El cultureta tipo, da igual si crítico, escritor o lector, opina que Eduardo Mendoza es un gran autor gracias a sus obras «serias». Fundamentalmente, «La verdad sobre el caso Savolta» y «La ciudad de los prodigios». En cambio, Eduardo Mendoza se ve a sí mismo como un escritor de humor y no como un escritor «serio», o así se desprende de su discurso de aceptación del Premio Cervantes, cuando dijo: «Quiero pensar que al premiarme a mí, el jurado ha querido premiar este género, el del humor, que ha dado nombres tan ilustres a la literatura española, pero que a menudo y de un modo tácito se considera un género menor. Yo no lo veo así. Y aunque fuera un género menor, igualmente habría que buscar y reconocer en él la excelencia.»
Comienzo así esta reseña porque, como Mendoza, no creo que pueda considerarse menor un género que ha alumbrado el Quijote o ha hecho inmortal a Quevedo y, sobre todo, porque al ser Tres enigmas para la Organización una novela de humor, me temo que no serán pocos los que, con el argumento de la falta de «seriedad», minusvaloren sus méritos.
El humor de Tres enigmas para la Organización se apoya no solo en los tres misterios a que alude el título, que se las traen, sino en tres patas: la caricatura, el absurdo y el contraste.
La Organización que protagoniza la novela a través de sus miembros es una parodia, o una caricatura, de un servicio secreto: un organismillo escuálido, moribundo y nadapoderoso, con un presupuesto chuchurrido hasta dejar en el olvido lo simbólico, creado hace décadas e inmediatamente olvidado, que ha pervivido porque no molesta a nadie, por lo que su premisa básica es seguir así, sin molestar para poder cobrar cuatro cuartos a fin de mes, pero haciendo algo para justificar su existencia ante sí mismos y, por supuesto, dándose aires de importancia por razones que más tienen que ver con la autoestima que con la soberbia. Claro que dártelas de importante y misterioso e ir tomando mil precauciones para que no se descubra tu actividad de espía cuando no le importas una higa a nadie ni tienes nada que espiar, es el primer paso del ridículo que rodea a la Organización e impregna toda la novela. ¿Cómo justifica su existencia un ente así de olvidado, pequeñajo y agónico, habiendo tantos cuerpos y fuerzas de seguridad, incluidos los servicios secretos, con miles de efectivos y montones de recursos? Con una idea absurda que nadie le pide: la Organización se autojustifica buscando conexiones entre hechos inconexos y que, para colmo, en nada afectan a la seguridad el Estado. Si no las encuentran –como es lógico- es que los demás cuerpos y fuerzas de seguridad están actuando correctamente y el Estado y la democracia están a salvo; si (milagrosamente) las encuentran, entonces habrán alcanzado la gloria. Digamos que, a su modo, supervisan.
Lo que supone el lector es, lógicamente, que esas conexiones solo pueden llegar a existir por casualidades más improbables que acertar un euromillón. Que además esa interconexión tenga algo que ver con la seguridad del Estado tiene idénticas posibilidades. Es decir, un despropósito. Un organismo llamado a investigar estupideces al azar. Los tres enigmas cuya relación pretende averiguar el jefe del tinglado tienen la siguiente enjundia: en un hotel de mala muerte en las Ramblas ha aparecido un tipejo ahorcado; en el puerto de Barcelona ha atracado un yate de superlujo, el dueño ha desembarcado y no han vuelto a verle el pelo; una marca de conservas de pescado es la única que no ha subido los precios en un determinado plazo. Si con estos alarmantes peligros para la supervivencia del Estado la Organización entra sin disimulo en la parodia o la caricatura, sus problemas operativos permiten dar entrada en la novela al absurdo.
El protagonismo de la historia, que transcurre en Barcelona con algún escarceo en un sitio tan exótico como Palamós, es compartido por los miembros de la Organización, los investigados y un taxista que da mucho juego. El elenco de personajes es variado y, por tanto, es una novela coral. Muchos recuerdan a otros del mismo autor: el jefe, buena persona, preso de la inutilidad de su trabajo, de la falta de presupuesto y ansioso de ver reconocido su rango (no otra satisfacción obtiene del trabajo), intenta darse fuste con buenas palabras y vistiendo la realidad con pomposos eufemismos y decisiones más grandilocuentes que efectivas, como alguno de los personajes de «La aventura del tocador de señoras». Otros, como «el nuevo» son de una espartana fidelidad a sus planteamientos, hasta el punto de que su rectitud les imposibilita sortear los obstáculos, que solo pueden superar pasando por encima y descrismándose, por abajo (y chafándose) o a través de ellos (y moliéndose); el taxista es el típico tipo que va a su bola y juega la baza del egoísmo o la generosidad al hilo de su curiosidad; y hay unos cuantos hombres más, cada uno obsesionado o definido por un rasgo chocante; en cuanto a las damas que pueblan las páginas, responden típico perfil mendociano: guapas, atractivas, con un pie en la ingenuidad y otro en la agudeza; unas con firmes convicciones –para excusar su incapacidad afectiva- que no dudan en torcer en cuanto pueden poner a prueba la flaqueza de su carne (lo cual justifican con discursos profundos, redichos y elaborados) y otras, al contrario, pelanduscas que con discursos reflejos buscan redimirse hacia una vida de decoro y castidad. En resumen, Mendoza.
En cuanto a las tres patas del humor, la primera, la paródica o caricaturesca, se apoya en todo lo que acabo de decir de la Organización, en el perfil de los personajes, distintos entre sí, pero todos extravagantes y contundentes, y en ciertas situaciones cómicas, como que un agente secreto actúe bajo la tutela de su esposa, o que otra James Bond deba subordinar las misiones al cuidado a su madre, o… Una historia «moertadelofilemoniana» que se ríe de la novela negra y de las de espías.
La segunda pata, el absurdo, lo encontramos a cada paso y, lógicamente, siempre sin venir a cuento (para eso es absurdo) más que, como mucho, al hilo de ciertos juegos de palabras o situaciones equívocas. Desde el argumento a numerosas escenas y detalles el absurdo asalta al lector de modo intermitente. La falta de continuidad produce cierto efecto sorpresa cuando el absurdo llega, y hace necesarias unas cuantas páginas para calar el estilo del libro.
Y la tercera pata que he mencionado son los contrastes, entre los que incluyo el disparate. En un entorno «normal» de pronto aparecen personas o entes de nombres disparatados, o en un discurso solemne irrumpe lo más doméstico, personal y prosaico, o la detallada descripción de un entorno misterioso incluye, de sopetón, un inútil y estrambótico pormenor.
Pero lo que caracteriza el humor de Mendoza en este libro y lo vincula a otras de sus obras de humor son dos cosas más importantes: la primera, que los protagonistas son todos unos perdedores; unos pobres diablos que si no dieran risa darían pena. Imposible no solidarizarse con todos. Hasta con los malos, si los hubiera, porque cuando todos parecen un poco tontos o ingenuos la maldad se diluye. La segunda, que al igual que sucede con el detective loco o con Horacio Dos, la mayoría de estos personajes tratan de engañarse a sí mismos, al resto de personajes y al lector dándose una pompa (apoyada en el lenguaje) y una importancia de la que carecen tan manifiestamente que sus esfuerzos por hacer ver que llueve cuando el mundo se les está meando encima inspiran ternura.
Por lo demás, la maestría de Mendoza es tal que lo desquiciado de la trama, el lenguaje y los diálogos entran tan fácilmente en la mollera del lector que se diría que el texto está lubricado. Y lubricado está por la pericia con que consigue siempre un lenguaje musical en los diálogos, eficaz fuera de ellos y siempre variado y rico en términos poco usados que apuntalan el humor con su sonoridad. ¿Y qué decir del modo en que consigue que los tres enigmas sean solo uno? Es un tanto confuso, pero es que es un juego de prestidigitación literaria.
La única pega, por ponerle alguna, es que los anuncios de la faja y de la sinopsis de una nueva novela de humor de Mendoza hace que uno comience a leer buscando el humor que ya conoce, pero esta novela es diferente: una mezcla entre la desconcertante trilogía de «Las tres leyes del movimiento», la saga del detective loco (Ceferino) e incluso ciertos golpes que recuerdan a Sin noticias de Gurb.
En resumen: una obra diferente a las anteriores, pero que tampoco aporta nada nuevo porque mezcla recursos de varias de ellas. Si esta poción es un nuevo registro del autor, yo diría que sí. O que más o menos. Otros dirán que no. Pero todos querrían, digan lo que digan, escribir como Mendoza.
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