Hace
ya bastantes años, en Barcelona, en verano, paseando por el Paralelo cerca del anochecer,
vi junto a unos contenedores de basura un montón de cartones y, sobre ellos,
veinte o treinta libritos nuevos que en algún momento se habían puesto a la
venta de oferta junto con El Periódico. Con toda probabilidad habían sido
abandonados por el propietario del quiosco de prensa situado al lado. La forma
en que estaban desparramados atestiguaba que no se encontraban allí por error. Estaban
a merced de cualquiera, sin embargo todo el mundo pasaba de largo como si
fueran la misma basura que apestaba en el contenedor, y esa es otra de las
cosas que me sorprendió e hizo dudar de si lo que estaba viendo era como
parecía.
Debí
haber examinado con detenimiento todos los libros y haber cogido los que me
gustaran y los que hubiera podido regalar a quien los hubiera sabido apreciar,
pero lo impidió un asomo de pudor: se me hacía extraño revolver en la basura -lo
cual era un decir porque estaban tan a mano que no había que revolver nada- y, también, me sentía casi un ladrón, por verme
beneficiado de una suerte que yo no necesitaba para leer y que a otro le podía
venir mejor que a mí. Tras un rápido examen visual hice las cosas a medias –o sea,
mal- y me llevé los dos ejemplares más a mano. Un libro de Heinrich Böll y La Perla,
de John Steinbeck. Dos premios Nobel por los suelos. No recuerdo quién más los
acompañaba.
Leí
primero La Perla. Si la historia hace sentir pena, rabia e impotencia, recordarla convertida en basura en una avenida
decadente de una ciudad que entonces lo tenía todo, recordarla abandonada ante
la indiferencia de los transeúntes como una metáfora de la suerte de sus
protagonistas, me hace sentir aún peor.
Las
noticias dan muchas ocasiones para recordar esta magnífica obra, y también he
recordado con frecuencia la anécdota que acabo de contar. Por eso he vuelto a
leer ahora La Perla, para hacer esta reseña casi como un pequeño acto de
reparación hacia todos los Kinos y Juanas, hacia todas esas personas que,
sufriendo el máximo desprecio, ni siquiera la historia de su dignidad pisoteada
interesa a nadie.
Kino
y Juana, nos dice la novela, eran un matrimonio que apenas tenían una choza, un
cuchillo, la ropa que vestían y unos pocos útiles más: su joya, la canoa, hecha
por el abuelo de Kino; con ella se hacían al mar en busca de ostras y perlas; siempre escasas, pequeñas y deformes. Las malvendían en el mercado local donde
ya se producía la primera humillación para todos los pescadores indígenas: la
ignorancia y la falta de medios les hacía soportar la manipulación. ¿En qué
consistía? En la falta de competencia entre compradores, porque todos se fingían
independientes pero seguían el dictado de una sola persona que abusaba de su
posición de dominio impidiendo que los pescadores salieran de la miseria y
garantizándose así, además de un beneficio enorme, una mano de obra
esclavizada.
La
historia comienza cuando un escorpión pica a Coyotito, el bebé de los
protagonistas. Juana reacciona con rapidez y trata de succionar el veneno, pero
nadie puede asegurar si lo ha conseguido, si el niño sobrevivirá. Y allá se van
los dos, con su hijo en brazos, a la ciudad, a casa del médico.
Pero
el médico, ocupado en echar de menos su juventud y la vida en la gran urbe
europea, ni siquiera se molesta en hacerse visible. ¿Para qué, si esos
desarrapados no tiene dinero con qué pagarle? Es la primera ocasión en que
Steinbeck hace presente lo que luego veremos a cada momento: la humillación de hacerle
ver a una persona que ni su vida ni sus sentimientos valen nada. Ni el esfuerzo
de salir de la cama. Hay quien puede dejarte morir, como a Coyotito, o
desesperar, como a sus padres, solo por no dedicarte cinco minutos que va a
dedicar a la holganza o a la diversión.
En
el prólogo Steinbeck advierte que el libro tiene muchas interpretaciones. La
que he hecho hasta ahora es la más evidente. Pero pensad que todo esto ocurre a
menudo de forma más sibilina y entre iguales; solo que entonces ya no es la
riqueza lo que marca la diferencia, sino la necesidad de colaboración, de afecto,
de atención, de mil cosas que solo tienen una en común: el abuso de quien está en posesión de la fuerza
sobre quien padece necesidad.
Humillados,
Kino y Juana hacen lo único que pueden hacer: irse a pescar con Coyotito en la
canoa mientras esperan si muere o no. Justo entonces ocurre lo que ellos y sus
vecinos, y los padres y abuelos de todos ellos, han soñado durante esas décadas
de explotación y miseria: Kino se sumerge y encuentra una perla enorme y
perfecta. «La perla del Mundo» la llaman a veces. Kino, que se embarcó pobre
en la canoa, desembarca rico, sabiendo que su vida ha cambiado, que podrá curar
a su hijo, que podrá darle educación para que aprenda a leer y nadie le pueda
engañar. Y además, para colmo de dicha, la inflamación ha bajado: Coyotito se
está recuperando. Juana succionó y escupió el veneno. Van a ser ricos. Tendrá
una casa y su hijo sabrá leer.
En
ese punto se abre la parte más dura de la novela, crueldad que evoluciona con
la degradación a que se ve sometida la pareja. Crueldad por los hechos, pero
sobre todo por su significado.
Al
anochecer, enterado del hallazgo, el médico aparece e intenta burlar a Kino
poniendo en riesgo al vida de Coyotito para atribuirse (y cobrar) la posterior
sanación. Luego, ya de noche, unos desconocidos intentan robar la Perla sin
dudar en matar a Kino y a Juana si es preciso. Más tarde los mercaderes
intentan estafar al matrimonio y, cuando no encuentra otra opción que
abandonarlo todo e irse a vender la Perla a otro lugar, son perseguidos como
alimañas y se ven obligados a practicar la violencia para defenderse. Incluso Kino
se ve forzado a matar. La Perla, para entonces, es ya una maldición: ha
trastornado su vida, les ha quitado hasta la posibilidad de dormir porque
alguien los puede matar mientras lo hacen. Les ha quitado incluso la
tranquilidad de conciencia. El final es conocido: en la huida muere Coyotito de
la peor forma posible. Kino y Juana regresan a la aldea con el cadáver, y
lanzan la Perla al mar.
Pensad en lo que simboliza ese gesto.
Son
muchas las reflexiones que inspira esta historia: la primera, que quien te ha
despojado de tu dignidad por ser pobre o por cualquier otro motivo, ya no te la
reconoce jamás. Es la ausencia de ese reconocimiento la que provoca que los
«ricos» se sientan legitimados para robar, estafar e incluso matar. El
desprecio es la consecuencia de no reconocer la dignidad. Ese desprecio ancestral todavía se
huele a diario en la prensa de cualquier país, un desprecio que consentimos y
practicamos con nuestra insensibilidad e indiferencia hacia las desgracias de
quienes consideramos condenados a sufrirlas como si fueran ajenas a nosotros.
La Perla no es una historia de «ricos y pobres», sino de dignidad e indignidad,
como tantas obras de Steinbeck. No es el dinero. No es la riqueza. Es la forma
en que la fuerza se impone a la necesidad. Es, en resumen, la lucha por la
dignidad. Es, también, la confusión entre dignidad y cualquier forma de poder, sea económico, político, intelectual, emocional, afectivo... No es la
denuncia del «ande yo caliente ríase la gente», sino del «como yo ando caliente, me río de la gente».
Robarle
a una persona su dignidad es negarle su esencia, es negar aquello que la individualiza. No creo que ningún
sentimiento genere tanta impotencia, rabia y humillación como verte tratado sin
dignidad. Luchar por recobrarla suele ser empeño vano: quien se puede permitir
el lujo de prescindir de nosotros hasta el extremo de hundirnos sin que le
importe, ni siquiera se va a molestar en acudir al combate. Y si quien se
siente despojado de su dignidad necesita de esa persona, como ocurre tantas
veces entre ricos y pobres, entonces el sentimiento de humillación no hace sino
aumentar. Nada lo acrecienta tanto como la indiferencia ante su evidencia. Hay
quienes, como Kino en un primer momento, luchan por su dignidad convirtiéndose sin
darse cuenta en lo mismo que aquellos a quienes detesta; y hay quienes, como Kino
al final, renuncian a luchar para buscar la dignidad en un sentimiento de
humillación que existe precisamente porque Kino todavía se considera digno a sí
mismo.
Escrito
de forma concisa, directa, con capítulos breves. Me ha gustado especialmente la
forma en que Steinbeck muestra los estados de ánimo de Kino no dejando ver
sentimientos o pensamientos, sino hablando de que en la cabeza de Kino suena
«la canción de la familia» o la «canción del mal» o «la canción del bien»; es
la forma más sensible de decir que Kino no tiene cultura suficiente ni por
tanto capacidad de racionalizar sus sentimientos, pero que los tiene todos.
El lunes,
comentando las últimas lecturas, cuando dije que acaba de leer La Perla, un
amigo me dijo: «Fantástico libro. En él está recogido todo lo que es el ser
humano».
Leed
La Perla. A su fin en vuestra cabeza sonará «la canción de la dignidad».
John Steinbeck (1902-1968) |
Una novela muy sabia, mágica. Muy recomendable.
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