En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

lunes, 9 de junio de 2025

El cochecito - Rafael Azcona

 


El protagonista de El cochecito es un jubilado invisible y casi inaudible para su familia, incluyendo el hijo que de él ha heredado la procuraduría que solo da para vivir sin ningún lujo en el Madrid de comienzos de la segunda mitad del siglo XX.

Don Anselmo, que así se llama el hombre, no tiene demasiadas cosas que hacer, además de apartarse para no estorbar. Para colmo, uno de sus amigos, parapléjico, se compra una silla de ruedas motorizada. Un cochecito.

    El artilugio permite a su dueño y a otros tantos amigos en su situación ir y venir con total libertad a lugares inalcanzables para quien, aun fresco como una lechuga, solo puede desplazarse o a pie o en autobús. Que el limitado sea precisamente quien tiene buena salud es un primer contraste notable con las ideas preconcebidas de todo lector; que además los parapléjicos correteen por las carreteras en plan suicida para celebrar su ampliada libertad, también. Pero el caso es que en ese contexto don Anselmo es el bicho raro, el que no puede desplazarse, el que llega solo, tarde y mal en transporte público o a pie. Y cuando alcanza el destino la fiesta siempre ha terminado y vuelve a quedarse solo para regresar. Queda así marginado, aislado… Y más aburrido que una ostra.

    Y el aburrimiento es un peligro inmenso. Uno de los peores a que ha de hacer frente la Humanidad, porque la ociosidad alumbra bastantes disparates. El que se le ocurre a don Anselmo es comprarse un cochecito. Es decir, convertirse, fuera de casa, en un parapléjico de facto. Solo así podrá seguir el ritmo de sus amigos y compartir actividades y parrandas. El problema es que ni tiene dinero para comprar el bólido ni la excusa de la salud para pedirle la pasta a su hijo.

Así que lo que hace el hombre es tantear el terreno, lo cual introduce en la novela a un vendedor de esos artilugios, un tipo dispuesto a engatusar a los peces para venderles un paraguas, una caricatura del charlatán. El problema es que, a través, de él, don Anselmo, sin darse cuenta, da un paso más allá hacia la consumación su extravagante idea, un paso que lo conduce a los pies de la tentación.

Y resistir la tentación cuando la tienes a todas horas delante… 

Quien lea El cochechito comprobará la habilidad de Rafael Azcona para, con muy poco, crear una historia redonda a un tiempo divertida y tierna; y tan estrafalaria que mueve a la piedad hacia los personajes.

Tan estrafalaria, en realidad, como las otras dos que integran este volumen titulado, precisamente, Estrafalario. Ambas están también reseñadas en este blog: El pisito, que he leído dos veces (y probablemente leeré tres) y reseñé hace ya años y Los muertos no se tocan, nene, que publiqué hace pocas semanas.


jueves, 5 de junio de 2025

El español que enamoró al mundo – Ignacio Peyró

 


No hay nada imposible, pero a mí me lo parece que cualquier buen amante de la literatura no disfrute leyendo a Ignacio Peyró. La naturalidad con que utiliza un lenguaje rico plagado de referencias sociales y culturales, lo directo y claro de la exposición y el humor que apenas falta y siempre está allá donde es más necesario (para reírse de uno mismo), hacen de la lectura de este libro un fiestorro memorable (y no digo fiesta porque la mayoría solemos leer vestidos de cualquier manera).

Además, ¡anda que no hace falta osadía para arriesgar tanto talento con un protagonista como Julio Iglesias!

O no.

Depende de lo que el autor haya confiado en su propia capacidad (sospecho que mucho) y en la suerte de su biografiado (sospecho que bastante). Lo digo porque para Julio Iglesias, que ha tenido gran fortuna en algunos momentos de su vida, no es una chamba menor que Peyró se haya fijado en él, porque este libro ni encumbra ni despeña a don Julio, pero su valor literario lo mantendrá en el formol de la buena literatura, paraje donde hasta ahora era un desconocido. Solo le falta que alguien le haga una estatua o un retrato de valor artístico incontestable para eternizase como el bufón de don Sebastián de Morra.

Yo he sido, lo confieso, una especie de inconsciente «antijulio» de tres al cuarto; alguien que no ha comprado ni uno solo de sus discos, ni puesto los pies en uno solo de sus conciertos, ni sintonizado uno solo de sus temas en ninguna aplicación. Alguien, también, que no ha leído ni una sola página sobre él, aunque no ha podido evitar ver infinidad de titulares en revistas a lo largo de los años o toparme con comentarios sobre él en radio y televisión. En definitiva, toda mi vida le he dedicado una indiferencia olímpica, quién sabe si porque sus pastelosas canciones no encajaban en mis gustos o para distinguirme de la parte de la generación anterior que lo veneraba. Y, sin embargo, hasta mis oídos han llegado muchísimas de sus canciones y sé de él más que de algunos familiares.

En eso consiste la fama. En estar hasta donde nadie te reclama. Es decir, en funcionar como una plaga.

En todo ese saber involuntario nunca he encontrado nada artístico digno de admiración, aunque, como en alguna de las páginas de este libro he creído entender, quizá el secreto de Julio Iglesias haya sido, precisamente, la perfecta combinación de inanidades y mediocridades que han hecho de él algo imposible y, por lo tanto y en el fondo, admirable: un mediocre excelso. ¿Quién dijo que la mediocridad no debe aspirar a la perfección? Porque cuando digo «han hecho» o «aspirar» me refiero a lo que no se puede admirar porque no se ve o se ignora: el ingente trabajo alimentado por una descomunal ambición y varias inteligencias despiertas que ha permitido el milagro de que este pan tumaca haya sido considerado ambrosía. 

Sin embargo, ni el máximo talento (del que carece don Julio) acompañado del mejor trabajo (del que sí que puede presumir) hace de ti un personaje, ni mucho menos un mito para una o dos generaciones. Para que algo así suceda es preciso, además del trabajo, que la diosa chiripa te sonría día y noche en los momentos adecuados. Y, a ser posible, a lo largo de los años. Esto es lo que le ha ocurrido a Julio Iglesias: el devenir de su carrera, desde pelagatos a figura de relumbrón, y el de su vida personal han corrido en paralelo y con no pocos puntos en común con los monumentales cambios sociales producidos en España desde los años 60, cuando el caballero inició su andadura, hasta la actualidad. Hay quien dice que ha ido siempre un paso por delante de la realidad social. Y así ha sido. Unas veces, por avispado. Otras, por haber tropezado; que ya decía mi abuela que «quien tropieza y no cae, adelanta». Todo lo que de bueno y malo le ha ocurrido en la vida ha sido combustible para su viaje al estrellato.

La forma en que Julio Iglesias era visto revela mucho sobre sus observadores. Esta baza la juega muy bien Peyró, trayendo siempre a colación, con gracia y habilidad, el contexto social e histórico de cada situación. De este modo, y sin que apenas se den cuenta, enfrenta consigo mismos a los lectores que hayan nacido en el siglo pasado. Para el resto, en cambio, Julio Iglesias no es mucho más que el recuerdo de un recuerdo ajeno, aparte de un meme y un clásico de cuarta copa en selectos bodorrios.

Así es como, mirando a Julio Iglesias, el autor y los lectores se miran a sí mismos, a quiénes éramos, a nuestro pasado, cuando todos éramos más jóvenes, más guapos y con más futuro; cuando frente a la prosaica realidad del común, nos consolaba sentir, escuchando la chuchurrida vocecita de un Julio Iglesias que tampoco sabía bailar, que no hacía falta destacar en nada para tenerlo todo. Hasta el amor.

Termino: la obra traslada la idea de que durante varias décadas la ambición de triunfo planetario fue una obsesión. Luego, claro, el tiempo pasa, y no digamos ya las fuerzas. No parece que Julio Iglesias tuviera un plan B distinto a la decepción durante todos aquellos años de búsqueda del éxito, pero el libro no aclara, aunque permite intuir, cómo lleva el declive. Se diría que el caballero ha intentado un aterrizaje prolongado y suave amortiguado por los dineros de negocios nada relacionados con la canción, pero queda en el aire cómo se ve uno a sí mismo, con el futuro cuesta debajo de cualquier octogenario, cuando toda la vida se ha estado mirando hacia la cima.

Julio Iglesias nació en 1943. Este 2025 le van a caer 82 añitos de nada. Aún le quedan unos cuantos por delante. Ojalá que muchos. Pero, leyendo este libro, uno apostaría a que la forma o el momento de salir de este mundo algo tendrán para redondear su historia. Y afirmarlo quizá tampoco es arriesgado: volviendo a una idea anterior, y siendo la muerte algo tan vulgar, ¿a quién le extrañaría que la de Julio Iglesias sea, por el momento, por el lugar, por el cómo o por alguna glamurosa lágrima, excelsamente mediocre?


lunes, 2 de junio de 2025

Mascarada – Terry Pratchett

 


La solemnidad es la liturgia inventada por el ser humano para dar importancia a las cosas o, más frecuentemente, a sí mismo. Por eso, cuanto más importante pretende ser una persona de mayor solemnidad se rodea. El mejor ejemplo lo hemos tenido hace poco con la elección de León XIV: los papas, que al atribuirse el papel de representantes de Dios se situaban incluso por encima de los reyes, se rodearon de una solemnidad sin parangón para dejar constancia de su insuperable posición (¡casi divina!) e incluso organizaron el tinglado de los cónclaves dotándolos de un deliberado punto de misterio: el aislamiento de los cardenales electores y el secretismo absoluto sobre cuanto acontece en la Capilla Sixtina permite que sea la imaginación de la gente la que ponga la guinda (divina, por supuesto) al monumental pastel que desde la tierra llega al cielo y que lo mundano de las negociaciones, de ser públicas, hubiera derrumbado.

En realidad, no existe ámbito humano sin cierta jerarquía. No existe profesión o grupo en el que unos no se sientan superiores a otros e intenten traducirlo en algo visible. Y cuanto más visible desee hacerse, más precisa y útil es la solemnidad.

Entre los músicos, sean instrumentistas, cantantes o compositores, no hace falta ser muy espabilado para darse cuenta de que la música clásica y la ópera se invistieron hace tiempo del honor de ocupar la cúspide. Y, por tanto, para que nada los desmereciera, su público también debía ser el más selecto. Todo esto debían proclamarlo los gestos, la liturgia, los oropeles. Desde lo grandioso y artístico de los teatros y las puestas en escena hasta el trato a las figuras («divo» procede de «divus», que significa «divino»), las más célebres de las cuales, según el tópico creado, son incapaces de pisar un hotel de menos de ochenta estrellas, de contentarse con menos de no sé cuántos minutos de aplausos y toneladas de rosas y que para colmo desarrollan sus particulares «liturgias solemnes», totalmente exclusivas, a través de excentricidades o caprichos que los distingue del vulgo. Como ya he dicho, el público tampoco puede estar compuesto por desarrapados, sino por lo mejorcito de cada lugar y encopetado. Que este modo de encumbrarse en el mundo de la música ha sido la pauta desde hace algún siglo que otro siempre lo han reconocido tácitamente, por imitación, quienes andan por debajo en el escalafón: las estrellas de la música popular, envidiosas y no menos vanidosas, a medida que crece su fama (no antes, por si acaso) se apresuran a emular las extravagancias de los divos y, para no dejar dudas sobre su valía, siempre han estado dispuestos a «consagrarse» «viéndose reconocidos» con una filarmónica detrás, da igual si uno se llama Freddy Mercury o Raphael. Otra cosa es, claro, la pela manda, que a menudo haya que abrir el espectáculo al populacho, que al final es lo que da dinero, aunque bien es cierto que muchos acuden atraídos por lo que acabo de contar.

Digo todo esto porque la solemnidad es territorio abonado para la parodia, pues apenas el boato deja ver una costura, a través de ella se vislumbra la prosaica realidad: un ser humano con ínfulas y no pocas veces necesitado (a menudo enfermizamente) del reconocimiento ajeno; alguien, en definitiva, que pretende ser superior a aquellos a quienes necesita inexcusablemente para sentirse así.

Terry Pratchett construye en Mascarada un mundo operístico chapucero, tristemente alegre y con muchos puntos patéticos en el que, como en el mundo real, la espiritualidad de lo excelso se derrumba como víctima de un tiroteo ante la presencia de la pasta, lo cual demuestra una vez más que, fuera de los oropeles, famosos y poderosos no se diferencian de menesterosos. 

Además, Pratchett parodia una especie de ópera sobre la ópera: «El fantasma de la ópera». Repito: parodia la ópera parodiando una ópera sobre la ópera. Parodia a la enésima potencia. «El fantasma de la ópera» (1910) fue una novela de Gaston Leroux que alcanzó la celebridad tras su paso por el cine y la perpetuó gracias al musical –con más ínfulas operísticas que operístico- del mismo título compuesto con Andrew Lloyd Webber (estrenado en 1986, sigue en cartelera casi 40 años después). No es lo único que Pratchett parodia. El personaje de Christine (así se llamaba el amor del fantasma en las obras inspiradoras) corresponde en Mascarada al tópico de la rubia guapa y tonta: un personaje con menos memoria que una ameba, siempre alegre y que habla con muchas exclamaciones: una diva que, como verá el lector, no lo es tanto porque la realidad es más… A ver cómo lo digo… Gordita.

Sin embargo, como el simple ir y venir de fantoches con más o menos aires de grandeza hubiera complicado montar una parodia, Terry se agarra a Gaston y a las novelas negras y regala al lector algún fiambre que otro, de modo que la parodia es un marco para una pintoresca investigación. Tan chapucero es este mundo que los investigadores son tanto las víctimas potenciales como los señores que pasaban por allí.

Como siempre en Pratchett no hay un solo personaje normal. Todos son, de un modo u otro, caricaturas. Pero, a diferencia de otras veces, en Mascarada prescinde por completo de la magia del Mundodisco a pesar, incluso, del papel destacado que juegan dos viejas conocidas de los lectores de la saga: las brujas Yaya Ceravieja y Tata Ogg. Por supuesto, también hay un pequeño papel para uno de los más logrados personajes de Pratchett, la Muerte, aunque en esta ocasión aparece un poco desdibujada.

¿El resultado? Una novela algo más ágil que otras, entretenida y divertidísima. 

    Mascarada se titula así no solo por la célebre máscara del fantasma, sino porque la solemnidad, en el fondo, es la mayor mascarada.


jueves, 29 de mayo de 2025

Oposición - Sara Mesa

 


Un escocés, Adam Smith (1723-1790), está involuntariamente detrás de la trola que más éxito ha tenido en la historia de la economía: que el sector privado es más eficiente que el público. 

De nada sirve argumentar que el análisis de la libre competencia hecho en «La riqueza de las naciones» se basa en hipótesis incompatibles con la realidad. Ni tampoco que ninguno de los dos sectores tiene nada que ver con su situación en 1776. 

La creencia, interesadamente alimentada por quienes más impuestos tendrían que pagar de tener un sector público potente y deglutida sin rechistar por casi todo el mundo, se basa en el argumento, para sus defensores irrebatible, de que el sector privado es más eficiente porque cuando uno se juega sus propias perricas es más cuidadoso que cuando maneja la pasta ajena.

Sin embargo, cualquier economista que no esté al servicio de esos intereses o actúe por motivos ideológicos, es decir, cualquier economista puro (o sea, los rara avis) sabe que, primero, carece de todo rigor comparar a quienes persiguen objetivos distintos (por ejemplo, beneficio propio vs seguridad jurídica del cliente), y aún más si lo hacen a través de métodos distintos (derecho privado vs administrativo) que a su vez se fundan en principios diferentes (legalidad vs libertad), en contextos relacionales diferentes y ateniéndose lo público a criterios de universalidad, causa, por ejemplo, de que los grupos Quirón de este mundo jamás vayan a abrir un dispensario en cualquiera de los cientos de pequeñas localidades donde sí está presente la sanidad pública; por lo mismo, no esperen ustedes un colegio privado en ningún pueblito de la España vacía, pero ¿a que no les sorprende ver colegios públicos? La universalidad incrementa los costes medios y falsea toda comparación. Sabe que, segundo, contrariamente al axioma las empresas manejan principalmente dinero ajeno. Aparte de que hace siglos que se inventó la limitación de responsabilidad (¡esta es la verdadera forma en que uno cuida sus perricas!), todas, desde la más grande a la más pequeña, funcionan gracias al dinero de proveedores, acreedores y trabajadores que cobran a mes vencido. Por eso no hay concurso de acreedores que no devenga en metástasis. Crisis ha habido para comprobarlo y las habrá. Siguiendo con el tema, en las grandes empresas la dilución de la propiedad propicia abusos notorios (como que amplias cúpulas directivas se adjudiquen a si mismas retribuciones astronómicas) amén de falta de control que a veces deviene en saqueos organizados y tratos preferentes a accionistas clave y/o directivos, bajo la apariencia de operaciones mercantiles con terceros que son ellos mismos. Sabe que, en tercer lugar, frente a los riesgos de manejar dineros ajenos el sector público hace siglos que tomó cautelas: la radical separación entre gestión económica y funcional hace imposible para el director de un hospital público o para un Ministro pedir prestado para acometer las inversiones o gastos que le dé la gana, lo que limita drásticamente su capacidad para causar estropicios; y también es preciso atenerse a un presupuesto que no solo opera como un limitador de desaguisados, sino que su incumplimiento genera responsabilidades jurídicas y es un instrumento que exige supervisión anual y aprobación por un ente exterior de control; además, el sector público ha desarrollado técnicas, como el presupuesto cero o el presupuesto por programas, o la creación de órganos de control (intervención, tribunales de cuentas…) para combatir las inercias indeseadas. Pocas empresas, salvo las más grandes, adoptan cautelas así, y aun en esos casos al final siempre hay un máximo dirigente que se las puede saltar, salvo que vengan impuestas por ley. Hemos tenido infinidad de ejemplos de nefasta gestión privada en la última crisis financiera y también en los años 90: empresas con trabajadores probos llevadas a la ruina por directivos un pelín en exceso ocupados en megalomanías y en favorecer los bolsillos incorrectos que abusan de una libertad que lo público no tiene por mor del principio de legalidad. Por último, y en cuarto lugar, también sabe que el día a día de la administración está dirigido por funcionarios que superan procesos selectivos en ocasiones extremadamente duros tanto por los conocimientos exigidos como por el temple necesario; cierto que son mejorables, que se cuelan incompetentes y que el competente puede devenir inútil, pero también lo es que para montar una empresa no se exige superar filtro alguno: el más obtuso puede crear un negocio, ¡y ay de sus proveedores, acreedores y trabajadores, que se irán a pique con él! Es inevitable, porque los obtusos existen, están ahí, y también tienen sus ambiciones que persiguen sin filtros. De hecho, la empresa más habitual, la familiar, tiene tantos problemas porque, antes o después, su gestión cae en manos de personas que unas veces carecen de capacidad para gestionarlas y otras hasta del deseo de hacerlo.

No es solo teoría. Doy fe. Después de haber conocido múltiples organismos y un sinfín de empresas me siento en condiciones de afirmar que, como profetizó alguien con más tino que Adam Smith, pero anónimo, en todas partes cuecen habas.

Por lo que a mí respecta, aunque la administración me ha deparado trámites engorrosos y a veces absurdos y a pesar de que como contribuyente financio sus excesos, nadie me ha metido en más y mayúsculos problemas que algunas empresas que, siendo yo su cliente, iban a la suya y no, como afirma su publicidad, a la mía. También, vía precio, he financiado todas sus locuras y excesos. Entre ellos épicos latrocinios y colosales irresponsabilidades que constituyen los mayores pufos de la historia económica española y que dejan en birria los mayores desastres públicos conocidos. Y en materia de cumplimiento de las normas, mejor me callo.

Cuento todo esto porque si Oposición, de Sara Mesa, tiene el éxito que merece, si algo va a conseguir es apuntalar los abundantes prejuicios contra los funcionarios y la administración, cuando lo que cuenta puede predicarse de multitud de organizaciones.

Y es que en todo ámbito donde trabajan un número de personas suficientemente amplio convergen tres cuestiones: la complejidad de la organización, la vanidad de algunos y la pereza de algunos otros.

La complejidad hace que quien está abajo o en un lado solo controle lo suyo y vislumbre borroso cuanto hay más allá, y que quien está arriba y en el centro use más el telescopio que el microscopio. De ahí que muchos detalles no esenciales acaben escapando a todo control mientras no produzcan daños evidentes, y también que las ideas vacías tengan un amplio mercado aprovechando los nichos de ignorancia. Quienes venden humo son los trepas más incompetentes o impacientes, siempre presentes, siempre vanidosos. Por último, la pereza hace que el vago encuentre en esos nichos un refugio donde amodorrarse. 

    Todo esto provoca, ya acercándonos al libro de Sara Mesa, que cuando un recién llegado cae en un lugar donde, como es el caso de Oposición, se dan algunas de las situaciones que he apuntado, las pase canutas.

La experiencia que cuenta Sara, la protagonista, al principio me pareció exagerada, deforme, contrahecha. Y más si, como apunta la publicidad, se basa en la experiencia personal de su autora. Me parecía increíble. Caricaturesco. Aunque luego, según Sara se integra en el ambiente del megacentro de trabajo donde, en diferentes ecosistemas, convive fauna de todo tipo y pelaje, esa sensación se dulcifica y la historia gana realismo. De hecho, esta lectura me ha llevado a reflexionar sobre mi propia experiencia laboral, y lo cierto es que he sufrido algunas experiencias surrealistas y he presenciado o conocido algunas igualmente estrambóticas. Las pérdidas de tiempo y esfuerzo debidas a los vendedores de humo poco tienen que envidiar a las debidas a los vagos con caradura, y no olvidemos los desajustes que a larga causan esos nichos de ignorancia en los que nadie piensa. En todas partes existen las tres cosas.

    Sin embargo, para que no todo parezca negativo, conviene afirmar que, con todos estos defectos, los sistemas públicos y empresariales funcionan. Por eso nunca como ahora ha habido tantos servicios, públicos y privados, de tanta calidad. Sin renunciar a la crítica, valoremos lo que tenemos. 

    El centro donde transcurre toda la novela no se identifica. Ni siquiera la ciudad o administración, aunque todo apunta a que se trata de la administración autonómica, donde proliferan los interinos, como lo es la protagonista, donde abundan los órganos directivos y donde, por razones de cercanía de una política con capacidad legislativa y notable autonomía financiera, mayores riesgos de sobredimensionamiento hay.

Sara es una interina que llega a trabajar a un lugar donde solo una persona es capaz de decirle qué debe hacer, pero no tiene tiempo para explicárselo y formarla. Queda desamparada. Además, la tarea que le asignan es el humo que alguien en las alturas compró a quien se lo vendió, de tal manera que Sara, cuando se pone manos a la obra, no tiene obra que hacer. Más tarde, explorando la jungla del edificio se topa con parte de los distintos especímenes que he señalado, y lo que le llama la atención y lleva a las páginas es lo mejorcito de cada casa. Su sentido moral y su raciocinio le hacen sentirse incómoda. Quiere cobrar, sí, pero a cambio de su trabajo. Y de un trabajo que sirva para algo. Y, además, realizándolo en una institución que se respete a sí misma. Un buen ejemplo de venta de humo es la rueda de prensa con figurantes, un remedo de los infinitos actos, reuniones, charlas y conferencias que, para justificar su existencia, organizan todo tipo de instituciones públicas y privadas sin otro público que el cautivo.

    Es así como Sara llega a ser una especie de Bartleby a la inversa. Si el personaje de Melville prefería no hacer nada de lo que se le pedía, la Sada de Sara Mesa intenta hacer aunque no haya nada que hacer. Es más lógico, claro, porque hacer algo útil para alguien es lo que da sentido a un empleo. Por eso, también, hacer por hacer puede llevarte al manicomio, que es un poco lo que le sucede al personaje: que se desnorta. Este punto es el más humorístico del libro: por lo que Sara llega a hacer, por el contenido de su tropelía y por lo que en el fondo significa la solemnidad con que es atacado su ataque a lo inútil. También es un elemento clave y hábilmente jugado en el devenir de la historia. 

La Sada de Sara Mesa comienza siendo una administrada devenida administradora, alguien que entra en la administración con ojos de ciudadano y termina siendo una administradora que no tiene nada que administrar. Más o menos como quienes la rodean, que parecen haber cambiado el no hacer nada por hacer frenéticamente cosas inútiles como modo de justificarse a sí mismos. Quienes hacen algo que sirve a los ciudadanos no tienen cabida en este libro, de ahí que el ambiente oscile entre lo claustrofóbico, lo indignante y lo grotesco.

Está muy bien escrito y estructurado. Con un lenguaje claro que además denuncia sin cesar la lejanía entre el lenguaje administrativo y el coloquial. Denuncia en la que tiene toda la razón, aunque el lenguaje-muralla no es exclusivo de la administración: a ver quién es el guapo que descifra lo que le cubre o no el seguro, lo que significa la factura de la luz o hasta dónde alcanza la garantía del coche. Si el lenguaje administrativo sirve para proteger al funcionario, el privado se usa además para confundir y exprimir al cliente. En noviembre asistí a una conferencia de dos filólogos contratados por una administración para hacer accesible el lenguaje admministrativo (¡alguien se mueve en ese sentido!) y el análisis que hicieron (divertido, pero sin piedad) de uno de los documentos a mejorar movía a la risa floja y causaba sudores fríos. Bajo la excusa cierta de que alejarse de los términos estrictamente legales hace que los tribunales se pongan tontos y acaben dando la razón a recurrentes que debaten sobre todo menos sobre lo que han hecho, los lenguajes administrativo, judicial y mercantil son fortificaciones tras las que, quienes los usan, se sienten seguros. La consecuencia es que la mayoría de los mortales, antes o después, acabamos enfrentándonos a documentos casi ininteligibles, aunque, de entenderlos sin dudas, no los cuestionaríamos. 

Tras haber leído hace ya cuatro años Silencio administrativo, diría que Sara Mesa, que en algún momento fue funcionaria no he podido averiguar dónde, tiene algo contra la administración. Es probable. Pero su crítica tiene fundamento. Por lo que respecta a esta obra, que existen ineficacias y órganos sobrantes, por no llamarlos inútiles, no es nada nuevo. Una batalla ya documentada desde los orígenes de la historia y, me temo, eterna por lo que antes he dicho sobre lo que sucede allá donde confluyen cierto número de personas.

Un muy buen libro para reflexionar sobre las enfermedades de las organizaciones y sobre cómo influye en ellas la debilidad de las personas. Porque de eso se trata.

El arrojo final de la protagonista se intuye que tiene recompensa (a fin de cuentas, nos está narrando su peripecia de modo retrospectivo), pero «arrojo» viene de «arrojar» y es comprensible que quien más y quien menos tenga mucho cuidado con dónde se arroja a sí mismo. ¿Resultado? Lo que denuncia Oposición seguirá teniendo sentido per saecula saeculorum, quod erat demostrandum.


martes, 27 de mayo de 2025

Sobre la losa – Fred Vargas

 


Serie Adamsberg, 11


En el hasta ahora último libro de la serie Adamsberg Fred Vargas ha metido la patita. ¿El motivo? Ha ido demasiado lejos en el intento de mezclar complejidades, misterios reales y fantasmagóricos. El resultado ha sido un empastre sin verosimilitud al que se ven los costurones como si en lugar de hilos hubiera usado tubos de neón.

Que nadie se haga ilusiones con la losa que, como sugiere la portada, es la de un dolmen. Su papel en la novela se limita a servir de colchón al comisario Adamsberg. Sobre él deja vagar la imaginación hasta que, en el reducido espacio de su mente, topa antes o después con el detallito que en ella había entrado sin llamar la atención.

La cosa comienza cuando en un pueblecito bretón aparece algún que otro señor apiolado, sin que se sepan los motivos. La cosa coincide con la «aparición auditiva» de no sé qué fantasma cojitranco que vaga por las calles. Pero si el asunto tiene enjundia es, agárrense ustedes, porque en el pueblecito vive un descendiente de Chateaubriand clavadito al célebre ancestro. ¿Y qué pasa por eso? Pues que, además de que el señor opera como una suerte de atractivo turístico, sería un desastre nacional que la gloria de Chateaubriand se viera salpicada por las andanzas del descendiente. En serio. No estoy pitorreándome: el honor de Francia está en juego si un señor al que hacen ganarse la vida como hombre anuncio en el culo del mundo durante veinticuatro horas al día -con el estado de ánimo consiguiente- resulta ser un delincuente. Ocurre que todo apunta a que el malo es este buen señor, el descendiente, pero como todos los investigadores son muy pitos advierten por aclamación que si todo señala tan claramente al Chateaubriand redivivo es porque alguien ha dispuesto las pistas apuntando a él. Luego el pobrecillo, aunque anda vivito y coleando, no es más que otra víctima. No he descubierto nada, claro: esto se cuenta en las primeras páginas.

Ya tenemos dos fantasmas. El cojo y el remedo de Chateaubriand.

Adamsberg y alguno de los suyos se instalan en el pueblecito y, como acostumbra, más o menos acampan en un restaurante del terruño donde en lugar de envenenar turistas as usual dan unas comilonas de aúpa. Selectas y por cuatro perras. El mesonero es un tipo de lo más colaborador e interviene en las discusiones sobre la investigación como uno más, intromisión marca de la casa Vargas.

El asesino de Sobre la losa no es un asesino normal, de los que asesinan sin más, vulgarmente, sin arte, como simples matarifes. El asesino de Sobre la losa, como tantas veces ocurre en la literatura y tan pocas en la realidad, comete asesinatos de autor. Es decir, con un ceremonial que algo debe de querer decir, ¿verdad? ¿Pero a quién? Tampoco hace falta ser muy espabilado para saber quiénes son los lectores de cadáveres, así que se diría que en la literatura los malos escriben cartas a los buenos en el pellejo de las víctimas, y que la escenografía opera al modo de disimulado pictograma para que el entretenimiento dure más que dejando la tarjeta de visita. En resumen, estos malos son gente tan idiota que desea ser pillada, aunque también tienen un algo juguetón.

Pero el caso es que, como verá quien lea esta historia, igual que se falsean correos electrónicos para que le entreguemos los cuartos a quienes dicen ser nuestro banco o la Dirección General de Tráfico, en esta novela, y esto al menos es relativamente original, hay quien falsea una de esas «cartas», con lo cual todo se lía aún más: junto a los fantasmitas aparecen otros malos que nada tienen que ver con ellos, y como Adamsberg es muy listo y les ve el plumero enseguida lo que ocurre, en perjuicio de la novela, es que en lugar de una investigación hay dos, porque en lugar de un caso hay dos; y joroba el texto porque ambas investigaciones no avanzan al alimón, de modo que lo que atrae al lector durante un montón de páginas de pronto queda en el limbo y ahí permanece durante otro buen manojo de papel.

Unamos a eso varias escenas (con Retancourt y Adamsberg de protagonistas) súbita e innecesariamente movidas, tan rápidas que no aportan tensión, tan violentas y aisladas que desconciertan y, al menos de la Violette, tan ajena a la trama que el resultado es un revoltijo que más parece una exhibición de situaciones inconexas que un relato sólido.

La forma, eso sí, no cambia. El lenguaje sigue siendo tan correcto y claro como siempre y la exposición del revoltijo es, paradójicamente, ordenada. Por supuesto, cada personaje sigue preso de las manías con las que el lector ya está encariñado (cómo no, si esta es la undécima novela de la saga), pero todo resulta repetitivo y pobre de espíritu, hasta el punto de tener que apartar del texto a secundarios reconocidos porque nada hay que hacer con ellos. Para colmo de males, estamos ante una de esas novelas en que la perspicacia del investigador se ve recompensada no con pruebas, sino con una confesión en plan «¡Vaya, me ha pillado usted!». Y es que los incriminados en las novelas nunca saben que, puestos a irse de rositas, calladitos están más guapos.

En resumen, que Fred Vargas ha tenido días mejores. 

Quizá, no sé, a sus ya 78 años le esté costando encontrar historias para una saga que supongo que mantiene más por razones monetarias que literarias, porque lo que no haya contado en cinco o seis libros difícilmente lo va contar en doce o trece. La primera novela de la saga se publicó en 1991, cuando Fred Vargas tenía 34 años. La segunda tardó 8. Después publico seis en poco más de una década. Las dos siguientes tardaron más, unos tres años de una a otra, y esta, la última, apareció seis después de la penúltima.

No sé qué haría yo si hubiera firmado una saga de tanto éxito. Pero, si no necesitara los dinerillos, probablemente decidiría dar o programar, al modo de Camilleri, un final digno a mi personaje. Y, sobre todo, no arrastrarlo. Ojalá que Adamsberg esté Sobre la losa no lo haya acercado a estar bajo ella. Pero no sé, no sé… 


lunes, 26 de mayo de 2025

Feliz cumpleaños, Ajonio






      Aunque para mí había nacido unos años antes, para los lectores Ajonio Trepileto nació el 26 de mayo de 2011. 

Juan de Lanuza, Justicia de Aragón,
que no hizo ni caso a Ajonio Trepileto
      Cuando hoy hace catorce años llegué a casa, me esperaba un paquete con los ejemplares de La terrible historia de los vibradores asesinos que, según contrato, me correspondían. Sin embargo, si no recuerdo mal no lo abrí hasta más tarde porque estaba solo y, tras mil años como lector, no quería vivir en soledad la alegría de ver impresa mi primera novela. El resultado fue, sin embargo, que el primer ejemplar que tuve en las manos llegó a ellas, sin pensar, esa misma tarde, en la Feria del Libro de Huesca, donde, dijeron las noticias pocos días después, fue uno de los libros más vendidos; el que más, afirmó algún medio. Y a la mañana siguiente, sin tiempo de reponerme de la emoción del primerizo, estaba firmando ejemplares en la Feria de Zaragoza, casi a la sombra de la estatua de Juan de Lanuza, Justicia de Aragón, quien, indiferente al parto que a su izquierda acontecía, tendía su mano y su mirada en otra dirección no sé si porque un delincuente tan calamitoso como Ajonio no merecía ninguna atención o como un presagio de lo difícil que iba a ser dar a conocer mi novela desde mi anonimato y desde una editorial, Mira Editores, recientemente fenecida, que a lo largo de décadas de trabajo y vocación acumulaba mucho más mérito que influencia sobre quienes deciden qué se lee.

      No ha sido un recorrido sencillo, pero me siento modestamente orgulloso de él, si es que ambos términos con compatibles. Hasta mis novelas nadie ha llegado porque yo sea un guapazo de quitar el hipo y volverlo a poner tres veces, o un famosete nacional o doméstico, o un tertuliano o articulista que pontifica de todo sin saber de nada, ni por otra publicidad que mis propias palabras, ni porque mi editorial fuera lo bastante grande como para garantizar la presencia de sus libros en todas partes. Han sido unos lectores los que han traído a otros y el resultado, tras este tiempo tan breve pero ya infinito para el mercado editorial, es que Ajonio ha hecho reír a varios millares de personas -un lujo, habida cuenta de las cifras de ventas de la mayoría de los libros-, que otra de sus aventuras vio la luz a finales de 2014 y que aún hoy lo siguen conociendo nuevos lectores.

      Hace seis catorce años no imaginaba que hoy estaría diciendo esto. Tampoco imagino ahora qué diré dentro de un año, dos o seis, ni tan solo si estaré aquí para decir nada. Así que quiero aprovechar para, una vez más, dar las GRACIAS a todos los que han dedicado unos momentos de su vida a impulsar la de Ajonio

          Gracias a todos ellos. Y feliz cumpleaños, querido delincuente piltrafilla.
   




viernes, 23 de mayo de 2025

Monumental injusticia literaria





          Publicas una novela titulada La sota de bastos jugando al béisbol y no eres más que un chiflado. En cambio, si tienes un montón de pasta y poder y adornas tu palacio con algo parecido a la sota de bastos bestiaja descalabrando a un caballero, eres un tipo distinguido y un amante de las artes.

          ¡Así de injusto es el mundo!

          En fin... 

    Pero oye, si eres de quienes no tienen palacios ni  adornan su casa con esculturas de veinte toneladas, al menos puedes reírte por cuatro perras como si te hubieran tocado cinco castillos medievales una tómbola. ¿Cómo? Leyendo cualquier de estas tres novelas algo gamberras, a cuya versión en ebook en Amazon llegarás desde el enlace:

(Primera novela de Ajonio Trepileto)

(Segunda novela de Ajonio Trepileto)





jueves, 22 de mayo de 2025

El juez Surra y otros casos sicilianos – Andrea Camilleri

 



Ser devoto de Camilleri tiene dos problemillas. Uno, que además es una suerte: el más famoso escritor siciliano de las últimas décadas ha sido también uno de los más prolíficos. Dos, que quienes en el mundo editorial tienen el «monopolio de Camilleri» siguen la conocida técnica monopolística del racionamiento, para maximizar los ingresos. O, dicho de otro modo, en lugar de venderte un volumen con doce relatos por 25 euros, te venden cuatro de tres relatos a 20 euros la unidad. Una pena, porque demuestra que el sector está más empeñado en escurrir el bolsillo de esos lectores devotos que nos comportamos como cautivos (al menos con el autor que nos gusta, otra cosa si alguno toma represalias contra otros libros de la editorial) que en encontrar nuevos lectores para el autor (el cual, pobre, recibe así el mismo tratamiento que la gallinica de los huevos de oro). Sobre esto último, el más vale pájaro en mano no es tanto un principio monopolístico «técnico» como uno de prudencia empresarial para empresarios cobardicas. Pero, en fin, qué le vamos a hacer.

El juez Surra y otros casos sicilianos debería titularse El juez Surra y otros dos casos sicilianos. Sería más preciso e informaría de la escasez que ha sido disimulada estirando las páginas con un prólogo de Giancarlo De Cataldo, juez penal en Roma y escritor, quien nos cuenta que Camilleri era un tipo muy majo y tan competente que cuando, para no se qué proyecto, De Cataldo le pidió el relato que abre esta «radiante recopilación» (en serio, es la expresión usada) don Andrea no solo le dijo que sí sino que además, sin haber escrito aún la historia, le comunicó el número exacto de páginas que tendría.

El relatico en cuestión, titulado «Demasiadas confusiones», hace la recopilación más radiactiva que radiante, porque no es precisamente lo mejor que escribió Camilleri. Ciertamente es original y revela por enésima vez su increíble talento para encontrar una historia detrás de cada detalle y hacerla interesante, aunque en esta ocasión el papel de la casualidad –que tanto influye en la realidad- es demasiado forzado como para que no se note en exceso. Me refiero, en concreto, en la «broma» de atender una llamada. Demasiado forzada y antinatural (y el resto de coincidencias), y sin ella se cae la historia.

El juez Surra es el título del relato que lo da a la «radiante recopilación». No es tampoco excesivamente original, pues Camilleri escribió otros parecidos. Montelusa (que es a Agrigento lo que Vigàta a Porto Empedocle), 1862. Italia unificada. Llega un nuevo juez que cuanto sabe de la mafia es cero pelotero. Pero es un tipo íntegro y, como todos los tipos íntegros de Camilleri que asumen el protagonismo de sus historias, es también valiente y lo bastante ingenioso para salirse con la suya como «contra su propia voluntad». Además, es un tipo que cae bien, porque es sencillo y tiene tentaciones inocentes, como los dulces, y más cuando descubre los cannoli. En definitiva, un hombre de bien de inmediato amenazado por la mafia que se las apaña para salir airoso y provocar jamacucos de honor con el consiguiente ridículo insoportable para todo buen mafioso. Un relato más cómico que trágico, contado con el sentido del humor típico de Camilleri.

Y en la misma línea el último relato, «El medallón», en el que un anciano labrador solitario, que vive aislado en el monte, es «descubierto» por un oficial de los carabineros con ocasión de un inesperado tiroteo, momento a partir del cual se desarrolla una historia intimista, relacionada con amoríos y sentimientos, también en la línea de otros relatos de Camilleri donde la ternura y la piedad juegan un papel destacado en el auxilio al pobre desgraciado que nada tiene excepto sus sentimientos hechos trizas o sus ilusiones en riesgo.

Tres relatos más salpimentados que radiantes que satisfarán, sobre todo los dos últimos, a los lectores como servidor de ustedes, sin perjuicio de lo dicho al principio.


lunes, 19 de mayo de 2025

La cuesta de los saponari – Cristina Cassar Scalia

 


Tercera novela protagonizada por la subcomisaria de la policía italiana Vanina Garrasi, palermitana afincada en Catania, a donde llegó tras salir pitando desde su destino antimafia en Palermo debido a una monumental empanada afectivo-laboral. 

    La autora dedica las primeras páginas a hacer un rápido repaso de esos detalles y de quién es quién en el entorno de la protagonista. Lo hace, sin duda, pensando en los lectores que llegan a La cuesta de los saponari (literalmente, «La cuesta de los jaboneros») sin pasar por las novelas previas. Pero para quienes, como es mi caso, hayan leído esas dos novelas hace pocos meses, este inicio se hará un poco lento y desustanciado, aunque en cuanto la historia coge velocidad se hace tan entretenida como las anteriores y, al igual que ellas, tiene giros brillantes y originales, pero no forzados, que mantienen el suspense hasta el final. La constancia del ritmo también es la misma, y permite leer sin esfuerzo con rapidez y atención.

    Que la protagonista sea la jefa de la unidad de homicidios implica, en buena lógica, la presencia de algún fiambre. Quien aporta su cuerpo serrano para la ocasión es un cubano ya mayor, rico, afincado en Suiza, que a saber qué hacía en Sicilia cuando alguien se lo cargó en el aparcamiento del aeropuerto de Fontanarrosa, el quinto más concurrido de Italia (a pesar de que Catania tiene menos de 340 000 habitantes y la provincia solo un millón).

    Con el Etna siempre vigilante se produce lo habitual en estos casos: es preciso husmear en la vida de la víctima para saber quién ha podido tratarlo con tan poca amabilidad. Y como el muerto no solo había tenido ya bastantes años para hacer amigos y enemigos sino que, también, poseía una biografía casi geográfica (nacido en Cuba, se había pirado a Estados Unidos y había acabado en Suiza antes de ser apiolado en Italia y entre medio no paraba de ir de acá para allá), el asunto se complica. Lógicamente, no hay testigos ni pruebas que permitan señalar inequívocamente a un culpable, porque si los malos de las novelas fueran tan torpes como los reales, casi todas acabarían en la página cincuenta. Ah, al caballero tampoco se le habían dado mal los amores. O cosas parecidas.

    Con este planteamiento la acción avanza gracias a las distintas habilidades de los miembros de la unidad, a sus contactos, y a Biagio Patane, el viejo comisario octogenario que Vanina tiene adoptado. El trabajo avanza mezclado con la evolución de la empanada afectivo-laboral de Vanina, que es el cemento que une todas las novelas de la saga. En el tira y afloja con su amor correspondido pero imposible, el fiscal antimafia palermitano Paolo Malfitano, sucede lo que sabrá quien lea la novela, en cuyas páginas Vanina sigue algo anafrodita (lo cual no es de extrañar, con lo poco que duerme), aunque no lo bastante como para que… Bueno, si hay revolcón y con quién, dejo que lo descubra cada lector.

    Probablemente, Cristina Cassar Scalia, llegada esta tercera novela, haya pensado que las tribulaciones emocionales de Vanina solo pueden servir de nexo entre todas las novelas de la saga sometiendo a la pobre a un calvario afectivo que antes o después puede acabar en un más difícil todavía demasiado extravagante, de modo que para tomar su relevo en todo o en parte La cuesta de los saponari apunta ya  de modo decidido (al modo de las novelas protagonizadas por Sebastian Bergman, pero no con la maestría y osadía de Hjorth y Rosenfeldt) a crear intriga y cemento a costa de la vida privada y andanzas de personajes secundarios: las desventuras del divorciado y eficaz inspector Lo Faro, las andanzas del forense homosexual y su pareja, la abogada locatis amiga de Vanina y, claro está, las relaciones entre el jefe, Macchia, y la despampanante subordinada de Vanina, la inspectora Bonazzoli, a la que solo separa de la perfección que su tipazo lo mantiene con una dieta desesperantemente escasa y estrictamente herbívora. Frente a ella, para crear contrastes, Vanina, cuya fuerza de voluntad no existe ante un plato, es capaz de comerse un buey guisado espolvoreado con ragusano.

    El final lo es en un triple sentido: el del caso concreto, que acaba cerrado; el de la empanada afectivo-laboral, que obviamente no puede quedar resuelta y que Cristina Cassar Scalia deja, a modo de anzuelo, en un punto de lo más interesante; y, para terminar, con una última escena que…

    Que hace que el lector quiera leer la cuarta historia de inmediato para saber qué diablos va a pasar. No es que sea un mérito muy literario, pero mercantilmente lo es.

    Termino con un detalle anecdótico en el que no había caído hasta ahora. Vanina Garrasi es el nombre de la protagonista en la traducción al español. En las novelas originales, en italiano, Vanina es Vanina Guarrasi. Dónde se fue la «u», no lo sé. Por qué fue despedida, lo intuyo. 


jueves, 15 de mayo de 2025

Luna llena – Aki Shimazaki

 


He leído esta breve novela de cortos capítulos y letra grande a lo largo de varios solitarios cafés. Se presta mucho a esa agradecida costumbre tanto por estas características como por el tono amable y sencillo, que hace que, cuente lo que cuente la autora, el lector se relaje y lea sin prisa una novela que no hace falta leer deprisa para acabar pronto.

Luna llena, de la escritora canadiense de origen japonés Aki Shimazaki, forma parte de una especie de trilogía en la que cada novela está protagonizada por una parte de una misma familia. Curiosamente, Luna llena, la segunda novela de la saga, fue publicada en España antes que la primera: Suzuran. La tercera entrega, Una joven en Tokio, es muy reciente: de abril de 2025.

El matrimonio Niré, ya jubilado, se ha ido a vivir a una confortable residencia geriátrica donde disfruta de una buena habitación. La razón fundamental para haber dejado el hogar es que los hijos ya son mayores y están independizados, y que la esposa, Fujiko, tiene Alzheimer. Ella y su marido, Tetsuo, se conocieron y casaron gracias a un miai, que es tanto como decir que el suyo fue un matrimonio convenido, no por amor. Pero es que, claro, eran otros tiempos. Sin embargo, hasta la fecha el matrimonio ha funcionado bien, al menos en apariencia.

La enfermedad provoca olvidos, algunos crueles, pero también desata la boca, por la que empiezan a salir cosas que no es sencillo saber si responden a la verdad o a la confusa fantasía de una mente deteriorada. Lo cierto, en cualquier caso, es que a raíz de los disparates, o no, de Fujiko, Tetsuo se ve obligado a recapacitar sobre su vida y, en especial, sobre su matrimonio. Es así como descubre cosas que no sabemos si hubiera preferido ignorar, pero es así, también, como se topa con una oportunidad.

De si la aprovecha o no da cuenta el final, que sabrá quien lea la novela, y que a mí, la verdad, no me ha parecido tan bonito como podía haber sido. ¿Por qué? Porque se ve venir de lejos, lo que resta toda emoción al texto. Por suerte, lo que se pierde en emoción se gana en placidez, que tampoco está mal.


lunes, 12 de mayo de 2025

Las despedidas – Jacobo Bergareche

 


Bonita y breve novela a la que, por los temas que toca, se le podría haber sacado más jugo. Bergareche ha optado por mostrar una superficie atractiva, bastante peliculera, bajo que la que no se ve el fondo que la sustenta porque trabajarlo hubiera supuesto meterse en un complicado berenjenal. Cada lector queda pues en libertad de pensar que la postura vital de los personajes se debe a lo que más le guste. Y además tiene varias posturas vitales para analizar, pues si un personaje se despide de algo para él muy importante e incluso de un relevante descubrimiento recién hecho, hay quien se despide de la vida. Y también un hijo que contempla impasible ese acercamiento a la muerte, o algo así parece. Adjudique cada lector a cada personaje los motivos que desee, y acertará.

Diego y Claudia son un matrimonio adinerado, maduro, con hijas ya algo más que adolescentes, instalado en una rutina que hace de cada uno para el otro un más o menos cordial incordio. El inicio del libro los sitúa en Menorca. Allí tienen su casa de veraneo, donde van a celebrar una pachanga que tiene algo de los nervios a Claudia. Pero la historia comienza cuando en una terraza junto a un amarradero Diego reconoce a una extranjera, ya envejecida, con la que hace quince o dieciséis años vivió un romance apasionadísimo e intenso, pero también peculiar: tuvo lugar durante un festival en Estados Unidos, donde él había acudido para tratar del olvidar el suicidio de un pariente cercano; ella le ayudó a enfocar la realidad y, por tanto, a vivir mejor consigo mismo y con la esposa a la que estaba siendo infiel. Aquella mujer era entonces, y lo sigue siendo, una desconocida, pues la condición que puso para vivir aquellos inolvidables días fue bien extraña: no decirse entre sí nada que pudiera identificarlos; ni los nombres de pila.

Es decir, década y media atrás Diego había sido infiel a Claudia durante varios días no sabía con quién, y gracias a aquel «folla bien y no mires con quién» había reencauzado su vida.

Y ahora, siendo él un madurito entrado en carnes y ella una escuálida señora de chichas fofas… 

Algo se remueve en su interior. ¡Jo, qué maravillosos días fueron aquellos!

Pero, así como él la ha reconocido, ella a él no.

Tampoco es tan extraño. Al pisar un puerto en Menorca nadie piensa en toparse con alguien cuyo nombre y vida ignora y a quien solo vio unos días en otro continente.

¿Qué hacer?, piensa Diego. Presentarse o no. ¿Y hacerlo como el desconocido que sigue siendo para esa mujer o como qué? ¿Y quién será el chaval que la acompaña en el barco varado en la cala?

La novela es la historia de cómo y por qué Diego toma la decisión de darse a conocer o no, lo cual pasa por todos sus recuerdos, que son los que cimentan la historia. Es, por tanto, una visión parcial que no tiene por qué coincidir con la de la otra parte. Pero es que, además, ¿reencontrarse con quién o reencontrarse con qué? ¿Qué busca Diego? ¿Volver atrás en el tiempo para abrazar lo que dejó escapar? ¿Volver a ser joven? ¿Se despide de alguien o de su juventud?

El título, Las despedidas, tiene que ver con aquella lejana despedida que tuvo lugar quince años atrás, pero también con las nuevas despedidas que el reencuentro impone: despedirse definitivamente de lo que pudo ser y no fue; esto es, renunciar al sueño de la memoria; despedirse, en consecuencia, de aquel que uno fue; despedirse de quien se llega a conocer simplemente para saber que no se le conoce; y despedirse, también, de una vida en cuyo rumbo influimos sin llegar a darnos cuenta. En definitiva, despedirnos del pasado, que es de lo único de lo que podemos despedirnos.

No es un tema muy original, pero siempre resulta atractivo y melancólico, porque a partir de cierto momento en la vida no hacemos otra cosa que despedirnos. La vida es el arte de elegir qué despedidas aplazar.


jueves, 8 de mayo de 2025

Las mentiras de la noche – Gesualdo Bufalino

 


¡Qué novelón estas ciento y pico páginas del siciliano Gesualdo Bufalino! Un autor, por cierto, que no publicó nada hasta los 60 años.

Con una prosa preciosista, lírica, alejada de la simpleza del realismo, pero con la intención lograda de causar intensas sensaciones, Bufalino cuenta la última noche, en un presidio sobre un islote inaccesible, de cuatro condenados a muerte. Carbonarios acusados de conspirar contra la dinastía borbónica.

Aunque condenados a muerte... no con total certeza, porque para pasar esa noche el gobernador les entrega una urna de madera, papeles y material de escritura y les plantea un dilema: todos, antes del amanecer, deben meter en la urna un papel. Si solo uno de ellos descubre en él la identidad del Padreterno, que es como se hace llamar el misterioso líder carbonario, todos quedarán vivos. Pero si ni uno confiesa, la condena se confirmará y todos morirán decapitados. Guillotinados. Es decir, el gobernador da a los cuatro la ocasión de traicionar sus ideales sin ser descubiertos por los demás. Y además el traidor no solo se habrá salvado a sí mismo, sino también a sus colaboradores, con lo que podrá calmar su conciencia.

Los reos, un viejo aristócrata, un soldado, un estudiante y un poeta son recluidos en una sala junto a la urna y a un famoso bandolero que, tras haber sido torturado, también espera la muerte al alba.

Sin otro remedio que afrontar esa larga noche junto a la tentación de traicionar sus `principios en la urna y en medio de las desabridas opiniones del ya viejo bandido, los cuatro deciden que el mejor modo de pasar sus últimas horas en el mundo no es temiendo la muerte, sino recordando la vida, y así es como cada uno cuenta una historia sobre sí mismo. Algo que les ha marcado.

Con cada una de esas historias, una especie de relatos dentro del relato, los principios y razones de cada cual quedan más y más zarandeados, hasta el punto de preguntarse el lector cómo es que gente impulsiva y sometida a esos vaivenes emocionales han llegado a ser, sin embargo, tan fieles a la causa carbonaria, al derrocamiento de un rey que ni siquiera tiene hijos que alarguen la monarquía, aunque sí un hermano que, como último remedio, heredará el trono.

El lector vacila a la hora de prever por dónde saldrá cada personaje al final de la noche, de esa noche de mentiras que anuncia el título. ¿Habrá un traidor? Parece que sí. Cualquiera podría serlo sin ser por ello desleal con su propia vida, pues quien más y quien menos ha sido egoísta. Podría darse el caso, incluso, de que todos acabaran siendo traidores, con lo que conservarían la vida, pero difícilmente podrían mirarse a la cara entre ellos. Podría pasar que… Podrían suceder mil cosas, porque cada uno tiene en su mano su propia salvación y todos tienen, también, el deseo de ser fieles a sus ideas, deseo más fácil de mantener si se confía en que al menos otro no traicione esos ideales comunes.

Es así como la novela avanza hacia un final movidísimo, repentino, inesperado y genial, que se desarrollad en dos pasos. Uno primero en el que se resuelve la suerte de los reos y, en un momento inmediatamente posterior, un nuevo final, una nueva interpretación de los hechos que deja pasmado y admirado al lector y sin saber qué carta tomar: o los prisioneros fueron unos genios, o alguien fue víctima de su propia idiotez.

El lector, como todos y cada uno de los personajes de esta historia, queda en manos de su propia opinión.

Las mentiras de la noche han causado estragos. El principal, hacer invisible una verdad que inequívocamente está ahí pero que es imposible identificar con certeza. Aunque, eso sí, hay una opción con mucha más fuerza que otra. Con ella, pero con la duda, se queda el lector.

Una genialidad.


lunes, 5 de mayo de 2025

Los muertos no se tocan, nene – Rafael Azcona

 




Lo más solemne que podemos hacer es morirnos. 

Otra cosa, claro, es que en tan delicado trance la solemnidad empieza en uno mismo y termina en el primer deudo o señor que pasa por allí con la mente en otra cosa.

Decía en este blog, en 2012, que lo contrario al humor no es la seriedad, sino la solemnidad. Y como la solemnidad no es otra cosa que el artificial adorno de la realidad para dar importancia a algo o alguien, cuando en la escenificación irrumpe lo cotidiano se rompe la solemnidad, y por la grieta se cuela el humor. Por eso movía a la sonrisa el gavioto que en el último cónclave se instaló durante interminables minutos junto a la chimenea de la sala aneja a la Capilla Sixtina, enfocada por una cámara fija que retransmitía a todo el mundo, a millones de televidentes cuya espiritualidad se vio sustituida por el temor a que los intestinos del avechucho interfirieran en el humeante habemus papam; por eso sonreímos hace ya más tiempo, en 2007, cuando el Presidente del Banco Mundial, Paul Wolfowitz, visitó una mezquita en Turquía y, al descalzarse, mostró al mundo los tomates de sus calcetines, por los que asomaron dos relucientes dedos gordos; o por eso no fueron pocas las autoridades incapaces de reprimir una sonrisilla cuando, en el momento más solemne del desfile del 12 de octubre de 2019, el paracaidista que traía desde los cielos la bandera nacional (¡qué evocador la patria descienda de los cielos!) se dio un trastazo contra una farola y con él quedó, colgando cual longaniza, el símbolo de la soberanía nacional.

Con esta idea, la de ruptura del protocolo (porque el protocolo es el ritual para invocar la solemnidad), juega constantemente Rafael Azcona en esta divertidísima novela que publicó en 1956, cuando tenía solo treinta años.

La censura no permitió que fuera llevada al cine, probablemente porque las alusiones sexuales son sorprendentemente claras y abiertas para la época. Tuvo que esperar hasta 2011.

Logroño. Años cincuenta del siglo XX. Don Fabián, casi centenario, está a punto de morir en su casa, en su cama, y lo hace no sin antes pronunciar unas últimas palabras llamadas a pasar a la posteridad, aunque lo que entiende su hijo lo sabrá quien lea la novela. El caso es que el hombre casca y, habiendo sido nada menos que funcionario municipal (amén de gran aficionado a los toros) hay que dar a las pompas fúnebres el brillo necesario, sobre todo porque es probable que el alcalde en persona pase por el domicilio a dar el pésame, con lo que lo importante, al final, no es el muerto. Es que los vivos queden bien con el regidor. Es decir, el muerto pasa a ser instrumento de las aspiraciones de los vivos. ¡Pobre don Fabián! ¡Toma solemnidad!

En torno al difunto está su hijo, un septuagenario viudo, tratante de piensos, algo aturdido por el deceso; su hija y el marido (un suboficial militarote, un besugo con ínfulas) que intentan llevar la dirección de las honras; y el biznieto Fabiancito, adolescente que además de incipiente pésimo poeta está descubriendo el sexo en verso y prosa. En torno a la desconsolada, ejem, familia, está la criada, un mendigo, un señor de Bilbao y quién sabe si la segunda nieta del finado, en su día expulsada de la familia por cometer la ignominia de liarse nada menos que con un afilador gallego, que, por si acaso alguien lo ignora, era lo más bajo que cabía imaginar en la sociedad de la época.

Y así, tras un comienzo titubeante que hace que al menos el primer tercio de la novela parezca ir sin rumbo, la acción va cogiendo velocidad hacia su destino final, que no es otro que enterrar a don Fabian. Lo que sucedió en el ínterin lo sabrá quien lea una novela con la que, lo reconozco, he tenido que dejar de leer al menos dos o tres veces por culpa de la risa.

Termino: los años cincuenta, con sus tremendas carestías, también juegan un papel humorístico impagable. Intentar mantener las apariencias cuando apenas hay nada que aparentar da un juego notable. La improvisación, la chapuza y las ideas extravagantes campan a sus anchas y retratan a una sociedad que quiere y no puede incluso cuando llega la muerte. Una sociedad, también, donde el mejor parado es el caradura y donde todo hijo de vecino rinde pleitesía a quienes tienen dinero suficiente para no pasar penurias. 

Humor a raudales, especialmente negro. ¡Y qué bueno es el buen humor negro! Al trivializarla, nos hace perder el miedo a la muerte y mirarla a los ojos. Nos hace casi hasta darle una palmadita en la espalda.