En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

lunes, 8 de diciembre de 2025

Apostillas a «El nombre de la rosa» - Umberto Eco

 


No está de más leer las poco más de treinta páginas de este opúsculo después de leer, o releer, como ha sido mi caso, «El nombre de la rosa».

Umberto Eco no desvela aquí ningún «secreto» de los que se ha dicho que la novela está plagada, aunque sí el arduo trabajo realizado para diseñar el «laberinto» y alguna otra cosilla. Con estas apostillas no pretende aclarar nada sobre la novela pues, como él mismo dijo en múltiples ocasiones, mal libro es aquel cuya interpretación precisa de la intervención a posteriori del autor.

Por eso este librillo es un refrito de aspectos interesantes sobre todo para quienes, además de tener la pasión de leer, tienen el vicio de escribir.

Digo esto porque Eco aborda desde su motivación para escribir la novela y alguna anécdota en relación al diseño, hasta su concepción de la literatura, pasando por el análisis de algunos géneros literarios, como la novela histórica y la negra y de otros múltiples temas, como, por ejemplo, el desmentido de que los personajes tengan vida propia. También se permite reflexiones artísticas o sobre el concepto y papel del postmodernismo. O sobre el humor y la ironía. Y todo salpicado por imágenes de relieves y pinturas medievales que inspiraron algunos fragmentos de la novela.

«Apostillas» dice el título. Y apostillas son. Siempre con una pátina de humor, con extraordinaria brillantez y con la abrumadora erudición del autor.


jueves, 4 de diciembre de 2025

Turbación - Cristina Peri Rossi

 


«Turbación, turbación y más turbación», como decía un personaje de no recuerdo qué obra. Lo digo porque son tres las historias de este breve volumen, porque todas implican para alguno de sus personajes un punto de turbación y porque no sería de extrañar que él indujera más turbación a alguno de los personajes, quién sabe si como vía de escape o como punto de llegada.

El primero de los relatos da título al libro. Es el más largo con diferencia, hasta el punto de que me sorprendió encontrar el segundo. Una mujer de alrededor de cincuenta años, chapada a la antigua y esposa en un matrimonio chapado a la muy antigua acude a la consulta de un psicólogo. Lo que el lector lee son las sesiones, los diálogos.

El psicólogo cumple su papel. Las anotaciones que realiza al hilo de frases o palabras de la mujer son brillantes e iluminan las entendederas del lector haciéndole profundizar en la mente de la paciente de un modo que ni las luces ni la prisa del lector medio suelen permitirlo. La mujer, susceptible a la enésima potencia, cuenta que, liberándose de las ataduras maritales, ha tenido la intrepidez de hacer una amiga, que ha resultado ser una escritora famosa. ¡Y menuda es, la dama! Más lista y más pita… Pero como regocijarse en la amistad probablemente tiene algo indebido, la paciente, dice, se hace la encontradiza para que nadie pueda decir que… Si esa relación es solo amistad o puede ser otra cosa, lo sabrá quien lea la obra. Y quizá lo sepa mejor que el personaje. ¿Será una de esas personas que va al psicólogo para que le confirme lo que se niega a saber?

La segunda historia, mucho más breve, es la de la buena señora que establece con el psicólogo una rivalidad que no va a ningún sitio. Y tal destino alcanza por lo que a ella respecta. A ver si se va usted a creer que tiene algo que decirme sobre mí misma, que he venido aquí a demostrar que no me hace falta estar aquí. En cuanto al psicólogo, aparte de para ganarse la vida esta cliente quizá le sirva para alcanzar el cielo o, al menos, merecer un monumento a la paciencia.

Y, por fin, y hablando de monumentos, el tercer relato nos presenta la conversación de un chaval con su psicóloga después de que el muchacho haya sido interceptado por la policía mientras intentaba tener sexo con una estatua. Sí, has leído bien, hay gente capaz de follarse un trozo de bronce o un piedrolo, siempre que un artista le haya dado la forma adecuada (si también hay quien se pone cariñosón con los simples peñascos, lo ignoro). «Agalmatofilia» se llama el festejo. No seré yo quien niegue que el arte puede estimular cualquier emoción y todo instinto, ni que la «Maja desnuda» siempre ha sido más celebrada que la vestida, y si no me creéis id al Museo del Prado a comprobar cuánta gente contempla cada uno de los dos cuadros, pero de ahí a… Bueno, ahora que lo pienso, de la literatura erótica siempre se ha dicho que es para leer con una sola mano, así que hay arte que provoca orgasmos. Literalmente. Eso sí, los provocados por la literatura erótica suelen darse en la intimidad del hogar y no, como en el caso de este Romeo Agalmatófilo, en mitad de una plaza llena de gente  y de repartidores de pizzas. En cualquier caso, su conversación con la psicóloga es de lo más interesante y reveladora de que hasta los tornillos más flojos pueden llegar a sujetar algo.

Una lectura breve, brillante, divertida y, aunque a veces no lo parece, profunda.


lunes, 1 de diciembre de 2025

La hora de la fuga – Graziella Moreno

 


Me ha gustado mucho esta novela, segunda que leo de Graziella Moreno. Dos son los motivos: un argumento bien tratado y una estructura narrativa que lo potencia gracias a un correcto control de los tiempos y a una no forzada dosificación de la información. Lograr ambas cosas de modo natural no es sencillo.

«La hora de la fuga» casi coquetea con la novela coral. Si en toda novela negra los «buenos» persiguen a los «malos», en esta dentro de cada uno de esos grupos también hay una especie de persecución. Cada uno de los personajes tira de la cuerda de la historia hacia un sitio, y es así, a través de estos movimientos un tanto espasmódicos y no lineales, como lo ocurrido va tomando forma ante los ojos del lector no tanto a través del descubrimiento sino de la progresiva ganancia de  nitidez.

La novela comienza con la muerte de una joven veinteañera recién casada, Noelia, tras caer por el balcón de una vivienda en la zona acomodada de Barcelona. ¡Vaya manera de terminar su noche de bodas! Puede ser un accidente. Pero también un suicidio. E incluso algo más. No está claro porque las primeras informaciones son confusas. La pista que la autora da en la primera página hace que el lector juegue con algo de ventaja respecto a los investigadores, pero no es definitiva y cumple el papel de generar cierta ansiedad: ¿Cuándo diablos se enterará la policía de lo que él ya sabe?

La policía es Tea Valverde. Una mujer demasiado joven para estar de salida y con demasiada experiencia como para ser una recién llegada. Su vida, como muchas veces sucede en este tipo de novelas, no es la juerga padre: el trabajo en el que se refugia de la soledad y de sí misma es, también, causa de esa misma soledad.

Esa necesidad de hacer algo, esa especie de profesionalidad forzada, es lo que hace huir a Tea del espíritu comodón de otros, enseguida dispuestos a dar por bueno el suicidio para seguir rascándose la panza y evitar problemillas e incordios. En ciertos ámbitos no hay como los carpetazos para vivir bien. Pero lo cierto es que en este caso hay cosas raricas, entre las que no es la menor la desaparición de Esther Sampietro, polémica escultora esposa de la fallecida. Y es que hay que admitir que si raro es morirte la noche de bodas, también lo es que la otra media naranja se esfume.

Esther, de la que vamos sabiendo cosillas de su pasado y de su salud mental, fue pareja de Mauro Rovira, exfiscal que malvive milagrosamente en Vallvidrera. Y es que vivir de la literatura, aunque sea mal, es milagroso. Es el único punto de la novela que linda con la fantasía, ejem. Dicha esta tontada, como Mauro no debe lo de «ex» a que su nulo renombre literario le haya permitido prescindir del despertador, infame artilugio, sino a las andanzas de su familia, Tea recela doblemente de él cuando el hombre husmea para saber qué ha sido de Esther: si no es aconsejable que alguien que puede tener información sobre una sospechosa ande metiendo la napia en la investigación, aún lo es menos si el caballero en cuestión tiene sombras en su pasado. Aunque, por otra parte, alguien que ha sido fiscal se supone que sabe por dónde anda, y como no fue él el problemático sino su parentela... Dilemas que a veces resuelven la prudencia y otras el pragmatismo.

    Mauro, en cualquier caso, juega un papel crucial en la novela, porque, aparte de su papel en la investigación, da mucho juego en lo emocional por su relación pasada con Esther, por los vínculos afectivos que aún permanecen y hasta por poder ser una tentación para Tea si al final resulta ser un tipo formalito y de fiar. Y, ya que menciono este tema, aprovecho para añadir que el sexo está latente en buena parte de la novela. Y en algunas páginas, algo más.

    Y con estos mimbres, acudiendo allí donde alguien pueda saber algo de alguien, va fluyendo la información, se van trenzando las relaciones, reconstruyendo pasados, apareciendo nuevos personajes, oscuros y turbios algunos,  se van complicando las cosas, se va avanzando escalón a escalón con capítulos no muy largos que alternan protagonistas iniciales y sobrevenidos y situaciones que el resto de personajes ignoran, haciendo del lector un diosecillo que lo ve casi todo y a casi todos desde arriba, hasta que, al final…

Buen final, que al principio sorprende, aunque en la última línea la autora lo reconduce a la lógica previsible, que no es cosa de cuestionar el principio de la navaja de Ockham sin ganancias de guion. Además, me ha gustado especialmente porque se produce en un lugar casi remoto comparado con Barcelona, y en un poco concurrido local como varios que yo acababa de visitar pocos días antes de leer «La hora de la fuga». En esos últimos párrafos me he sentido en uno de ellos de tal modo que no he tenido que imaginar nada, me ha bastado con recordar.


viernes, 28 de noviembre de 2025

Las valoraciones de los lectores

 



Mirad la imagen. Es de Amazon. Del 27 de noviembre de 2025.

    A la botella de whisky de 12 años que cuesta 31 euros los clientes le dan dado una calificación de 4,6 sobre 5. La de 25 años de la misma marca, cuyo precio es de casi 227, la han valorado solo con un 4,5.

    Si aceptamos que el mismo whisky es sustancialmente mejor con 25 años que con 12, debemos concluir que lo que los clientes han valorado no ha sido la calidad del producto.

    ¿Qué han valorado entonces?

    El cumplimiento de sus expectativas.

    Todos sabemos qué podemos esperar de un producto que conocemos. Si sé cómo es el producto porque lo he probado mil veces, si quiero comprarlo, si me lo venden y si lo que recibo es exactamente lo que quería comprar, ¿qué valoración voy a dar? La mejor.

    En cambio, una botella de 227 euros uno no se la pimpla habitualmente. La mayoría de quienes la compran solo lo hacen una vez en la vida, por probar. Por permitirse un capricho. Prevén que va a ser algo excepcional, pero no atinan a imaginarlo con exactitud porque nunca antes lo han probado. Por eso es más fácil acabar desilusionado. Uno pensaba que un mejunje tan caro iba a ser la pera limorena y… solo es la pera.

    4,5 el de 25 años. 4,6 el de 12.

    Esto sucede con todos los productos. Cuanto más conocidos son, más sencillo es que la experiencia se corresponda con la expectativa.

    Pero a mí me interesan los libros.

    Casi todos los best sellers y no digamos ya los long sellers tienen valoraciones muy altas. Comprobadlo. ¿Porque son buenos? No. Porque como son libros conocidos, la mayoría de los compradores los buscan sabiendo lo que van a encontrar. Si estoy habituado a beber whisky X, compro whisky X y me venden whisky X, ¿cómo voy a valorar mal la experiencia? No es la calidad del producto, que puede tenerla o no, lo que ha determinado mi valoración. 

    En cambio, cuando el autor cambia de registro dificulta las expectativas y se arriesga a las malas valoraciones. Si un lector llega buscando un libro como el anterior que escribió el autor y se encuentra algo muy distinto, las posibilidades de que la valoración del nuevo libro sea baja aumentan. Yo quería patatas y usted me ha vendido cebollas. Le ha pasado con frecuencia a Fernando Aramburu porque tiene una gran variedad de registros. ¿Cuánta gente no se quejó de  «Los vencejos» porque no era «Patria»? También le ha ocurrido a Eduardo Mendoza con sus últimas novelas, tan distintas a las anteriores. Aunque el caso que siempre recuerdo (porque me siento culpable) es el de Pablo Tusset: fuimos muchos quienes, sin informarnos bien, compramos «En el nombre del cerdo» convencidos de que era otro «Lo mejor que le puede pasar a un cruasán» y nos decepcionó que no fuera así, a pesar de que era una obra estupenda, incluso mejor. El cruasán tiene en Amazon una valoración que oscila entre 4,2 y 4,6, según la edición, y la otra, más trabajada y mejor, de 3,8.

    Las expectativas se complican aún más cuando el autor es desconocido. No sabes nada de él, ni de su obra. Las posibilidades de errar las expectativas se multiplican por falta de información. Y si encima la obra tiene algo que la separa de la media… 

    Lo he sufrido siempre. Por ser un autor desconocido y por el tipo de libros que he publicado.

    La experiencia con la «La terrible historia de los vibradores asesinos» fue reveladora. Mientras quienes llegaban a ella lo hicieron desde el boca a boca o tras haber buscado o encontrado en las redes información más o menos elaborada, la valoración de la novela fue alta. Entre el 4,6 y el 4,7 sobre 5, sin haber pedido a nadie conocido que la valorara y pese los hatercillos de cabecera. Así estuvo dos o tres años. Pero en cuanto Ajonio Trepileto tuvo el honor de casi inaugurar el servicio de Prime Reading (fue seleccionado en la segunda tanda y repitió más tarde), hubo mucha gente que descargó la novela sin saber nada de ella, solo porque no le costaba un céntimo; pensando, supongo, que sería una novela al uso. Pero como no es así ni por la trama, ni por el lenguaje, ni por el tipo de personaje, la valoración cayó en picado. Digamos que la novela fue «buena» (valoración en torno al 4,6 o 4,7) unos años y «mala» después (3,4). 

    Qué cosas, ¿eh?

    La conclusión es que las valoraciones hay que tomarlas con cautela. Lo mejor que uno puede hacer es informarse sobre el producto y buscar la opinión de personas en las que confíe. Esto vale para los libros y para el atún en escabeche.


jueves, 27 de noviembre de 2025

Páradais – Fernanda Melchor

 


No sé si Polo, el protagonista de esta breve novela, trabaja en El Paraíso, pero sí que trabaja en Paradise,  o «Páradais», según escribe cuando cuenta cómo se lo enseñaron a pronunciar. Páradais es una lujosa urbanización en México, no lejos de Progreso, aunque parece tener poco que ver con El Paraíso que he localizado en el mapa. Es la tercera novela que leo en poco tiempo (dos argentinas y esta) centradas en ese tipo de pimpantes urbanizaciones aisladas, bien protegidas del resto de la (maloliente y peligrosa, según sus moradores) población. 

En ella trabaja Polo de jardinero. Es un muchacho que no ha querido estudiar y que malvive (o se almacena), con su madre y una prima embarazada, en pocos metros cuadrados. Aunque más que trabajar, es explotado, porque un tal Urquiza dispone de todas sus horas como si Polo no tuviera derecho a vivir. Y, por supuesto, nadie le retribuye ni uno de esos minutos extras. El chaval, que no tiene ningunas ganas de estar en su casa ni tampoco de codearse con la delincuencia más o menos organizada identificada como «aquellos», olvida sus penas cogiendo unos buenos cogorzones. Como no tiene ni un céntimo consigue pimplar gracias a su relación con un obeso y purulento adolescente que vive en la urbanización: Franco Andrade.

Polo desprecia a Franco, pero lo oculta por la cuenta que le trae. Y Franco encuentra en Polo alguien a quien contar con todo detalle sus fantasías eróticas, más bien pornográficas, con una vecina de lo más guapetona, famosilla, casada y con dos hijos. Ambos, Polo y Franco, son más bestias que arar con los dientes.

En esta suerte de presentación transcurren dos terceras partes de la novela, lo cual, la verdad, se hace un poco tedioso, porque como pronto todo es sabido la sensación de dar vueltas y vueltas es inevitable. Así estamos hasta que, por fin, varias cosas estallan a la vez. La obsesión de Franco, las tentaciones materiales de Polo o saber qué diablos hace en su casa la prima embarazada.

La novela se sigue perfectamente a pesar de un vocabulario tan rico en jergas y mexicanismos que con frecuencia me ha resultado imposible distinguir entre las jergas barriobajeras y las particulares de los dos chavales. Un vocabulario que, en cualquier caso, demuestra cómo las diferentes «versiones populares» de un mismo idioma (es decir, el idioma) se van alejando o enriqueciendo. Que sea una cosa u otra depende de la intensidad del intercambio cultural.

La novela es cruda, directa, violenta, con unos personajes sórdidos que exhiben lo peor de sí mismos. Pero es también una novela, y ese es su gran mérito, con una enorme verosimilitud. El mundo está lleno de animales como Polo y Franco, y Fernanda Melchor nos los muestra en su hábitat natural, que no está tan lejos de cada uno de nosotros como pensamos. De hecho, es relevante que uno sea un pringado y el otro un privilegiado. También lo es la motivación de cada cual: si Polo está animado por la penuria y la sensación de fracaso vital, Franco ha alcanzado ese mismo fracaso desde la opulencia, solo que no se ha dado cuenta porque esas mismas posibilidades económicas lo han alienado.



martes, 25 de noviembre de 2025

Libros que no me importaría que me regalaran

Como algunos otros años por estas fechas, allá van, de entre los libros que he reseñado en los últimos doce meses, algunos que, de no haberlos leído ya, no me importaría que me regalaran en Navidad.

El orden es el cronológico de la reseña.

No están todos los que son, pero son todos los que están.



El jinete polaco

Antonio Muñoz Molina


La península de las casas vacías

David Uclés


La dictadura de la minoría

Steven Levitsky y Daniel Ziblatt


Hermanito

Ibrahima Balde y Amets Arzallus Antia


El primo Basilio

José María Eça de Queiroz


El lugar de un hombre

Ramón J. Sender


Las mentiras de la noche

Gesualdo Bufalino



Cómo viajar con un salmón

Umberto Eco


El verano de Cervantes 

Antonio Muñoz Molina


Estás en mis ojos

Angélica Morales


Andar

Thomas Bernhard


Mi planta de naranja lima

José Mauro de Vasconcelos



Camino de sirga

Jesús Moncada


Tombuctú

Paul Auster


Umberto Eco

Luigi Pirandello
Miguel Delibes
















lunes, 24 de noviembre de 2025

El ángel triste – Carlos Pérez Merinero

 


El protagonista es marca de la casa: un hombre relativamente joven, chiflado, presa de obsesiones, de su falta de escrúpulos y de una vagancia superlativa. El caballero, que no sirve para trabajar, vive de la paga que le pasa su madre, a quien espera ver pronto difunta para heredar y evitar estrecheces. Aunque lo cierto es que el hombre tampoco es que se permita unos lujos tremendos, porque emplea su existencia en desparramarse en el sofá para ver películas en vídeo. Es un cinéfilo enfermizo, dicho lo cual es buen momento para recordar que el autor, antes de su estreno como novelista con personajes estrafalarios, crueles, machistas, vagos, lunáticos y a la vez divertidos por lo hiperbólico de sus planteamientos, había publicado varios libros sobre cine.

El protagonista, cuyo nombre o apenas se menciona o no recuerdo, tiene relaciones con una droguera que antes de meterlo a él en su cama debía de meter a su ahora enfurruñado dependiente. Se trata de una relación más biológica que emocional, porque lo que interesa al buen señor es lo que es.

Su plácida existencia, sin embargo, sufre contratiempos recurrentes: las broncas del matrimonio vecino. ¿Cómo se puede ser tan ruidoso? Así no hay quien vea películas. El caso es que, aunque tras las discusiones terminan bien avenidos, la esposa parece de armas tomar y el marido un calzonazos. Ella, por cierto, está de buen ver. Así que, sin duda, si uno asesina a tan apestoso vecino tendrá una doble recompensa: dejará de escuchar ruidos y la viuda estará contenta y agradecidísima. El tipo de reflexión que se hacen los personajes de Pérez Merinero.

Si lo apiola o no, cómo, y con qué consecuencias, que nunca suelen ser muy buenas para gente tan irreflexiva, lo sabrá quien lea esta novela que fue publicada a comienzos de los 80 y rescatada en 2019 por Ediciones Vernacci. La edición que yo he leído, prestada, ha sido la de Bruguera. ¡Qué catálogo tenía! Tras el planteamiento que acabo de contar, bastante teatrero en el sentido de que todo transcurre en unos mismos escenarios (al igual que en otros libros del autor), el protagonista acaba replantado, y desubicado, por esos mundos. Para no destripar nada, dejo en el limbo por qué y cómo termina este especia de road movie literaria sobrevenida. 

Una novela que disfrutarán quienes conozcan al autor. Igual de ingeniosa que el resto, aunque con un lenguaje no tan brillante en lo bestiajo como en algunas de las anteriores que he leído.


jueves, 20 de noviembre de 2025

Cinco horas con Mario – Miguel Delibes

 


Las cinco horas a que alude el título son las que pasa Carmen velando de noche el cadáver de su marido. Un infarto se lo ha llevado por delante. 49 años tenía el pobrecillo. Delibes abre la novela con la esquela. El lector queda así invitado a las pompas de rigor que rodean, lógicamente, a otro rigor (el mortis), aunque el cadáver, según opinan todos, está de lo más guapetón. El grueso de la novela, salvo un confuso comienzo con el barullo del velatorio previo, está formado por las reflexiones que Carmen, en soledad con el difunto, hace en forma de monólogo o, más bien, de diálogo con Mario en el que solo habla ella y lo hace del modo adecuado para aprovechar eso de que el que calla, otorga.


Dice la introducción de Antonio Vilanova, algo repetitiva, que Delibes (que tiene 46 años cuando hace morir a Mario) destruyó la primera redacción de la novela. En ella Mario era expuesto al lector directamente, era el personaje activo y a un tiempo protagonista y objeto de examen, por lo que quedaba demasiado puro y, por tanto, poco verosímil. Mandar al diablo aquella versión y pasar a verlo a través de su esposa permitió un magistral juego de luces y sombras que dio realismo y profundidad al texto. 

Pero, claro, no bastaba que la visión de Mario fuera externa. El enfoque del observador, por afinidad, enemistad, contraste o lo que sea, condiciona el resultado. Y en este caso concreto Carmen no se despide de su marido cubriéndolo de amorosos recuerdos, sino de una catarata de reproches. Ninguno tremendo, ciertamente, pero tan numerosos y sin eximentes que resultan abrumadores. Ambos eran muy distintos y, en muchos puntos, incompatibles. El monólogo de Carmen es una monumental bronca de Sancho Panza a don Quijote. Con esto ya estoy diciendo quién es quién. Carmen es una mujer que ha echado en falta los detalles materiales y sensuales: tener un 600, más servicio doméstico, un piso más grande para el matrimonio y sus cinco hijos, sentirse deseada en vez de ser aleatoriamente asaltada; mientras que Mario era un hombre idealista, que luchaba más de boquilla de que de facto contra un gigante que unas veces era el capitalismo y otras el franquismo, y en su inútil lucha se olvidaba de sí mismo y de los suyos.

La izquierda se define por defender la igualdad (de oportunidades y de dignidad), el liberalismo por la defensa de la libertad individual (a quien Dios se la dé, san Pedro se la bendiga) y el conservadurismo defiende un mantenimiento del status quo que desemboca en el nacionalismo inmovilista. El régimen de Franco unió a un atroz nacionalismo una violenta defensa del status quo previo a la democracia, promovió el odio hacia el comunismo y cuanto oliera a izquierda (que, a fin de cuestas, cuestionaba ese status quo) y, para acabar de legitimarse entre quienes decía defender, equiparó los valores católicos a los políticos con la complicidad de la Iglesia.

La vida de Mario ha transcurrido en ese contexto desde que a los 23 o 24 años terminó la Guerra Civil (donde combatió con los sublevados y fue, por tanto «ganador»), hasta que muere en marzo de 1966. Su vida adulta (y la de Carmen) ha transcurrido, pues, en lo más duro del franquismo. Tiene unos 30 años en 1946; 40 en 1956, y 49 cuando muere. Carmen tiene tres años menos.

Cuento todo esto porque Mario, catedrático de instituto, es de izquierdas. O todo lo izquierdista que uno puede ser en semejantes circunstancias: no baila el agua a nadie (lo que le ha llevado a protagonizar algunas escenitas) y, cuando tiene ocasión en artículos, libros, conferencias y conversaciones, siempre toma partido por el débil. Nada más, pero suficiente para sufrir represalias como no poder acceder a un piso donde vivir con su esposa y sus cinco hijos o ser vetado para algunas tareas retribuidas. Carmen, en cambio, que procede de una «familia bien» (su padre es «Ilmo. Sr.», nos avisa la esquela) es un producto acabado de un régimen nacido con la excusa de preservar la posición social previa a la democracia: tiene una visión clasista de la sociedad y, por tanto, estanca; está apegada a los valores más tradicionales y rancios, se opone a cualquier cambio, incluidos los del Concilio Vaticano II y, sin ser consciente, defiende un machismo rampante. 

Sin embargo, los primeros momentos de su monólogo parecen una denuncia del machismo. Aunque pronto se ve que no es así: la inicial exhibición de su sumisión no es una denuncia, sino una argucia para ponerse en posición acreedora y reclamar todo aquello a lo que cree tener derecho: el Seat 600, el piso, las atenciones, el tratamiento como persona distinguida, sus apetitos de sensualidad… También se sabe aún hermosa y lo hace valer. No cuestiona su posición en el matrimonio, sino la falta de compromiso de Mario con ella y, en especial, todas las acciones de Mario que a juicio de Carmen han «rebajado el nivel» de la familia al de los peones, los conserjes… Al de los trabajadores manuales. «Los de abajo». «Esa gente».

Hay más diferencias entre los cónyuges: el lector acaba viendo que Mario es un hombre de cierta inteligencia y cultura, mientras Carmen se encarga de tirar por el sumidero de su ignorancia cualquier sospecha similar sobre ella. Las cosas de las que presume demuestran su ínfimo nivel cultural e intelectual: ni ha tenido ocasión de amueblar bien la mollera ni su mollera permite un gran mobiliario. Ninguna de ambas cosas le preocupa si no es para sacar tajada haciéndose la víctima.

Carmen da una y mil vueltas a lo mismo. Diez pasos adelante y nueve hacia atrás, así avanza la novela, con lo que pronto calamos sus obsesiones y las de Mario. Al final todo es tan repetitivo que ya nada sorprende y hasta cansa. Todos los caminos que toma Carmen, inspirada por cualquier idea, incluyendo las bíblicas que inician los capítulos (citas marcadas por Mario, todas con contendido social) conduce a la misma Roma. La novela es un dar vueltas y más vueltas a lo mismo excavando un hoyo cada vez más profundo en el que queda claro que el matrimonio no era precisamente feliz. Mario iba a la suya y Carmen a la que podía, que no era la de Mario. En este largo trayecto en círculos va cambiando la perspectiva de los personajes. Carmen, al hablar, se retrata a sí misma y, por oposición, a su marido. La que durante unas pocas páginas primero parece una mujer reivindicativa con un marido explotador pronto parece una mujer acomodaticia con un marido que también lo es, para acabar siendo una mujer completamente imbuida de los principios más reaccionarios con un marido que lucha contra ellos sin ninguna posibilidad de éxito. Y esta imposibilidad es también, sin duda, una afrenta para la pragmática Carmen. En resumen, ¿cómo respetarse mutuamente si cada uno desprecia los valores del otro?

Delibes, tras tanto girar y girar, ha cumplido su objetivo: retratar dos mundos condenados a convivir. El real de la época y el ansiado por muchos, y cómo se relacionan y condicionan entre sí en el contexto de una dictadura que toma dramático partido por el inmovilismo.

    La visión de la novela probablemente cambie con el tiempo. Lo que he comentado sobre el machismo, por ejemplo, seguramente es percibido ahora con más fuerza que cuando se publicó la novela en 1966. Los estragos de la dictadura tampoco se percibirán igual por quien los vivió que por quien no.

Pero, llegado al punto ya cercano al final donde los reproches de Carmen ya no dan más de sí, cuando ya lo ha dicho todo y cada cosa mil veces, el lector tiene una duda: ¿Por qué Carmen ha dedicado sus últimas horas de intimidad con Mario a reprocharle tantas, tantas y tantas cosas? ¿Por qué? Aún siendo un matrimonio infeliz, con él ahí tieso y frío no es momento de hacer recuento de agravios sino, a lo sumo, de cerrar página. Tiempo hay en estas ocasiones para postergar la reflexión. Entonces, ¿por qué esas prisas por ajustar cuentas? ¿A qué viene en ese momento tan íntimo, el último en soledad, tan larga y amarga lista de reproches?

La respuesta a esa pregunta es la que permite a Delibes dar un final humano a la novela, y también brillante. Carmen, que no es más que una pobre diabla, necesita que Mario se vaya de este mundo con muchas cosas de las que avergonzarse. Muchas. Muchísimas. ¿Por qué? Para en el instante del adiós definitivo compensar una sola, que ella, pobrecilla víctima de sus propios valores, necesita hacerse perdonar. Necesita quedar bien ante su marido y ante sí misma. No quiere tener deudas con el más allá. Y necesita sentir que, pese a todo, ella es lo que dice ser y lo que debe ser.

Así es como vemos que Carmen, al final, no ha estado reflexionando. Ha estado negociando.

Así es como vemos, también, que a ver quién es el guapo que no descansa en paz en el otro mundo, qué remedio, pero que para descansar en paz en este hace falta tener la conciencia tranquila.

Esto significa que Carmen tiene conciencia. Lo cual, a su vez, indica que Carmen tiene valores y cree en ellos. Como sabemos cuáles son, comprendemos que Carmen es, además de viuda, víctima de sí misma. Y esta constatación de alguna manera, más o menos, así o asá, da la razón a Mario en la defensa de sus valores, porque después de toda la batalla queda en posición de superioridad.

    No sé si es aquí donde quiso llegar Delibes, pero aquí lo dejó.


lunes, 17 de noviembre de 2025

Frenar a Silicon Valley – Gary Marcus

 


Gary Marcus (1970), que de niño hizo un programa en un Commodore 64 para traducir del latín al inglés, lo cual le valió una precoz entrada en la universidad (con estudios de postgrado en el MIT) y es actualmente profesor de la Universidad de Nueva York, «es una de las voces más escuchadas en Estados Unidos sobre inteligencia artificial y sus peligros», dijo El País el 12 de noviembre de 2024. Poco antes había participado junto a Sam Altman (OpenAI-ChatGPT) en el subcomité del Senado de Estados Unidos que analizaba los peligros y modos de control de la inteligencia artificial (IA). «Frenar a Silicon Valley» ha sido publicado en Estados Unidos por The MIT Press, editorial académica vinculada al Instituto Tecnológico de Massachusetts.

«Frenar a Silicon Valley» es un libro profundamente esclarecedor para los profanos en esta tecnología disruptiva. Explica qué es la IA generativa, por qué no es confiable para los buenos propósitos (sobre todo en su prematuro estado de desarrollo) pero sí un peligro sin precedentes para los malos, qué inconvenientes tiene y cómo intentar controlarla. Además, denuncia con contundencia el monumental abuso de las pocas compañías punteras, el inmenso poder que están acumulando y la colosal pérdida de soberanía de los estados a manos de un exiguo número de particulares –los propietarios y dirigentes de estas compañías- que no responden ante el electorado (y que, por ejemplo, han decidido sin ningún tipo de control que otros particulares o estados accedan a tecnologías capaces de diseñar armas biológicas, influir en los resultados electorales o estafar a millones de personas). 

El libro, bien estructurado (a pesar de haber sido escrito en tiempo récord) y con capítulos cortos y claros, plagados de ejemplos sencillos pero ilustrativos, puede dividirse en tres partes:

Primera, la conceptual: qué es la inteligencia artificial y cómo se desarrolla, lo cual permite explicar por qué ha de fallar siempre.

Los mecanismos de la IA son conocidos desde hace más de 80 años. Ya en los años 40 y 50 hubo desarrollos. Su reciente explosión ha sido posible debido al vertiginoso aumento de la capacidad de proceso de datos: el big data.

Mientras que la programación tradicional es determinista (el programador establece una regla y el programa ofrece un resultado que siempre cumple la regla) la IA es probabilística: el programador «entrena» un programa mostrándole infinidad de resultados posibles (por ejemplo, «estos mil millones de fotos son de garbanzos y estos treinta mil millones de fotos no»), para que el programa, usando técnicas de predicción estadística posibles gracias a los «modelos de lenguaje extenso», cree una regla para identificar garbanzos en fotografías. Por tanto, esa regla no sigue las instrucciones de un programador, sino que es resultado del «alimento/entrenamiento» recibido. Como el entrenamiento se basa en montañas de datos la completa depuración previa de éstos es imposible y el resultado está siempre abocado a un margen error. Pero así como en la informática tradicional el error es siempre de programación y, a la vista del resultado erróneo, detectable, en la IA la posibilidad de que haya errores se multiplica, porque no hay capacidad para depurar la información de entrenamiento separando la correcta de la incorrecta, y a posteriori, a la vista del resultado, la posibilidad de detectar el origen del error apenas existe. En la actualidad, señala Marcus, los errores de la IA se parchean, no se corrigen, porque ni los diseñadores de la IA saben cuál es el origen de los fallos.

Es decir, la IA no es inteligencia, sino predicción estadística. No hay comprensión, ni razonamiento, ni reflexión. Incluso cuando la IA parece hablar con nosotros nos está ofreciendo las respuestas más previsibles tras analizar los modos de uso del lenguaje, no las más razonables. Y la predicción estadística es probabilística. Es decir, sujeta a error, como bien ignoran todos los que hoy critican tantas cosas hasta situarse en contra de la ciencia.

Segunda, los peligros de la IA.

La IA generativa es una tecnología en pañales, prematuramente lanzada al mercado (en busca de poder y cantidades de dinero inimaginables), lo que contribuye a hacerla aún más peligrosa.

Dando por sentado que la IA es una tecnología capaz de aportar mucho y bueno a la humanidad, en el momento actual hay que preocuparse por sus peligros, dado que la IA no está regulada por gobiernos que deben mirar por el bien común sino en manos de empresas que miran por ampliar su poder y disparar sus cuentas de resultados, lo que las lleva, entre otras cosas, a facilitar las trapacerías de todos tipo de delincuentes e irresponsables y a abusar del resto de la sociedad comenzando por la explotación de cualquier dato sin tener en cuenta ni razones de privacidad ni de propiedad intelectual. La expectativa de ganancias nunca antes vistas, que se cumplirán o no, están detrás del crecimiento del monstruo.

Que la IA es ahora mismo una tecnología usada al servicio del delito, del fin de las democracias y de todo tipo de abusos ofrece pocas dudas, y aún menos las va a haber de modo inmediato.

Además, están los riesgos inherentes a la propia tecnología. A la falta de conciencia sobre sus limitaciones. La programación tradicional permite, por ejemplo, que el programador elimine todo sesgo machista o racista. La IA, sin embargo, apenas puede hacerlo, porque el machismo y el racismo existen, con lo que al alimentarse/entrenarse con lo que hay los sesgos se trasladan a la regla que luego el usuario usa para alcanzar un resultado que será necesariamente sesgado. A esto hay que unir que, como ya he dicho, la IA no es capaz de distinguir la información falsa de la verdadera, por lo que las «alucinaciones» están garantizadas.

Qué eufemístico es este mundo, ¿verdad? Se llama «inteligencia» a la predicción estadística y «alucinación» a la metedura de pata. ¿Por qué? Por razones comerciales y de financiación. Hay que hacer atractivo el producto.

La tercera parte del libro está dedicada a las posibilidades de reacción de la sociedad para defenderse del mal uso y mal funcionamiento de la IA y ponerla a su servicio. El autor se centra en Estados Unidos y un poco en Europa, avisa de que el vaso está vacío o casi vacío y analiza las posibilidades de llenarlo. A estos efectos son significativas, ilustrativas y esperanzadoras las alusiones a la historia de la regulación.

En resumen, un libro claro y ameno para saber algo más sobre lo que se nos viene encima, para intentar que no nos aplaste y para luchar por sus beneficios.