«Amado monstruo» es una novela breve, formato en el que Javier Tomeo fue un grande (porque lo pequeño puede ser grande), que bien podría ser una obra de teatro de sencilla escenificación (de hecho se adaptó), porque consiste en un diálogo en un despacho.
Juan, uno de los dos protagonistas, aunque parece el principal, es un hombre de 30 años que ha vivido sometido a su madre sin apenas salir de las cuatro paredes del piso en el que viven: ella ha sido su madre, su profesora, su amiga y su protectora. Menos su amante, todo. Y aún de esto podría dudarse desde el punto de vista espiritual. Para todo lo cual no les ha hecho falta salir de casa, y como ninguno de los dos necesita trabajar porque ella tiene rentas escasas pero suficientes, poco mundo conoce Juan más allá de unos pocos cientos de metros alrededor de su vivienda. Pero el caso es que el «niño» se ha rebelado y, arriesgando su vida, ejem, por calles desconocidas, ha acudido a una entrevista de trabajo con el fin de obtener un empleo como guardia de seguridad en un banco.
Le entrevista Krugger, un hombre absolutamente leal a su empresa y tan bien integrado, ejem, en la estructura jerárquica que de él para abajo es todo rigor y firmeza y, hacia arriba, mieles y servilismo.
Krugger entrevista a Juan con la finalidad de saber qué tipo de persona es y hasta qué punto el banco puede confiar en él, lo cual permite varias cosas. La primera, da la excusa para que Juan se dé a conocer, para que explique su extraña vida y el lector pueda ver hasta qué punto la extravagancia ha influido y cómo en la formación de su carácter. La segunda, permite originar un brillante juego psicológico entre ambos personajes: cada uno cree saber la razón de las palabras del otro y calcula sus respuestas y réplicas en función de la interpretación probable de cada término. No solo vemos el lenguaje, sino el cálculo del lenguaje. Una delicia. Tercero, los puntos en común entre la vida de uno y otro permiten romper la distancia propiciada por sus roles de modo que la conversación se enriquece y la situación se complica. A este respecto, siempre está presente en la mente de Juan y del lector que el desenlace puede ser el éxito de la entrevista (la contratación) o el fracaso (la no contratación); en la mente de Krugger también esto está presente, aunque para él el éxito es contratar a la persona adecuada y el fracaso contratar a la indebida. Es aquí donde, para acabar de retratar a Krugger aparece indirectamente, sin hacer acto de presencia, un cuarto personaje, su jefazo, Y, último punto, la evolución del diálogo acaba creando una nueva historia: la «independencia» de Juan respecto a su madre, los tiras y aflojas, las infantiles triquiñuelas de su madre, la guerra entre ambos a cuenta de la decisión de acudir a esa entrevista de trabajo, todo un acto de rebeldía. Una proclamación de independencia.
Llegados a ese punto la visión de la entrevista cambia. Lo que al principio ha sido solo una circunstancia (la propia entrevista) que parecía correr hacia un desenlace natural, pasa a ser decisivo por cómo ese desenlace afectará a otra cuestión mucho más relevante. Porque, aunque la presencia de Juan en el despacho de Krugger demuestra que dio el paso a la independencia, conseguirla implica algo más. Hacer la revolución no significa ganarla. Proclamar la independencia, si no la alcanzas, te sitúa en algún punto entre el fracaso heroico y el ridículo. Si la entrevista es la revolución, ¿cómo va a terminar? ¿Con victoria o con derrota? ¿Y el papelón de las victorias pírricas? ¿Y si no se produce la contratación será la revolución un fracaso absoluto o podrá leerse como una victoria moral? ¿Épica o ridículo? ¿Liberación o cadena perpetua?
Cada personaje (Krugger, Juan y su madre) empuja a otro al borde del precipicio. Aunque el mayor monstruo y el más amado es sin duda la madre, todos son monstruos para alguien. Pero también todos se necesitan y se buscan de un modo u otro. También todos son amados.
Ambos hombres se retratan. Y la madre es retratada a través del hijo. Como los tres son, a su modo, personajes límite, también el lector tiene la ocasión de retratarse ante sí mismo a través de sus impresiones.
Así que cuidado con ellas. Es difícil tomar partido claro sin tener un punto de chifladura. No vaya a ser que sea otro amado monstruo quien esté sosteniendo el libro.

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