El título haría más justicia a la realidad si fuera «Otra masacre olvidada» porque realmente son pocas las que recordamos e incluso, estos días podemos verlo, las hay que nos esforzamos en ignorar pese a la heroica insistencia de algunos en recordárnoslas.
La masacre olvidada es la tercera obra que Andrea Camilleri publicó en su vida. Fue en 1984. La primera que no es una novela. En mi opinión quiso emular a su admirado paisano, Leonardo Sciascia, sin conseguirlo.
Lo digo porque el método de Camilleri en esta obra recuerda al de Sciascia: a partir de un hecho histórico al que se aportan una serie de datos obtenidos con cierto rigor, pero no con rigor científico, se elucubra sobre la razón de ser de las cosas. Pero, así como Sciascia se fijaba en razones más trascendentes y enraizadas con la historia o causantes de ella, Camilleri se limita a echar algo de luz en un suceso violento y dramático pero históricamente intrascendente, acaecido en 1848 en su localidad natal, Porto Empedocle, del que su abuela guardaba «memoria heredada». Esta memoria y el husmeo en varios registros le permiten centrarse en la muerte de 114 prisioneros en un torreón fortificado en la costa. Pese a que la sinopsis también alude a la ejecución de quince agricultores acusados de mafiosos y terratenientes en una localidad cercana, el grueso de esta poco gruesa obra se centra en lo primero.
Aunque sea muy loable el intento de Camilleri de que todos estos inocentes no caigan en el olvido (la obra concluye con la relación de los 114 muertos, incluyendo su edad y localidad de nacimiento), se trata de un empeño poco justificado, porque el término «masacre» induce a pensar en una carnicería voluntaria y hasta planificada; desde luego, nada en defensa propia; mientras que la masacre de este libro es propiciada primero por el despiste o la incompetencia y, segundo, con el modo entre desesperado y salvaje con que las personas podemos actuar en defensa de nuestro propio pellejo. El dilema moral no es el mismo cuando los autores de una masacre creen estar defendiendo su propia vida que cuando no es así.
En cualquier caso, se trata de un libro un tanto caótico, como si hubiera sido poco trabajado (sobre todo en comparación con otras obras de Camilleri) y en el que las pinceladas de humor, habida cuenta del tema tratado, no deja de ser humor negro. Si Camilleri no hubiera alcanzado la celebridad que alcanzó, este libro jamás hubiera sido traducido y publicado a estas alturas, sino que se hubiera quedado en aquella primera edición, hace cuarenta años, en la pequeña editorial local a la que Camilleri fue fiel.
Eso sí, en esta tercera obra queda patente ya, como en las dos primeras, una constante en la obra de Camilleri: la denuncia de la impunidad que proporciona el poder político y económico y el modo en que las culpas de los poderosos son pagadas, siempre, por los que están abajo. El pueblo, para el poderoso, siempre ha sido carne de cañón. Esta es, quizá una gran diferencia con Sciascia: mientras que Leonardo Sciascia tiene obras que demuestran cómo se manifiesta la historia, en un momento concreto, aplastando al infeliz, la conclusión de Camilleri es siempre la misma sea cual sea el momento histórico que trate; es eso lo que le importa, mucho más que cómo la gran historia afecta a las historias individuales. Sciascia trata de demostrar. Camilleri, de denunciar.
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