En los medios de comunicación la expresión
«derechos de propiedad intelectual» se utiliza como equivalente a «derecho de
cobro». Que el beneficio derivado del trabajo llegue a quien lo realizó es
básico para el progreso cultural y científico, además de justo.
Pero la propiedad intelectual es un
conjunto de derechos entre los que, además de los económicos, figuran otros
como el derecho moral que corresponde a quien ha creado o participado en alguna
creación; es la suma del derecho a la «paternidad» y a la «integridad». O,
dicho de otra manera, la esencia del derecho moral del autor es el respeto al
vínculo emocional que une al autor con el resultado de su trabajo. Vínculo
atacado cuando no es reconocido o cuando otra persona modifica la obra, sea poniendo
patas arriba una novela de dos mil páginas, un verso, un pequeño detalle en un
cuadro, un título, una imagen... El derecho moral recae sobre aquello que -fruto
de esa amalgama de inteligencia, experiencia y sensibilidad que llamamos
intelecto- alguien ha alumbrado da igual si a cambio de un precio o no. Por ser
un vínculo afectivo, en todas las legislaciones es un derecho irrenunciable e
inalienable. La magnitud del daño que se hace al vulnerarlo depende de la
intensidad del vínculo emocional del autor con su obra.
Por eso unas veces un plagio es un drama y
otras solo un «hurto» indemnizable. Por eso, también, asuntos más sutiles
pueden producir un daño irreparable. Una coma, cuatro palabras o un trazo pueden
transformar lo sublime en ridículo o lo emotivo en comedia a ojos de quien lo
ideó y, más frecuentemente, de todo el mundo. El daño suele ser intenso y casi siempre imposible de olvidar. Conozco casos. A veces hay
voluntad de transgredir, como en el plagio; otras, prepotencia o simple desprecio al
trabajo y a los sentimientos ajenos.
El titular del derecho moral acepta el
riesgo de sufrir cambios en su obra cuando, por ejemplo, permite una adaptación,
una traducción o actúa como colaborador entregando lo que, de ser aceptado,
pasa a integrarse en una obra ajena; pero quien utiliza su trabajo se
deslegitima si todo lo maneja como salido de sus entendederas sin dar
explicaciones a quien ya no tiene otro remedio que esperar en silencio a ver si
su creación vive según deseó o se desvirtúa. La misma deslegitimación se
produce cuando se niega al autor el reconocimiento que merece, poco o mucho, o
la posibilidad de conocer la suerte de lo que hizo. Pero en casi todas estas ocasiones el
derecho moral sirve de poco: no hay manera de hacerlo valer; simplemente, la
otra persona no ha estado a la altura.
He pensado en esto tras releer una
entrevista a Marsé publicada hace unos meses. Los autores son las víctimas más
débiles del constante asalto a los derechos propiedad intelectual de contenido
económico, el célebre «pirateo», pero son los únicos que pisotean los derechos
morales de otros autores, porque solo alguien que se presenta como autor puede
modificar lo hecho por otro o hasta apropiárselo.
Mi objetivo al escribir está lejos de
vender (aunque procuro hacerlo, lógicamente) u obtener notoriedad; por eso he llegado a sacrificar mi «tiempo escritor» en trabajos que en nada me
beneficiaban en tales aspectos; por eso, también, puedo escribir una novela
sabiendo de antemano que no se la voy a dar a leer a nadie; y por cosas como
estas el derecho moral, el vínculo emocional con lo que hago, es para mí el más
importante de cuantos conforman la propiedad intelectual. Pero creo que soy un rara avis.
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