Aunque los escritores de
novelas de terror se morirían de hambre conmigo, desde hace varios siglos he
tenido a Drácula entre las lecturas
pendientes, ¿porque quién no quiere conocer a alguien tan eminente? A fin de
cuentas es un clásico, y quizá ningún otro personaje literario haya llegado a
tener tanta presencia extraliteraria como el conde, si bien muy ayudado por el cine.
Bram Stoker (1847-1912) |
Drácula
está escrita como una sucesión de diarios de diferentes personajes salpicados
con algún que otro documento. Un diligente jovenzuelo inglés, al servicio de un
intermediario de inmuebles, inicia la serie. Está de visita en Rumania para cerrar
una operación. Los lugareños lo tienen por loco, habida cuenta de en qué
andurriales pretende meterse: un castillo de lo más tenebroso donde es
recibido por un anciano que se presenta como el conde Drácula. El conde pretende comprar una vieja mansión inglesa.
Pero ocurre que pronto el
conde comienza a “alimentarse” a expensas de su invitado, el cual, además, tiene
ocasión de comprobar la cantidad de cosas raras que suceden en torno a su
cliente (todos los clásicos de la parafernalia vampiresca), hasta devenir en
prisionero.
Drácula - Christopher Lee |
¿Y todo esto por qué? Porque
el conde Drácula ha llegado, y con apetito. A partir de ese momento la historia
transcurre primero en torno a la identificación del problema, ciertamente
peliaguda por ser sobrenatural, y después aborda su resolución.
Si en la primera parte de la
novela hay suspense, en la segunda
hay misterio y en la última acción.
Drácula - Béla Lugosi |
Como “novela del XIX”, los
personajes son redichos, están muy preocupados por la educación y justifican y
explican con detalle cada una de sus acciones. Todo lo contrario a la moda
actual de novelas escuetas que tratan de decir lo más con lo menos. Pero en Drácula no es el lector quien razona o
quien siente. Son los personajes. El lector es mero testigo. En consecuencia
los personajes se equivocan, son sesgados, y seguramente el lector no haría las
mismas interpretaciones ni llegaría a las mismas conclusiones que ellos. Hoy se
considera una forma de escritura periclitada (seguramente porque es muy difícil
de hacer bien, y haciéndolo mal es un camino muy rápido al ridículo), pero yo
la tengo en alta estima: un escritor puede hacer un relato con un hecho
escueto, libre de toda valoración, como “Un
segundo antes de quedar cojo para siempre, Alberto se escurrió de una higuera”,
y dejar que el lector se dedique a imaginar para sufrir en su propias carnes el
porrazo y sus consecuencias; quizá esa fórmula tenga más fuerza en el lector
que las explicaciones que pudiera dar el autor, pero si una de las gracia de la
escritura es abrir puertas para que el lector experimente sus propias
sensaciones, otra es la capacidad del autor para transmitir las que él y solo
él atribuye a ciertos hechos. Drácula,
como buena novela decimonónica, pertenece a esta segunda categoría. El mérito
no es que el lector experimente en su propio pellejo las sensaciones que
producen los hechos, sino que llegue a comprender las sensaciones que
experimentan otros.
Una gran novela, que hay que
leer, porque es tan inmortal como su protagonista. Dentro de cien años,
nosotros no estaremos aquí, pero el Drácula
de Bram Stoker seguirá en este mundo.
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