar: madre soltera que no quiere saber nada del padre de una niña que es un personaje relevante por sí misma y porque su madre solo ve a través de sus ojos.

Bueno, hay otra cosa diferente, y bastante: dos personajes ajenos al mundo emocional de la protagonista, y con su propia historia: una pareja de policías (poli bueno y poli mala, a su pesar) retratados con realismo y a la vez ternura. Tan profesionales y metepatas como pueda serlo cualquier profesional de cualquier ámbito. Su organización y modo de actuación son de versión libre, lo cual quizá alarme a algún purista, pero a mí me parece de perlas porque valoro la creatividad y he escrito así más de una vez: ¿por qué debe un autor limitarse a ser testigo de un mundo conocido cuando puede crear uno a medida de sus necesidades? ¿Por qué hay que hacer que el lector vea cuando puede hacérsele imaginar?

En resumen, la autora no ha soltado amarras con sus seguidores en las redes, puesto que la seguirán encontrándola en la narradora. Esto es bueno para mantener la fidelidad de los lectores, pero no es lo que yo entiendo por un cambio de registro.

Esta conclusión no es en sí ni buena ni mala (aunque digo yo que los seguidores de la Vecina Rubia estarán encantados). De lo bueno hablaré a continuación. De lo malo sí digo ya que en el modo de expresión se mantienen (sin espíritu de enmienda) los vicios que comenté en las reseñas veraniegas, que la reincidencia en el tipo de personajes y en el modo en que se relacionan es repetitivo y que, en este libro en particular, que por su naturaleza aconsejaría mantener un suspense constante y a ser posible creciente, hay altibajos: acelerones que atrapan al lector y frenazos que lo desorientan; cuando de lo que se trata es de saber quién y por qué, una vez las narices del lector han detectado un rastro no se le debe alejar de él para llevarlo de excursión por la relación de la protagonista con los personajes secundarios e incluso por la evaluación emocional de estos y de cada frase que pronuncian. Estos cambios de ritmo y objetivo dispersan la atención.

El planteamiento de la historia es original dentro de la tipología literaria de los malos en serie propensos a anunciar sus crímenes. Estamos en 2002, con un pie aún en lo analógico y todos los dedos del otro en lo digital. Los teléfonos móviles, ciencia ficción siete u ocho años antes, han llegado, pero «solo» sirven para hablar, mandar mensajes sms, dejarse el pulgar con el jueguecito de la serpiente y poco más. El personal todavía camina por la calle viendo pájaros, nubes, edificios, árboles, anuncios, letreros y la cara del resto de viandantes, porque no anda conectado a internet y empanado a todas horas, y en casa aún solo está conectada una minoría, la cual flipa, curiosea y hasta liga con prodigios como el Messenger y otros similares. La joven protagonista se gana las lentejas en una revista, donde escribe con éxito el horóscopo. Una sección que todos los que éramos jóvenes en esa época habíamos leído alguna vez con interés para buscar la promesa de amoríos, triunfos o soluciones, y que, de adultos, olvidamos como cosa de charlatanes. Pero la protagonista no lo es. Es alguien que se molesta en estudiar lo que deban estudiar los astrólogos para llegar a alguna conclusión. Lucía es honesta porque cree en la astrología. Y además le pagan por ello un sueldo que le permite vivir.

La popularidad de su sección en una redacción donde nadie parece dar un palo al agua se mide por las cartas que recibe. Un buen día aparece entre sus manos la que pone en marcha un proceso que, de tener que apostar, se diría responsabilidad de un chiflado. Un matarife como una regadera que, eso sí, se expresa como un malo malísimo, pérfido, calculador, prepotente y omnipotente. Si en alguna de las anteriores novelas de la autora dije que no había malos, aquí los personajes son maniqueos: o buenos muy buenos o malos muy malos (lo cual no quiere decir que sepamos desde el principio cómo es cada uno). Todos, eso sí, cometen errores. 

Estas pintorescas «notificaciones» anuncian violencia en torno a Lucía, y las cosas ocurren de tal modo que puede llegar a sentirse responsable de ella, pero, también, sumida en la duda permanente de si la violencia llegará a alcanzarla, y más teniendo en cuenta su vulnerabilidad y la de su hija.  

    Digo duda, aunque para el lector es certeza. O, lo que es lo mismo,, cambiemos el «si» por el «cuándo» y de qué tipo. Lo cierto es que este punto, junto a otros relativos al cauce lógico de la investigación y los que deberían condicionar la actitud del personaje, son resueltos de modo racional, pero algo tarde; es decir, el lector los anticipa antes de que el personaje dé cuenta de ellos, cuando por la intensidad de las vivencias debería ser al revés.

    La Vecina Rubia juega con las expectativas del lector de un modo sencillo pero eficaz: según dónde pone el sol, allá da la sombra. Como no hay muchos soles, tampoco hay muchas sombras, por lo que no es difícil ni crearlas (para ella) ni localizarlas (para el lector). Según ella va moviendo el sol (ya que la astrología tiene su papel en la historia, sigamos con los astros), aparecen nuevas sombras. Es así como la autora nos conduce a los lectores de la duda a la sospecha, de ella a la certeza y de la certeza a la sorpresa y vuelta a empezar, hasta llegar a un final, este sí, inesperado (que es lo que se espera de este tipo de historias) y con dos divertidos detalles paródicos a modo de guinda.

    Y hablando de sonrisas, el humor está presente pero un tanto desdibujado. Es bastante lógico, porque en una novela como la que he descrito solo puede hablar con humor un narrador en tercera persona o uno, en primera, que sea un tipo tan duro como para regodearse de su propia desgracia. Pero no es el caso: la seriedad que los acontecimientos imponen a Lucía y su propia forma de ser en relación a ellos casan regular con sus intentos de hacer humor. Los mejores momentos humorísticos se dan, precisamente, cuando derivan de la acción y no de la disertación. Por ejemplo, el ciclópeo cabreo que pilla Lucía con la policía es uno de los mejores momentos de la novela, una maravillosa mezcla de tragedia y comedia.

    No me resisto a terminar sin señalar algo que no sé si ha sido intencionado: aparte de, al uso de la novela negra moderna, opinar con brevedad y de modo indirecto, sobre temas importantes como la sanidad pública u otros, Lucía y su hija (siete años, que a veces es tratada y se comporta como si tuviera menos) viven solas, y han vivido razonablemente bien mientras las cosas han discurrido con normalidad. Pero en cuanto se tuercen, su situación de vulnerabilidad es profunda: quedan en manos de la generosa colaboración de amigos que bien podrían no estar en situación de ayudar ni aunque quisieran, y que no en todos los casos existen. Esta sensación de indefensión es intensa y, en realidad, ajena a cualquier crimen: una familia tiene tantos puntos de apoyo como miembros la forman; cuantos menos haya, más difícil es mantener en equilibrio la normalidad, ayudar al vulnerable, niño, anciano o enfermo, ante cualquier dificultad. La Vecina Rubia traslada fenomenalmente esta sensación de principio a fin, una sensación que afecta especialmente a las mujeres, y aprovecha para, una vez más, hacer una exaltación de la amistad, un sentimiento que nunca está de moda pero que ha estado ahí siempre. Y más vale que ahí siga.





miércoles, 6 de noviembre de 2024

La mano armada – Carlos Pérez Merinero

 


Los protagonistas de Carlos Pérez Merinero son violentos, malhablados, egoístas, desequilibrados, peligrosos, machistas y caprichosos. Serían repugnantes de no tener también un ingenio apabullante que crea un humor negro permanente. Pero el protagonista de La mano armada logra serlo merced a unas costumbres sexuales como para hacer vomitar a un jabalí.

O, dicho de una manera, La mano armada no es una lectura para estómagos sensibles (además, incluye escenas abiertamente porno) pero sí la disfrutará quien sepa apreciar el ingenio agresivo, el humor macabro y el dominio del lenguaje.

Madrid. Principios de los años sesenta, en pleno franquismo. Un joven inspector de policía da tumbos por la ciudad. Solo le interesa el sexo, el juego y su concepto de buena vida, para lo que no duda en abusar de su placa en un momento histórico en el que ser policía y tener derecho de pernada iba o no unido en función de los escrúpulos de cada uniformado. Lo iba en todas las ocasiones en que invitaba la casa al uso y abuso, y aún más. Lo más cercano que el protagonista tiene a una familia o a una amistad es una prostituta enamorada de él de la que no duda en aprovecharse.

La historia comienza cuando otro inspector, corrupto, por aquello de que la avaricia rompe el saco es apiolado por su corruptor, lo cual pone en marcha un mecanismo de venganza policial a las bravas en el que el protagonista juega su papel. Pero el hombre, se ve desde el principio, es un espíritu libre, lo cual le da opción tanto de despuntar como justiciero como de cagarla (perdón por la expresión, pero es la que mejor le viene al personaje). Cuál de las dos cosas ocurre y qué sucede después lo sabrá quien lea esta novela de unas doscientas páginas. 

        Pese a lo bestia y porno que es, la publicó Júcar, de la que fue director editorial Caballero Bonald, que no publicó obra mala. Por eso acabó allí La mano armada. Es brutal y maloliente, pero también una literatura excelente.


lunes, 28 de octubre de 2024

La conciencia contada por un sapiens a un neandertal - Juan José Millás y Juan Luis Arsuaga

 



 Los científicos saben cómo surge la conciencia, el reconocimiento del yo. Son capaces de explicarlo desde el punto de vista evolutivo e incluso de decir cómo funciona el cerebro para hacerla efectiva. En cambio, no tienen nada claro qué es y cómo surge algo que ni siquiera consideran útil en términos evolutivos: la subjetividad.

        Sobre la base de la primera idea (o, más bien, con Millás mezclando e intentando separar ambas) y jugando inútilmente y en exceso con la geografía cerebral, Juan José Millás y Juan Luis Arsuaga firman el último libro de una exitosa trilogía que nadie anunció. Si no recuerdo mal, el primer libro iba a ser el único, o esa posibilidad se insinuaba; y el segundo, el ultimo. Pero claro…

        De los tres, este el más flojete. Se trasladan pocas ideas y demasiado machaconamente; además, son más complejas y difíciles de entender, aunque el motivo quizá sea que las metáforas son menos afortunadas, o más desganadas. Sin embargo, lo que el libro pierde por el lado científico lo gana por el literario, porque buena parte de su razón de ser es la divertida narración –vista a través del sentido del humor de quien la escribe, Juan José Millás- de la relación entre el antropólogo y el escritor.

        La pareja sigue funcionando por oposición quijotesca: uno es el sapiens y otro el neandertal, ya lo sabemos. El primero es el científico y el segundo el romántico; uno es el osado que siempre lleva la iniciativa y el otro el apocado que se deja arrastrar; el uno es el apegado a la realidad y el otro a las musarañas; el primero ansía vivir la vida y el segundo parece preferir soñarla.

        Esta dualidad es llevada hasta el extremo por Millás. En varias ocasiones indica que no se considera amigo de Arsuaga. No habrá lector que no se pregunte cómo puede ser: tras varios libros de éxito basados en numerosos encuentros amables y entretenidos, tras infinidad de entrevistas, charlas y conferencias en ambientes relajados y con buen humor... Hay confianza entre ellos. Hay cierta compenetración. Podría decirse que hay cariño y comprensión. Pero no amistad, proclama Millás. Entender la relación entre ambos llega a robar protagonismo al débil planteamiento del origen de la conciencia, de cómo surge, de para qué sirve, de con qué se confunde y de si es posible establecer o no una relación entre ella y lo no científico.

        Este último punto es clave: Arsuaga trata de explicar la conciencia desde un punto de vista científico, y a Millás le cuesta separarla de la trascendencia (es decir, de lo no constatable). En el proceso de entenderse se producen las explicaciones. El sapiens debe rebajar el nivel de su discurso, y el neandertal elevar el suyo hasta alcanzar un punto de entendimiento trasladable de modo inteligible a ese otro neandertal (¿o eslabón perdido?) que es el lector.

        Millas adopta el papel de traductor incompetente que, consciente de su incapacidad, enfrenta al lector al texto original afirmando: «dicen que aquí dice que…». Un traductor, también, que opina y expresa sus dudas y desacuerdos sobre el contenido del texto original con una actitud escéptica expresada de modo humorístico. Irónico una veces, algo socarrón otras.

        En el primer libro Arsuaga nos dijo, por boca de Millás, que toda evolución se justifica en la adaptación al medio o en la sexualidad (para resultar más atractivo y garantizar la procreación). En el segundo explicaron cómo condiciona la muerte la evolución, las consecuencias de la novedosa longevidad alcanzada en las últimas décadas y por qué la muerte siempre será inevitable por más que se retrase. En este tercero no veo muy claro si los autores han tenido la conciencia de que no han evolucionado ni para adaptarse a un medio con ya dos obras a cuestas ni para hacer una tercera tan seductora que justificara una cuarta; pero sí la han tenido de que tras la trabajada longevidad del éxito mercantil, no queda otra que morir.

        Así termina este experimento literario, fruto de la curiosidad, entretenido, agradable, inteligente y maravillosamente escrito.

        Aunque, volviendo al principio, el meollo de la vida, que es también lo que interesa al profano (pero no al científico, que no sabe cómo meterle mano) es algo que va mucho más allá de la vida, la muerte y la conciencia: es la subjetividad




jueves, 24 de octubre de 2024

La abuela que encontró una pistola u disparó - Benoit Philippon


    La portada y el título remiten a una buena y popular novela de humor, El abuelo que saltó por la ventana y se largó, de Jonas Jonasson, lo que puede crear expectativas erróneas.

    Lo aviso porque Berthe Gavignol, que así se llama La abuela que encontró una pistola y disparó, es también una centenaria. 102 años tiene el querubín, nacida en 1914, lo que sitúa la acción en 2016. No hay más paralelismos fuera, lógicamente, del papel que juega en las dos novelas el pasado de cada uno de sus personajes.

    102 años es una edad como para estar tan chuchurrido que cualquier cosa que uno haga sea vista con cariño y admiración por todo el mundo, hasta el punto de que apenas hay un centenario que caiga mal a nadie. Sus manías, rarezas y defectos quedan perdonados por la edad. E incluso jaleados. Con esta idea jugó Jonas Jonasson y, sin duda, juega también Benoit Philippon. ¿Cómo no encariñarse desde el primer minuto con alguien que, pese a estar con un pie y cuatro dedos del otro en el otro barrio, sigue su peregrinaje por este valle de lágrimas con desenvoltura, retranca y cierta alegría?

    Otra cosa es el concepto de alegría, claro, porque tirotear a un vecino para que escapen dos prófugos no es la actividad más enternecedora y risueña que uno pueda imaginar, aunque la tiradora tenga 102 años. Pero así comienza la novela, y el principal motivo de la pátina de humor (bastante negro) que la rodea es que los centenarios ni van haciendo las cosillas que hace Berthe ni tienen su carácter tan arrogantemente contestón.

    Con el comienzo citado, obviamente Berthe es detenida (¡solo faltaría que tuviera arrestos como para darse a la fuga!), y la novela consiste en su confesión ante un gris inspector de policía de provincias, llamado Ventura, un buen hombre armado de paciencia que tiene ante sí a una delincuente inmune al poder disuasorio de las penas. Total, cuando uno sabe que va a cascarla más o menos en un ratito, el peso de la ley no es mayor que el de una pluma. Esta confesión alterna diálogos tan interesantes como desquiciantes con narraciones en las que, en tercera persona, se nos cuenta lo que la abuela pistolera le está explicando al policía.

    Este modo dual de presentar la acción es aprovechado por el autor para crear dos tonos. El de los interrogatorios es un poco sobreactuado al principio y es, siempre, humorístico por lo que de insolente, impertinente, provocadora y desafiante tiene Berthe, que no se comporta como una detenida sino como una tocanarices de primera magnitud. ¿Qué gana provocando la irritación de nadie? Se diría que su objetivo no es defenderse, ni tan solo volver a casa, sino rizar el rizo de la insolencia, exhibirse y resultar graciosa. O no. O igual es que a su edad solo puede defenderse atacando de palabra. De palabra afilada con un humor muy agresivo. En cualquier caso, las abuelitas tocapelotas, con perdón, resultan muy simpáticas hasta que te das cuenta de que tienen la lucidez necesaria para que sus impertinencias no sean un mérito, sino el producto de una mala leche acumulada durante un siglo y capaz de avinagrar hasta la miel, de una vieja amargura convertida en objetivo porque a esas alturas ya no se puede cambiar.

    El tono en las narraciones es más suave que el de los diálogos, aunque como el narrador se dirige al lector desde la óptica de un personaje al que ya todo le importa poco, sigue teniendo cierto tono zumbón.

    Es a través de estos recuerdos como conocemos la historia de Berthe y, en particular, su relación con el «sexo fuerte», que a su lado no lo es tanto. El libro puede tomarse sin dudar como una denuncia del machismo imperante a lo largo de todo el siglo XX, para hacer reflexionar sobre sus consecuencias y supervivencia en el XXI, pero las reacciones de Berthe a él, que al principio pueden entenderse justificadas, sobre todo alguna, evolucionan, por necesidades del guion, hasta hacer de ella un personaje que pasa de justiciero a sanguinario.

    Y como 102 años dan para mucho, el autor hace pasar varios Pisuergas por esa amplia «geografía temporal» para invitar a cierta reflexión más o menos aislada sobre el racismo y hasta dónde puede llegar y, también, aunque menos, sobre la soledad de las personas mayores.

    Esto último enlaza con el final, muy bueno, original y a la ver duro y tierno. Quizá Berthe, después de todo, no era tan inmune al peso de la ley. O, quizá, al peso de su propia ley.

lunes, 21 de octubre de 2024

Vulva - Irene Herrero Miguel

 


Es complicado reseñar la lectura de una obra teatral porque el teatro se escribe para ser representado, no para ser leído. Por eso, la capacidad del lector para «escenificar» lo que lee puede afectar al juicio que le merezca la lectura. O, dicho en otras palabras, si no haces el necesario esfuerzo para «poner bien en escena» mentalmente lo que lees, mejor no leas teatro.

En cambio, si te cuentas entre los capaces de hacer ese esfuerzo, agradecerás leer Vulva.

El título, si no sabes nada sobre el argumento, tiene más de provocador que de denuncia, aunque en realidad es una denuncia que, si en algo pretende provocar, es para atraer sobre ella la atención que merece.

Vulva está inspirada en un caso real. En 2019, una mujer de 32 años, Verónica Rubio, casada y con dos hijos, que trabajaba en una gran empresa industrial en la que había merecido cierta carrera profesional, se encontró de la noche a la mañana con que entre sus compañeros se había difundido, por Whatsapp, un vídeo sexual suyo grabado cinco años atrás. Al parecer, lo compartió un hombre con el que entonces había tenido una relación. La dinámica que puso en marcha este hecho terminó con el suicidio de Verónica Rubio.

En Vulva Verónica es Lucía, y no trabaja en una cadena de montaje sino en un colegio. Es profesora. Una profesional joven y competente, que trabaja y vive con normalidad. Está casada y tiene hijos, pero el matrimonio no siempre fue bien, hubo una separación de hecho y, durante ella, tuvo una relación con un colega al que le envió un vídeo suyo imaginad de qué naturaleza.

Vulva expone detalladamente, unas veces a través de diálogos y otras a través de narradores que completan la escena, el angustioso proceso por el que la víctima de un delito se convierte en culpable. Y, como culpable, en apestada. Un proceso angustioso por lo que de injusto tiene y, sobre todo, por la impotencia para detenerlo.

Porque sí, hay un autor material del delito, aquel que se cargó la intimidad de Lucía compartiendo un vídeo con… ¿una, dos, tres personas? pero el siguiente atentado contra ella está formado por todos y cada uno de los siguientes reenvíos y reproducciones de ese vídeo. El criminal, ahora, es un conjunto indeterminado de personas entre las que pocas o ninguna tiene conciencia de estar haciendo algo tan grave como para provocar una muerte. Antes al contrario, compartir y comentar les parece algo entretenido e incluso jocoso. Y lo que no mueve esa irresponsable inconsciencia, lo impulsa el morbo, la curiosidad o los afanes censores, es decir, destructivos. 

    Ninguna hormiga te mata de un mordisco, pero entre todas las del hormiguero no dejan de ti más que los huesos. ¿Qué hormiga te ha matado? ¿Todas o ninguna? Está claro que entre todas. Pero la claridad que vemos en este ejemplo no la vemos cuando somos nosotros las hormigas. Los asesinos.

    Vulva es una llamada a la responsabilidad en una época en la que es tan sencillo destruir a los demás que podemos llegar a hacerlo hasta sin darnos cuenta. Y hasta por hábito.


jueves, 17 de octubre de 2024

El silencio y la cólera – Pierre Lemaitre

 

Estupenda novela con, ejem, ejem, estupendo marcapáginas


Trilogía Los años gloriosos, 2


No leáis esta magnífica novela sin haber leído antes El ancho mundo. Aunque en las 569 páginas (que me he zampado en 72 horas de tanto como me ha gustado) el mundo es bastante menos ancho: la familia Pelletier ha pasado por cierto embudo geográfico que ha situado a los hijos en el París de los años 50 del siglo XX y a los padres aún en Beirut.

Los hijos ya no son cuatro, sino tres, y El silencio y la cólera aborda, sobre todo, la historia de Jean, el inepto, pusilánime, sicópata y acomplejado hermano mayor, y de Hélène, la hermana pequeña, que es una joven periodista con un espíritu moderno, avanzadilla del espíritu feminista desplegado en las décadas posteriores. El otro hermano, François, opera como pegamento en esta novela, como también lo hace al matrimonio Pelletier. 

Este pegamento, que no es sino consecuencia de los lazos familiares, es fundamental, porque es el que permite dar unidad a historias independientes que acaban interrelacionadas a través del parentesco.

Quienes hayan leído El ancho mundo (espero que todos los que acometan esta lectura) enseguida recordarán cómo quedaron algunas cosillas en esa novela: ¿qué pasará con Jean y sus raptos de locura? ¿Qué sucederá con sus negocios, comandados por un inútil como él, a su vez presionado hasta el delirio por una esposa ignorante, histriónica y patológicamente dominante? ¿Cómo evolucionará la relación de Françoise con Nine y su carreta periodística? ¿Cómo acabará ganándose la vida Hélène?

Pero El silencio y la cólera nos cuenta, también, la a un tiempo bella y triste historia de un pueblo llamado a desaparecer bajo las aguas de un embalse. Hasta él se va la pequeña de los Pelletier para hacer reportajes, de modo que la novela, girando en torno a esta historia ajena a los protagonistas y con los suyos propios, permite un ir y venir entre las vidas de todos ellos a través de actos y situaciones que van preparando un nuevo escenario emocional que, supongo, será el punto de partida de la tercera novela de la saga. Todo ello, por supuesto, dejando en el lector un hambre atroz de saber más, porque de igual manera que Lemaitre espolvorea magistralmente (¡y sin que apenas se note!) elementos que despiertan la curiosidad y en ansia de saber qué va a suceder, ha dejado para esa tercera entrega cuestiones mollares que no menciono para no estropear la sorpresa a quienes son amantes de ellas.

La escritura, como es lógico (y las expectativas lo agradecen) es hermana gemela de la de la primera novela. A un constante ritmo allegro andante, con un lenguaje claro, llano, muy eficaz y articulado con exquisitez (¿o debería decir elegancia engañosamente sencilla?) Lemaitre logra que el lector viaje por estas 569 páginas a velocidad de crucero, una velocidad adecuada para no perderse nada del paisaje, pero, también, para no tener que ocupar el tiempo despistándose o mirando algo dos veces.

Un libro para disfrutar de la lectura. 


lunes, 14 de octubre de 2024

La noche será negra y blanca – Socorro Venegas

 



México. Protagoniza esta breve y gran obra una joven periodista: Andrea. Su padre la abandonó a ella y a su madre alrededor de una década atrás. En algún momento que poco a poco va quedando claro, algo sucedió con el hermano pequeño. Si eso tiene o no que ver con aquel abandono, también tarda en saberse.

La novela comienza cuando, tras tantos años de silencio e ignorancia sobre su vida y paradero, el padre se pone en contacto con la hija para pedirle que vaya a verlo a Denver. 

La hija duda y la madre no está por la labor. Pero ambas tienen dudas, cada cual las suyas y de distinta intensidad. Y, sobre todo, cada una tienen sus propios recuerdos, que a su vez motivan rencores y expectativas diferentes.

Mientras Andrea decide qué hacer, tiene ocasión de reunirse con asiduidad con un viejo escritor para hacerle una larga entrevista, a cuyo fin se mantienen los vínculos necesarios para seguir visitándolo. El caballero lleva fama de inaccesible, y su comportamiento, aunque deferente con Andrea, deja clara la jerarquía que establece entre ambos. Esta relación es clave en la novela, porque es el escritor quien consigue influir en Andrea para que aprenda, o al menos intente, digerir un pasado que nunca ha dejado de darle vueltas en lo más profundo del estómago.

Si Andrea va a ver a su padre y qué sucede, lo sabrá quien lea la novela, cuyo interés radica precisamente en las reflexiones que inspira sobre el modo en que abordamos lo incómodo, lo indigesto, lo traumático; en las reflexiones sobre la importancia de hablar, de ver, de escribir; o, lo que es lo mismo, de exponer y analizar para comprender. Aunque, claro, para todo ello suele ser necesario, primero, actuar. Es decir, dar la cara para poder preguntar, dialogar, explicarse, recibir explicaciones… saber.

Saber también que, al final, cada persona vive una misma realidad de modos muy diferentes porque diferente es la posición de cada cual.


jueves, 10 de octubre de 2024

De qué hablo cuando hablo de escribir - Haruki Murakami

 


A lo largo del tiempo Haruki Murakami escribió una serie de reflexiones más o menos inconexas sobre su posición ante la escritura que acabó publicando, tiempo más tarde, en una revista. Esas reflexiones, y cinco más escritas para la ocasión, forman este libro que, gracias a esa labor de adecentamiento, tiene una estructura más o menos sólida. Así, el refrito (Murakami afirma que jamás ha escrito uno) se limita al tono, el cual, pese a la confesada armonización, no ha acabado de cuajar como único, y en algunos capítulos es desabrido. Llama la atención, por lo militante y la falta de rigor, el capítulo dedicado a la escuela.

Al «lector vulgaris» probablemente este libro le parezca un poco muermo, porque el contenido responde, más que a su título, al de «De qué hablo cuando hablo de escribir yo». Es decir, Murakami cuenta su experiencia, que está mediatizada por su carácter (al cual con frecuencia se refiere como una fatalidad contra la que no merece la pena luchar), sus gustos, sus circunstancias y todas y cada una de las situaciones que individualizan una carrera literaria. Por supuesto, hay montones de experiencias compartidas con más o menos intensidad por cualquiera que haya escrito algunas novelas, pero no es el caso de la mayoría de los lectores.

Quien, como es mi caso, sí ha escrito unas cuantas (y hasta he llegado a publicar tres), disfrutará bastante de muchas de las cosas que cuentan estas páginas y mirará otras con pasmo, envidia o realizando examen de conciencia. También hay una parte que enlaza con los cotilleos que casi todos conocemos en torno al autor. Entre las primeras, entre las cosas a disfrutar, destaco las reflexiones sobre el modo de escribir, de corregir, de afrontar la construcción de una novela, de enfrentar el oficio de escritor o de reaccionar ante las críticas. Entre las segundas, resulta admirable la determinación de Murakami para llevar su vida por donde ha querido, pero difícilmente puede uno ponerse en su pellejo porque, como él mismo reconoce, su trayectoria es deudora, también, de un talento que no sabe muy bien de dónde ha salido y de un conjunto de afortunadas casualidades, además, por supuesto, de decisión y trabajo duro. Como todos los autores (menos cuatro gatos en todo el planeta) somos perfectos desconocidos o conocidos locales prontos a pasar al olvido, la lectura de este libro produce cierta desazón: dando por descontado que no hay escritor que no crea tener un mínimo de talento (se equivoque o no), dando por descontado, también, que ninguno podrá quejarse si no ha trabajado duro, si no ha sacrificado todo lo sacrificable para hacer lo que quiere hacer y hacerlo lo mejor posible, lo cual, por cierto, no hace casi nadie... dando todo eso por descontado, digo, comprobar que aun, en los excepcionales casos en que se une el talento con la decisión y el trabajo sacrificado, estás en manos de la diosa chiripa, es como pensar que tu futuro depende de que sea premiado un número de lotería que has comprado a cambio de tu vida y la de los tuyos.

En cuanto a la parte cotilla del libro, es más interesante por lo que calla que por lo que admite. Habla de su suerte, al encarrilar su carrera literaria gracias al premio que recibió su primera novela (por cierto, envió el original y no conservó copia) pero luego cuenta su amarga experiencia por no recibir no sé qué otro premio cuando todo el mundo a su alrededor esperaba que lo consiguiera. Y no menciona el Nobel, ni habla de la parte política o comercial de los premios, ni de los premios que no lo son. Sí habla de sus críticos, pero sin dar a ninguno la gloria de mencionarlo, y aunque siempre concluye que todo ha sido para bien, hasta los coscorrones, se nota que muchos de ellos aún le duelen, y que le duelen más de lo que confiesa. Por último, dentro de los cotilleos por omisión, llama también la atención que prácticamente no nombre a su familia, salvo para decir que su esposa es su primera correctora.

El resumen de su «secreto» vendría a ser el siguiente: haz todo lo necesario para conseguir las cosas, asume todos los riesgos, sacrifica todo lo que haya que sacrificar, desde la vida social a la familiar, y luego, a la hora de escribir y de afrontar la vida, olvídate de todo y espera a que todo fluya con naturalidad. La «naturalidad» es el valor supremo de Murakami. Aunque no llegue a expresarlo, la menciona constantemente.

Lo cierto es que Murakami es un autor de fama mundial, que primero alcanzó grandes cifras de ventas en Japón (hasta dos millones de ejemplares en alguna de sus obras) y para cuando, según él, conquistó la fama en el resto del mundo «partiendo de cero» en Estados Unidos (lo cual cuenta como si los logros anteriores hubieran carecido de todo peso), ya era aun autor muy vendido incluso en Rusia. Una carrera peculiar de un tipo peculiar que escribe una literatura peculiar, muy suya, fácilmente identificable, y al que envidio porque lleva el modo de vida retirada que me gustaría poder llevar a mí: cada día algo de deporte, escritura y lectura, y que le den morcilla al resto.

Claro que yo no tengo su talento ni su osadía.


jueves, 3 de octubre de 2024

Cumplas compartidas – Michael Hjorth y Hans Rosenfeldt

 



Serie Sebastian Bergman, 8


Creo que cada vez que he hablado de esta saga he dicho lo que voy a repetir ahora: escribir a cuatro manos suele estar abocado al desastre (¿verdad, Camilleri y Lucarelli?) salvo en los contados casos en que la compenetración, el buen hacer, la implicación sin reservas y la fe en el proyecto común es de tal intensidad que las ideas, más que sumarse, se multiplican. 

Es extraño encontrar algo así en literatura. Sin embargo, es el método de trabajo habitual entre guionistas, sobre todo en el caso de series, que por su longitud y premura (en caso de éxito) requieren un manantial de ideas de caudal regular. Es lo que son Michael Hjorth y Hans Rosenfeldt, guionistas, y hay que reconocer que saben hacer su trabajo y que este se nota en sus novelas: son muy televisivas, o cinematográficas.

Dicho lo cual no me queda mucho más que añadir sin volver a repetirme, la verdad, porque Culpas compartidas, la octava entrega de la serie del psiquiatra forense Sebastian Bergman, tiene todo en común con las anteriores: la escritura absolutamente correcta, sin excesos, ni divagaciones, ni ineficacias ni fallos pero también sin alardes, en la que la eficacia comunicativa prima sobre cualquier aspecto parecido al arte, que ni se busca ni se encuentra tampoco por casualidad. Y esa escritura simplemente eficaz, pero muy eficaz, sustenta una historia ágil, dividida en capítulos cortos que animan a leer más y más, construida entrecruzando varias otras historias agitadas y emocionalmente intensas, de modo que no hay capítulo que termine sin dejar al lector con la miel en los labios y la promesa de saciar su apetito si sigue leyendo.

¿Qué historias se entrecruzan?

La primera, la de un nuevo asesino en serie. ¡Qué socorridos son en la literatura pese a ser casi inexistentes en la realidad! Un asesino que, nuevamente, reta a Bergman. Un duelo peliculero en el que parece que siempre gana el bueno, pero en realidad nunca es así, porque el bueno suele ser lo bastante incompetente como para que el malo, que muy listo no parece, deba reincidir para ir dejando nuevas pistas. A fin de cuentas, si no lo identifican ¿cómo va a presumir de haber ganado nada a nadie? ¡Ay, la vanidad! ¡Hasta los locos ficticios la tienen!

La segunda, que es mollar a estas alturas de la saga porque Bergman lleva penando 2400 páginas la muerte de su hija Sabine, de tres años, en el tsumani de Tailandia en 2003, es qué pasó realmente entonces. Quedó apuntando al final de la séptima novela de la saga y, lógicamente, quienes habíamos llegado hasta ella no nos íbamos a quedar sin saber más. Y aquí hay más aunque no cuente qué para no reventar nada a nadie.

La tercera tiene que ver con personajes bastante chiflados que vuelven, como también quedó apuntando al final de la anterior novela. ¿Verdad, Elinor? El papel que juega este personaje en esta entrega es brillante. Para felicitar a los autores. Me pregunto desde cuándo lo tendrían previsto. Si reapareció para hacer lo que hace en esta novela o si primero decidieron traerla de vuelta a la escena y luego pensaron en cuál podía ser su papel.

Y, finalmente, Billy. O, por ser fiel a este libro, «el puto Billy», que anda penando por las consecuencias de ser un matarife y está dispuesto a asumirlas todas… Menos una.

De fondo, claro, la verdadera historia, que como siempre no es la del caso concreto resuelto en la novela sino la de los personajes que la pueblan: Bergman, Vanja, Úrsula, Torkel, Billy, My, Carlos… El final queda abierto a nuevas emociones. En teoría, no tan potentes como las que prometió el final de la séptima novela, pero a saber.

Soy adicto. Lo reconozco. Me parece increíble cómo las autores han sabido mantener el nivel a lo largo de ya ocho novelas y hacer de todas ellas, en conjunto, una sola y apasionante historia.




lunes, 30 de septiembre de 2024

La conductora del 28 – José M. Castón de los Santos

 



    ¿Quién no ha protagonizado, o al menos conocido, algún affaire, alguna aventura amorosa caprichosa, sin compromiso, surgida de la libertad, de la ociosidad o de la confusión? Nada hay de criticable en ellas cuando, como es el caso de esta novela, quienes lo protagonizan no tienen nada mejor que hacer.

    Él, Javier Sáez, es un pequeño empresario madrileño que, intencionadamente, lleva una vida emocionalmente inane. Ella, Andreia Salgueiro, es una mujer joven que conduce un tranvía en Lisboa, donde ambos personajes se conocen, conscientes de que cada uno tiene su vida en una ciudad y que, por lo tanto, cualquier relación que surja entre ellos ha de ser efímera.

    Y lo efímero a menudo es una tentación… Y en ocasiones, el final cuya facilidad al principio propiciaba la tentación, acaba produciendo pena.

    Por qué, ¿a que también sois conscientes de que muchos de esos affaires desembocan en relaciones más serias? 

    Bueno, pues algo de esto cuenta esta novela que merece la pena leer, y eso a pesar de que tiene alguna cuestión claramente mejorable.

    El título, la portada y lo que evoca Lisboa hacen pensar en una historia intimista, que la sinopsis desmiente solo de modo parcial. El desmentido tiene que ver con esos puntos a mejorar. ¿Cuáles?

    El protagonista llega a Lisboa huyendo de no se sabe qué, y es demasiado evidente que no lo sabemos porque al autor no le da la gana que lo sepamos. Y es también demasiado evidente que el autor espolvorea algunos datos para despistar, o para confundir. Algo le ha pasado al tal Javier Sáez que se ha subido en un coche y ha ido conduciendo, sin rumbo, hasta acabar en Lisboa como podía haber acabado en Torrelodones tras dar un rodeo por Cuenca y Orense. Ha ido sin rumbo no solo porque parece haber perdido el de su vida, sino porque no quiere que nadie sepa dónde está, y por eso adopta precauciones propias de un prófugo. Pero... ¿Es una víctima o un culpable?

    Los fallos de la novela son dos: el primero, que es demasiado evidente la voluntad de crear esa confusión, lo que da una sensación de artificiosidad que va en contra de la credibilidad de la historia. El segundo es que, si tan ofuscado está el hombre como para huir así, no se acaba de entender la naturalidad y despreocupación con que inicia una nueva vida, aunque sea temporal, sin apenas mirar atrás, sin volver a preocuparse de esconderse o de ocultar algo, como si no hubiera pasado nada, como si, realmente, fuera un simple turista. Falta congruencia.

    Las sensaciones que en el lector produce lo que acabo de decir incomodan la lectura en bastantes momentos, aunque lo cierto es que al final la historia de Andreia y Javier acaba por imponerse y el lector se olvida del resto y disfruta de una relación bien contada y con la suficiente habilidad y sensibilidad, en la que de paso conocemos la historia de Andreia y su relación con el fado, a través de su madre, que juega un papel relevante por cierta sobreabundancia de fragmentos que ponen color y palabras a la historia (por cierto, la edición no advierte al principio que hay un glosario de portugués al final; menos mal que se entiende casi todo).

    En este punto la historia es bonita y tiene el intimismo sugerido por título y portada, y así se mantiene, con menciones/evocaciones de lugares de Lisboa que harán disfrutar a quien haya estado allí y dirán poco a quien no, hasta que, al final, las dos cosas que antes he mencionado como mejorables vuelven a hacer chirriar la novela: ¿Qué hace allí, tanto tiempo (se diría que hay cierto desajuste temporal, porque se habla de dos semanas cuando parece haber pasado bastante más) un tío mano sobre mano viviendo de no se sabe qué? ¿Por qué la separación es tan repentina y poco trabajada? ¿Por qué un tipo que ha llegado a Lisboa huyendo de no sabemos qué, de pronto dice, «bueno, pues ya toca volver» y regresa tan campante? Esa sorprendente partida enfila la historia hacia un final que explica la huida del protagonista de un modo inteligente, y que supone la resolución de un «misterio» planteado al inicio... y olvidado después. Es el momento en que conocemos de verdad la vida de Javier. La explicación no aporta nada a la relación con la conductora del 28, todo hay que decirlo, aunque una vez aclaradas las cosillas queda abierta la puerta al final que sabrá quien lea esta novela.

    He detallado los fallos porque me dan rabia: sin ellos sería una muy buena novela. Pero que eso no os impida leerla, porque disfrutaréis de un buen rato de lectura.

    Además, dentro de nada es el otoño y yo diría que La conductora del 28 es una lectura otoñal. De día de lluvia y manta. 


jueves, 26 de septiembre de 2024

¿Es caro leer?

 



    Hace ya bastantes años que publiqué un artículo en todo similar a este, para rebatir con argumentos la extendida idea de que leer es caro.

    La recopilación de precios y páginas de cada libro que figuran en el cuadro de arriba procede de una fuente accesible a todos: la web de Amazon.

    Los libros seleccionados incluyen varias de las últimas novedades (algunas aún por salir al mercado), algunos de los libros que he leído este año o se publicaron en los últimos doce meses y, me vais a permitir la coquetería, también el último publicado por mí: «La detención de los Reyes Magos».

    He tenido que hacer una hipótesis: el número de páginas que se cada persona lee por hora. Ya sé que Bernhard es más indigesto que Camilleri, pero he supuesto que, por término medio, leer cuarenta páginas a la hora no es ningún disparate. Repito: por término medio.

    De este modo he calculado lo que nos cuesta leer una hora en papel y en ebook.

    Y, ya puesto, he incluido una última columna con el porcentaje de rebaja del precio en ebook respecto al libro en papel.

    Antes de mirar los datos de esta veintena de libros, pensad en lo que cuesta una hora de ocio en bares, restaurantes, cines, tele de pago, teatro, conciertos… 

    Llegaréis a la conclusión de que leer está regalado. Y en las bibliotecas, literalmente.


lunes, 23 de septiembre de 2024

Jeeves y el espíritu feudal – P. G. Wodehouse

 


Durante los días en que, por motivos que no vienen al caso, acababa las jornadas con la mollera solo en condiciones de descansar, elegí como lectura a Wodehouse, consciente de que sus novelas no requieren otro esfuerzo que el de sentarse a disfrutarlas sin temor a encontrar en ellas nada más que un humor suave, irónico e inteligente que no va dirigido contra nada ni contra nadie, pues no aspira a la crítica sino a la sonrisa. Así que, tras leer El inimitable Jeeves (1923) emprendí la lectura de Jeeves y el espíritu feudal (1954). 

    Más de treinta años separan una de otra, lo cual se advierte en la presencia de ciertos avances tecnológicos en manos de los protagonistas y, sobre todo, en que esta novela, a diferencia de la otra, es verdaderamente una novela, y no una secuencia de episodios. 

    En concreto, es una excelente novela de enredo en un entorno de humor que ya es clásico: una mansión en la campiña inglesa, con sus propietarios nobles, adinerados, en torno a los que corretean invitados que buscan medrar, echar los tejos a alguien o darse aires de importancia. Bueno, no todos, porque el narrador, Bertie Wooster, el aún «joven» amo de su mayordomo Jeeves, solo tiene un objetivo: evitar cualquier compromiso matrimonial. Un objetivo, eso sí, medial, pues solo alcanzándolo podrá lograr lo que de verdad desea: seguir viviendo libre y opíparamente gracias a su envidiable capacidad para disfrutar de actividades tales como desayunar, pasear, fumarse un cigarro o rascarse las narices.

    El enredo proviene de esta maraña de hilos: en la mansioncilla se aloja una exprometida de Bertie, escritora ella, y aparece también por allí su actual prometido, que además de ser un celoso algo bestiajo ha apostado unas cuantas libras a favor de Bertie en un torneo de dardos. Pero cuidado, porque también hay un aspirante a prometido. El tal sujeto, patilludo él, es hijo de otros dos invitados, burgueses adinerados con ciertas ínfulas de nobleza (al menos ella) que están allí porque la anfitriona desea pegarles un sablazo vendiéndoles una revista ruinosa. Unamos las actividades que han sido precisas para financiar tanto la ruina como la puesta en escena de la obra de la exprometida de Bertie y, agitando tod,o sale un revuelto en el que a cada página hay un malentendido, una situación comprometida, un lío formidable o un soponcio mayúsculo. Cierto es que el planteamiento de algunas situaciones es lo bastante infantiloide como para que cualquier lector encuentre soluciones mucho más sensatas que las discurridas por los personajes, pero se les perdona porque el lector también sabe que una novela como esta, cuajada además de personajes que en el fondo son ingenuos, requiere ciertas licencias.

    Como dije en la reseña de El inimitable Jeeves, el humor de Wodehouse es elegante, ingenioso, juega con el doble sentido de las palabras y también, en esta ocasión, de modo especial con el eufemismo. Llama la atención en este libro las hirientes pero divertidas e ingeniosas formas de desacreditar y echar por los suelos al bueno de Bertie Wooster, el narrador, a quien sus familiares con ascendiente sobre él tratan con tan poco disimulo que no ocultan ni su cariño por él ni su desprecio por la escasa lucidez de sus entendederas. Aunque, sin embargo, y he aquí la razón por la que este humor deja tan buen sabor de boca, Bertie, que no es nada inteligente, tampoco es tonto: sabe muy bien lo que quiere y (más o menos) lo que debe hacer para conseguirlo y, cuando no lo sabe, es consciente de que ahí está Jeeves para echar mano de él y de su prodigiosa capacidad para desenredar las cosas enredándolas aún más.

    Una novela divertida, agradable, sin otra pretensión que la de hacer pasar un buen rato al lector, cosa que consigue con creces. Un clásico del humor.




jueves, 19 de septiembre de 2024

El inimitable Jeeves – P. G. Wodehouse

 


El inimitable Jeeves es bastante imitable, me temo, aunque por lo que a mí respecta esta novela de Wodehouse ha cumplido su función: proporcionarme un rato de lectura agradable con una historia divertida, intrascendente y poco exigente, porque no estaba yo en condiciones de leer nada más sesudo, por no disfrutar de muchas neuronas activas al final de la jornada.

Aunque Wodehouse escribió un montón de novelas en torno a Jeeves, el hierático, competente e inteligentísimo mayordomo de Bertie Wooster, en realidad el protagonismo corresponde a ambos o, más bien, a Bertie, que es además el narrador.

Bertie es un joven y acaudalado rentista no muy espabilado, pero con una envidiable capacidad para disfrutar de los pequeños placeres de la vida: levantarse tarde, desayunar en la cama, dar paseos, correrse alguna juerguecilla, mirar una mosca… Es un hombre educado, más cercano a lo exquisito que a lo vulgar, carente de malas intenciones y cuyo cerebro no es tenido en mucho por sus familiares. Lleva a gala su soltería, que para él es sinónimo de libertad, y no está demasiado preocupado por las cuestiones amorosas, aunque los problemillas de corazón del resto de sus amigos siempre acaban pasando por él.

Es el caso de esta historia, donde uno de sus amigos, llamando Bingo Little, se va enamorando perdidamente a cada momento. Cada mujer que cruza ante él se convierte en el amor de su vida y, la anterior, en un capricho pasajero. El hombre, además, no es precisamente un don Juan: sus éxitos no requieren demasiados dedos para ser contados, con lo que sus enamoramientos se cuentan por soponcios.

¿Y en qué consiste la novela? Pues, más que en una historia al uso, en una secuencia de episodios autoconclusivos e intercambiables, a los que podrían añadirse cinco como podrían quitarse tres, en los que los amoríos se mezclan con las apuestas, con la manipulación de las apuestas y con el ingenio de Jeeves, que suple con nota las carencias de la cocorota de su amo. Porque esa es la esencia de Jeeves: no es que sea un mayordomo eficaz en el servicio doméstico, es que tiene una cocorota privilegiada para encontrar salidas ingeniosas a problemas peliagudos. 

Es curioso, como digo, que las intervenciones del personaje que da título al libro (y a la saga) sean tangenciales, aunque decisivas, y que su caracterización sea eficaz, pero rudimentaria: entre el «sí, señor», el «no, señor» y el «bla, bla, bla, señor», siempre articulado de modo hierático y sin perder la compostura, Jeeves solo se diferencia de un robot en sus brillantes ideas y en desagrado apenas expresado que le producen ciertas cuestiones estéticas. No es Jeeves quien da tono libro y al humor de Wodehouse, sino Bertie Wooster, con su despreocupado modo de ver la vida y de afrontar las adversidades sin rencores y con la única aspiración de salid indemne para seguir vegetando alegremente.

En el contexto de la clase alta inglesa, plagada de rentistas, caballeros, sires y lords, el humor de Wodehouse, que busca más la sonrisa que la carcajada, es a la vez elegante e incisivo, aunque también inofensivo: nos reímos con los personajes, que tienen un gran punto caricaturesco, o de ellos, pero no puede decirse que el humor se utilice con una finalidad distinta a la que he apuntado: hacer sonreír.

Parece poco, pero es mucho. Así es como Wodehouse llegó a ser un clásico del humor, y por eso, y también por su evidente influencia en Tom Sharpe, somos legión los que nos gustaría escribir una novelita de enredo situada en una mansión inglesa con un lord gruñón, su señora un tanto lianta y un montón de invitados estrafalarios, mayordomos intrigantes y señores mediocres que pasaban por allí.


martes, 17 de septiembre de 2024

El hotel New Hampshire – John Irving

 


Vida, desgracia, humor. Maravilloso libro, publicado en 1981, que transcurre, a partir de 1956 (¡otra vez me topo con este año en las últimas lecturas!), en la costa este de Estados Unidos y también en Viena.

El matrimonio Berry tiene cinco hijos que, al comienzo de la historia, están unos en la infancia y otros en la adolescencia. El mayor, Frank, es un adolescente homosexual con ciertas obsesiones; le sigue Franny, la resuelta e inteligente hija mayor, un referente para todos; John, es el narrador, que intenta buscar su lugar en el mundo, y está siempre pendiente de Franny; Lilly, tiene problemas de crecimiento y a crecer consagra su vida; y Egg es el más pequeño, demasiado pequeño para hacer algo más que ser un niño. Además, tienen un perro poco pimpante y un peculiar conocido: un judío propietario de un oso amaestrado (así, como suena) llamado Estado de Maine. Un oso que, de algún modo, es uno más de la familia, con lo cual pretendo decir más de la familia que del oso.

Tras contarnos, a su manera. cómo sus padres se conocieron trabajando en un hotel que para el matrimonio ha quedado con resonancias míticas, John da cuenta del modo en que su padre, un hombre idealista y poco amigo de ver la realidad, se lanzó a crear un hotel en un viejo internado de señoritas, más o menos en el sexto pino, un lugar sin atractivo para los turistas ni para los trabajadores. En él se instaló toda la familia. El primer Hotel New Hampshire. Un lugar desastroso y gestionado desde el voluntarismo, la ingenuidad y la escasez, lo bastante chuchurrido como para que tiempo después la familia se largara a Austria a abrir un segundo Hotel New Hampshire, en el que también vivieron. De estas dos experiencias se ocupa la mayor parte del libro, aunque  tras las peripecias austriacas se produce el regreso a Estados Unidos para abrir el tercer hotel cuando ya los hijos están más creciditos y la novela enfila su final con la existencia de los protagonistas también encarrilada de modos que ninguno supo prever. En medio, la vida: experiencias traumáticas, enfermedad, accidentes, muertes, más desdichas que alegrías, pero, a pesar de todo… Así vemos mil cosas que no hacen más fácil la vida a nadie, que a menudo son experiencias dramáticas, pero que, en el tono en que están contadas, transmiten una filosofía de vida atractiva, basada en la comprensión y en la asumida idea de estar, pase lo que pase, en el mejor de los mundos posibles y que, por tanto, pase lo que pase, no queda otra que seguir adelante y arrear. De este modo nada, ni lo más dramático, adquiere tintes de tragedia, y la pátina de humor que recubre toda la novela se hace más densa (y más triste, porque en humor también puede serlo) en esos momentos.

Pero la novela, más que la historia del nacimiento y caída (o no) de tres hoteles con el mismo nombre, es la historia de los personajes. Algunos de ellos no están presentes todas las páginas, por razones que el lector verá, pero otros sí, y estos son los más relevantes: Frank, Franny, John, Lilly y el padre. Pero, sobre todo, Franny y John.

Cada cual tiene su modo de ser y de desenvolverse en la vida y, como las circunstancias a las que se enfrentan (las aventuras y desventuras hoteleras) son las mismas para todos, la variedad de reacciones a un mismo contexto vital da a la novela una riqueza extraordinaria, especialmente si tenemos en cuenta que buena parte de los personajes pasan de niños a adolescentes y a adultos a lo largo de sus páginas. Cómo cada cual busca su propia identidad y la encuentra sin que el mismo entorno genere las mismas personalidades.

Durante toda la novela se aprecia la relación especial que hay entre el narrador y su hermana mayor. A menudo se aprecian tintes incestuosos que se intensifican con el paso del tiempo hasta ser indubitables, y que acaban siendo planteados y resueltos con brillantez en lo que es, también, el episodio más osado de una novela que además es «osada» porque está plagada de osos: desde el inicial con el que arranca la historia hasta el peculiar «oso» austriaco del que no digo más para no fastidiar la sorpresa de un personaje único y digno de análisis. Con esas páginas va creciendo también quien no crece físicamente: Lilly, un personaje que acaba jugando un papel fundamental.

Como he dicho, los dos verdaderos protagonistas son Franny y John. Ambos están al comienzo y al final. De algún modo El Hotel New Hampshire es una historia de supervivencia. De cómo sobrevivir. Es decir, de cómo afrontar la vida, los disgustos, los sinsabores, la tragedia. Una historia que, siendo dramática, es también cómica, divertida, hasta el punto de enseñar que una parte importante de lo que llamamos tragedia (o, mejor dicho, de sus consecuencias) depende, fundamentalmente, de la actitud.

O quizá sea que cuanto nos rodea es, siempre, un hotel en el que, incluso aunque sea nuestro, siempre estamos de paso.

Leedlo.


miércoles, 14 de agosto de 2024

Arena negra - Cristina Cassar Scalia

 


En medio de las cenizas que hace llover el Etna (de ahí el título), que rocían las páginas de buena parte de la novela, un simpático bon vivant, que vegeta alegremente mientras espera el momento de heredar una fortuna, encuentra, en una casona familiar en desuso, un cadáver momificado. Nadie duda de que la mojama lleva allí el número de años suficiente para que el caballero no tenga nada que ver en el desaguisado, entre otras cosas por no haber nacido a tiempo de tener alguna responsabilidad. La finca es propiedad de su anciana, adinerada y severa tía, que no ha querido saber nada de semejante lugar desde que su marido fue asesinado, también allí, hace un porrón de años.

Así comienza una interesantísima y muy detallada historia, la primera protagonizada por la subcomisaria de Catania (aunque palermitana ella) Vanina Garrasi, a quien, a sus treinta y nueve años cumplidos en esta su primera novela, no hubiera conocido de no ser por una conversación en Twitter, en la que me aconsejaron leer, entre otros autores, a Cristina Cassar Scalia como forma de no echar tanto de menos a Andrea Camilleri (a quien por eso voy a mencionar tanto). Aprovecho esta reseña para agradecer la recomendación.

Lo que acabo de decir no significa, sin embargo, que Cassar Scalia y Camilleri tengan demasiado que ver. Es cierto que ambos son sicilianos y que Sicilia es el escenario de sus novelas. Es cierto, también, que la cocina juega un papel similar en sus obras, y que ambos personajes tienen viviendas peculiares y disponen, cada uno de un modo, de una señora entrada en años capaz de preparar en el momento adecuado las mejores delicias; también tienen sus amores (o desamores) en otra ciudad; e incluso el modo de presentar algunas cosas o personas es parecido; podemos añadir la existencia de jefes (de carácter opuesto) y diferencias (o rivalidades) y complicidades con responsable de la policía científica y los forenses. Pero aquí acaban las similitudes y se abren amplias diferencias tanto en el carácter de los protagonistas (Garrasi es cualquier cosa menos una cabeza loca) como, sobre todo, en el modo de escribir: si Camilleri es deudor de su oficio de guionista que le hace dar a sus historias una agilidad superlativa, Cassar Scalia (cuya profesión es la de oftalmóloga) parece influida por novelas mucho más elaboradas, lentas y pormenorizadas. Y así es Arena negra, una obra larga, de más de 400 páginas, cuya extensión se debe al amor por el detalle, a la minuciosidad, a unos personajes concienzudos que invitan al lector a participar con ellos en la investigación, a compartir avances y dudas, a elucubrar sobre culpabilidades… Una mezcla de novela negra de salón y de acción, porque la temática elegida, un crimen cometido hace décadas, permite por un lado la distancia «del salón» y, por otro, merced a un montón de testigos de avanzada edad, también cierta relajada acción. Los capítulos, no demasiado largos, producen sensación de dinamismo y permiten avanzar con fluidez.


Cristina Cassar Scalia

El comienzo es un poco confuso, debido a que en pocas páginas se presentan demasiados personajes imposibles de caracterizar en tan poco espacio. El modo en que se presenta la escena es, narrativamente, lo más parecido a Camilleri de toda la novela. Pero a medida que las páginas avanzan Cristinta Cassar Scalia es capaz de construir un universo, singularmente en torno a la unidad que dirige la protagonista (en esto también es un poco don Andrea, hasta el punto de que incluso hay un diligente policía cuya manía por el papel bien puede ser un paralelo del también maniático amor de Fazio, el personaje de Camilleri, por relatar contra viento y marea los antecedentes familiares de cada investigado).

A diferencia de otras muchas novelas policiales actuales (y a diferencia, también, de Camilleri) en Arena negra no hay varios crímenes independientes que, vaya por Dios, acaban cruzándose. Aquí hay un solo crimen, solo uno. Y ahí se centra la acción hasta el punto de que todo lo que después sucede es evidente que está relacionado. Bien por Cassar Scalia, por renunciar a ese típico conejo en la chistera para realizar una investigación compartida con el lector: es el mejor modo de hacer de él un investigador más, de hacerle partícipe de la narración, y más cuando lector y personajes deben, necesariamente, tirar de la imaginación para intentar hacer luz. 

Que Garrasi nació en esta novela con vocación de iniciar una saga es más que evidente, porque la subcomisaria, como todos los protagonistas de sagas, tiene su propia historia. La autora la dosifica muy bien, de modo que conocemos a la protagonista poco a poco, en parte por lo que hace con el caso concreto y su actitud, y en parte por lo que se va desvelando de su pasado. Ni que decir tiene que al final de la novela algo queda abierto para suscitar interés por la siguiente.

Me ha gustado Arena negra, me ha entretenido de lo lindo, y cada vez que he podido he buscado tiempo para leer unas pocas páginas más, a pesar de lo cual ha habido dos cuestiones que me han despistado, dos cabos sueltos que durante buena parte de la novela me han molestado como moscas pelmazas. Uno es el papel de la prescripción: cuando el crimen se fecha casi sesenta años atrás, da igual quién apioló a la víctima, porque de estar en este mundo ha ganado la prescripción y el papel policial se limita a identificar a la víctima y poco más. Cristina Cassar Scalia tarda casi cuatrocientas páginas en decir que el asesinato no prescribe. No sé si en Italia es así (lo dudo) o si, simplemente, lo puso por «exigencias del guion», pero en estos andurriales no se puede tardar tanto en contar algo así porque produce una intensa sensación de investigación artificiosa.

El segundo cabo suelto es peor. Mucho peor, porque es muy evidente: no investigar qué fue de cierta nilña (no digo más para no reventar nada a nadie) es un fallo tremendo, porque si alguien se ocupó de ella, ese alguien sabía. Y eso, cuando no sabes quién sabe, lo es todo. La autora podía haber evitado esta sensación de fiasco fácilmente, dedicando unos pocos párrafos a decir que lo habían intentado sin resultados, pero no lo hace, lo cual crea ese efecto «mosca» que, además, parece anticipar un golpe de efecto que, al darse (al menos parcialmente) se queda en coscorrón porque no sorprende. También se ve venir, a partir de cierto punto, la identidad del culpable, aunque el ingenioso giro final permite burlar la sagacidad del lector, que solo acierta así asá en la diana. Un «más difícil todavía» razonablemente bien traído.

En cualquier caso, que he disfrutado con esta lectura es evidente, porque fue terminarla y comprarme el segundo libro de la saga.

Seguiré informando.