Tras pasar casi
toda la vida desterrado como consecuencia de un comportamiento indecoroso, Ælio
Lamia, ya en la senectud, se encuentra en la costa de Campania atraído por sus
bondades terapéuticas. Mientras da un paseo coincide con alguien todavía más viejo:
Poncio Pilatos, a quien conoció en Judea cuanto éste era procurador.
Recuerdan viejos tiempos, que nunca
fueron mejores porque Pilatos mira al pasado con decepción, incluso con
amargura, tras dejar atrás una vida cuya huella no es la que él hubiera deseado
ni cree merecer: las zancadillas de su superior ante Roma, la incomprensión e
intereses ocultos de los judíos paralizando actuaciones suyas, como la
construcción de un acueducto... Los problemas de un procurador que, afirma,
intentó actuar con honradez y justicia. Precisamente ese propósito hacen de
este relato un canto al escepticismo: podemos creer y creernos lo que queramos
y aspirar a cualquier cosa, que ya se encargará la vida de pasarnos por encima;
nunca llegamos a conocer ni a entender la verdadera realidad; solo, con los
años, comprendemos que lo que siempre tomamos por realidad irrebatible era solo
una percepción, la nuestra, diferente e incluso opuesta a la de los demás, a su
vez tan engañados como nosotros mismos.
Por eso la versión de Pilatos no
coincide, se deja caer, con la de otros. Es entonces cuando Ælio, en un intento
por alegrar la conversación, recuerda a una mujer hermosa que bailaba con
voluptuosidad. Al preguntarse qué habrá sido de ella, recuerda que la mujer se
enroló entre los seguidores de un tal Jesús en Nazareo. Cuando le pregunta a
Pilatos si recuerda algo del tema, éste, que hasta ese momento había estado
absorto en recapitular la lista de agravios que consideraba haber sufrido, se
muestra sorprendido: no recuerda nada del asunto, no sabe de qué le está
hablando su amigo.
Prólogo de Ignacio Martínez de Pisón
para un texto rescatado años atrás nada menos que por Leonardo Sciascia, autor
del posfacio. Un brevísimo y magnífico relato que se lee en poco tiempo pero
que invita a una profunda y larga reflexión. Cómo el egocentrismo unas veces y
otras la rutina de lo que creemos ser nos hacen vivir engañándonos, hasta que
la vida pasa y todas las aspiraciones y hechos se han diluido en la nada, momento
en el cual comprendemos que no hemos sabido nada de ella, que nunca lo
sabremos, y que moriremos con la tristeza o la angustia de no haber entendido
nada.
Segunda vez que he leído este relato
(la primera fue a comienzos del 2011) cuya primera edición, en 1891, fue de 430
ejemplares.
Anatole France (1844-1924) |
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