«Me estoy haciendo unas expectativas y me están quedando preciosas», seguro que pensamos muchos de quienes hemos seguido las andanzas literarias de La Vecina Rubia cuando, tras el fin de la «saga Verano», anunció un cambio de registro. Pero el problema de las expectativas es que cada cual tiene las suyas, y cuando un libro se publica hay que desprenderse de ellas para que no condicionen la lectura. No es sencillo, y parte de esta reseña consecuencia de esa dificultad.
Más que un cambio de registro, la Vecina Rubia ha cambiado de género. Mi querida Lucía es una mezcla de thriller y novela negra, una obra calificada en algunos sitios como «cozy crime» (literalmente «crimen acogedor», pintoresca subespecie que no sabía ni que existía) lo cual no deja de tener gracia, porque si quienes de vez en cuando leemos novela negra somos capaces de repantingarnos en un sillón con una copa a mano para disfrutar plácidamente de, ejem, ejem, la truculenta actividad de criminales crueles y sanguinarios, el «cozy crime» sublima la placidez: se diría que los fiambres, desde la óptica del lector, más o menos son solo un lamentable contratiempo para los pobres y simpáticos personajes. Si no, a ver cómo se come el concepto. Salvo, claro, que el termino «cozy crime» simplemente cobije la no exhibición de las vísceras y demás tripillas de las víctimas, de lo que se deduciría que al lector medio le impresiona más la casquería que la muerte violenta.
La autora ha cambiado de género, pero no de registro, decía. Nadie que lea unas páginas al azar de esta obra y de las anteriores dudará de la común autoría. Con la excepción de cuatro breves cartas (que sí tienen su propio tono) y de unos pocos capítulos contados en tercera persona sobre la pareja de policías interviniente (que unos lo tienen más que otros) el tono de la narradora que en primer a persona se dirige al lector es en todo similar al de las novelas anteriores, y viene determinado por el modo de expresión y el carácter del personaje. Sobre el primero, se identifica por el lenguaje coloquial, pero de largas parrafadas, abundantes circunloquios, explicaciones de lo accesorio emocional en medio del meollo criminal (lo que produce sensación de frivolidad no sé si buscada, pero que cuando se habla de asesinatos es más difícil de encajar), diálogos que casi siempre son lo mejor y un leve espolvoreo de palabros como «paremia» o «petricor» que son un guiño a los seguidores en redes de la autora (no de la narradora, por lo que lo sufre el texto). Sobre el carácter del personaje, se trata de una mujer joven, independiente, urbana, que habla, se enamora, se expresa, valora, juzga y se fija en las mismas cosas que la narradora de las tres novelas anteriores, y que tampoco renuncia a regalar en cualquier momento admoniciones y sentencias. Sus amigas y el apastelado Romeo de esta obra tienen todo en común con sus predecesores; solo es distinto el entorno familiar: madre soltera que no quiere saber nada del padre de una niña que es un personaje relevante por sí misma y porque su madre solo ve a través de sus ojos.
Bueno, hay otra cosa diferente, y bastante: dos personajes ajenos al mundo emocional de la protagonista, y con su propia historia: una pareja de policías (poli bueno y poli mala, a su pesar) retratados con realismo y a la vez ternura. Tan profesionales y metepatas como pueda serlo cualquier profesional de cualquier ámbito. Su organización y modo de actuación son de versión libre, lo cual quizá alarme a algún purista, pero a mí me parece de perlas porque valoro la creatividad y he escrito así más de una vez: ¿por qué debe un autor limitarse a ser testigo de un mundo conocido cuando puede crear uno a medida de sus necesidades? ¿Por qué hay que hacer que el lector vea cuando puede hacérsele imaginar?
En resumen, la autora no ha soltado amarras con sus seguidores en las redes, puesto que la seguirán encontrándola en la narradora. Esto es bueno para mantener la fidelidad de los lectores, pero no es lo que yo entiendo por un cambio de registro.
Esta conclusión no es en sí ni buena ni mala (aunque digo yo que los seguidores de la Vecina Rubia estarán encantados). De lo bueno hablaré a continuación. De lo malo sí digo ya que en el modo de expresión se mantienen (sin espíritu de enmienda) los vicios que comenté en las reseñas veraniegas, que la reincidencia en el tipo de personajes y en el modo en que se relacionan es repetitivo y que, en este libro en particular, que por su naturaleza aconsejaría mantener un suspense constante y a ser posible creciente, hay altibajos: acelerones que atrapan al lector y frenazos que lo desorientan; cuando de lo que se trata es de saber quién y por qué, una vez las narices del lector han detectado un rastro no se le debe alejar de él para llevarlo de excursión por la relación de la protagonista con los personajes secundarios e incluso por la evaluación emocional de estos y de cada frase que pronuncian. Estos cambios de ritmo y objetivo dispersan la atención.
El planteamiento de la historia es original dentro de la tipología literaria de los malos en serie propensos a anunciar sus crímenes. Estamos en 2002, con un pie aún en lo analógico y todos los dedos del otro en lo digital. Los teléfonos móviles, ciencia ficción siete u ocho años antes, han llegado, pero «solo» sirven para hablar, mandar mensajes sms, dejarse el pulgar con el jueguecito de la serpiente y poco más. El personal todavía camina por la calle viendo pájaros, nubes, edificios, árboles, anuncios, letreros y la cara del resto de viandantes, porque no anda conectado a internet y empanado a todas horas, y en casa aún solo está conectada una minoría, la cual flipa, curiosea y hasta liga con prodigios como el Messenger y otros similares. La joven protagonista se gana las lentejas en una revista, donde escribe con éxito el horóscopo. Una sección que todos los que éramos jóvenes en esa época habíamos leído alguna vez con interés para buscar la promesa de amoríos, triunfos o soluciones, y que, de adultos, olvidamos como cosa de charlatanes. Pero la protagonista no lo es. Es alguien que se molesta en estudiar lo que deban estudiar los astrólogos para llegar a alguna conclusión. Lucía es honesta porque cree en la astrología. Y además le pagan por ello un sueldo que le permite vivir.
La popularidad de su sección en una redacción donde nadie parece dar un palo al agua se mide por las cartas que recibe. Un buen día aparece entre sus manos la que pone en marcha un proceso que, de tener que apostar, se diría responsabilidad de un chiflado. Un matarife como una regadera que, eso sí, se expresa como un malo malísimo, pérfido, calculador, prepotente y omnipotente. Si en alguna de las anteriores novelas de la autora dije que no había malos, aquí los personajes son maniqueos: o buenos muy buenos o malos muy malos (lo cual no quiere decir que sepamos desde el principio cómo es cada uno). Todos, eso sí, cometen errores.
Estas pintorescas «notificaciones» anuncian violencia en torno a Lucía, y las cosas ocurren de tal modo que puede llegar a sentirse responsable de ella, pero, también, sumida en la duda permanente de si la violencia llegará a alcanzarla, y más teniendo en cuenta su vulnerabilidad y la de su hija.
Digo duda, aunque para el lector es certeza. O, lo que es lo mismo,, cambiemos el «si» por el «cuándo» y de qué tipo. Lo cierto es que este punto, junto a otros relativos al cauce lógico de la investigación y los que deberían condicionar la actitud del personaje, son resueltos de modo racional, pero algo tarde; es decir, el lector los anticipa antes de que el personaje dé cuenta de ellos, cuando por la intensidad de las vivencias debería ser al revés.
La Vecina Rubia juega con las expectativas del lector de un modo sencillo pero eficaz: según dónde pone el sol, allá da la sombra. Como no hay muchos soles, tampoco hay muchas sombras, por lo que no es difícil ni crearlas (para ella) ni localizarlas (para el lector). Según ella va moviendo el sol (ya que la astrología tiene su papel en la historia, sigamos con los astros), aparecen nuevas sombras. Es así como la autora nos conduce a los lectores de la duda a la sospecha, de ella a la certeza y de la certeza a la sorpresa y vuelta a empezar, hasta llegar a un final, este sí, inesperado (que es lo que se espera de este tipo de historias) y con dos divertidos detalles paródicos a modo de guinda.
Y hablando de sonrisas, el humor está presente pero un tanto desdibujado. Es bastante lógico, porque en una novela como la que he descrito solo puede hablar con humor un narrador en tercera persona o uno, en primera, que sea un tipo tan duro como para regodearse de su propia desgracia. Pero no es el caso: la seriedad que los acontecimientos imponen a Lucía y su propia forma de ser en relación a ellos casan regular con sus intentos de hacer humor. Los mejores momentos humorísticos se dan, precisamente, cuando derivan de la acción y no de la disertación. Por ejemplo, el ciclópeo cabreo que pilla Lucía con la policía es uno de los mejores momentos de la novela, una maravillosa mezcla de tragedia y comedia.
No me resisto a terminar sin señalar algo que no sé si ha sido intencionado: aparte de, al uso de la novela negra moderna, opinar con brevedad y de modo indirecto, sobre temas importantes como la sanidad pública u otros, Lucía y su hija (siete años, que a veces es tratada y se comporta como si tuviera menos) viven solas, y han vivido razonablemente bien mientras las cosas han discurrido con normalidad. Pero en cuanto se tuercen, su situación de vulnerabilidad es profunda: quedan en manos de la generosa colaboración de amigos que bien podrían no estar en situación de ayudar ni aunque quisieran, y que no en todos los casos existen. Esta sensación de indefensión es intensa y, en realidad, ajena a cualquier crimen: una familia tiene tantos puntos de apoyo como miembros la forman; cuantos menos haya, más difícil es mantener en equilibrio la normalidad, ayudar al vulnerable, niño, anciano o enfermo, ante cualquier dificultad. La Vecina Rubia traslada fenomenalmente esta sensación de principio a fin, una sensación que afecta especialmente a las mujeres, y aprovecha para, una vez más, hacer una exaltación de la amistad, un sentimiento que nunca está de moda pero que ha estado ahí siempre. Y más vale que ahí siga.