Un amigo me prestó Betibú. Lo tuve meses en el estante de libros prestados sin hacerle caso, como si lo gris y oscuro de la portada, como si ese título que no alcanzaba a ser Betty Boop, anunciaran una lectura igualmente desangelada y triste. Al final, lo devolví sin leer y mi amigo, alarmado, me lo volvió a poner en la mano diciendo algo así como «¡Pero qué haces, hombre! ¡Con lo bueno que es este libro! Anda, llévatelo otra vez y ya lo leerás antes o después». Y con él volví a casa.
Tenía razón mi amigo, así que justo es comenzar esta reseña dándole las gracias.
La acción transcurre en Argentina, entre la redacción de un periódico en declive cuyo director intenta combatir al presidente argentino y una urbanización de lujo en la que hasta las moscas deben pedir permiso y someterse a registros para entrar (por si pretenden hacerlo con malas intenciones) y para salir (por si han birlado algo). En ella, un señor adinerado ha abandonado este mundo degollado, como dos o tres años antes lo fue su esposa, nunca probada víctima del ahora finado. Se dice que el muerto se ha suicidado así, a lo bestia, no en plan obra de arte sino en plan charcutería. Es un asunto truculento, llamado a hacer las delicias de los lectores ávidos de carnaza, así que el director del periódico le da trato preferencial.
¿En qué consiste ese tratamiento?
Periodísticamente, en nada: el experto en estos temas, un experimentado periodista ya próximo a la jubilación, ha sido degradado a la confección de noticias tontas de sociedad, así que se hace cargo un jovenzuelo recién llegado que solo sabe buscar información en Google. Tan poca cosa es el pobre que en toda la novela no pasa de ser «el pibe de Policiales». Cierto es, no obstante, que Jaime Brena, el viejo periodista, le echa una mano, y a veces las dos, por lo que la novela tiene un componente de iniciación (el pibe), otro de desarrollo de la amistad (Brena y el pibe) y un tercero de aceptación de la vejez y realidad (Brena).
Ahora bien, en materia de espectáculo el periódico incluye entre su «información» los artículos no informativos, sino reflexivos de Nurit Iscar, apodada Betibú por los más íntimos, una escritora de poco más de cincuenta años que, tras conocer hace tiempo el éxito, vive una agónica época de vacas flacas tras haber cambiado de género y de registro pasando de la novela negra a la romántica (¿o romanticona?) inspirada en cierto idilio que conocerá quien lea la historia.
Nurit, Betibú, es «destinada» a un casoplón en la urbanización para tomar el pulso al vecindario y escribir con conocimiento de causa. Pero por allí pasa más gente: Jaime Brena, el pibe de Policiales, las amigas de Nurit, que tienen con ella una confianza extrema y andan vigilantes para meterla a la cama con alguien pero no con cualquiera, la parentela, un viejo comisario vieja fuente de Brena… Y a partir de estos encuentros, de datos dispersos de apariencia casual y de otras zarandajas la investigación periodística consigue llegar más lejos de lo previsto en lo que resulta ser casi una novela negra de salón, un puzzle entretenido y verosímil dentro de lo irreal del planteamiento, y por momentos brillante, en la que cada personaje está tan perfectamente definido que no hay puntos confusos ni de fricción. Cada uno es como es y como debe ser, y hay historias personales suficientes (algunas con un conflictivo pasado común) como para que la novela no sea solo un misteriete a resolver.
Con un ritmo en lento pero en constante crescendo, la acción desemboca, ya a velocidad de desenlace, en lo que parece el final más lógico, aunque a falta de las páginas suficientes para intuir alguna sorpresa que haga honor al habitual reclamo de que nada es como parece. Una gran novela de intriga escrita con multitud de giros argentinos y en la que el lector pronto coge la dinámica necesaria para seguir sin problemas la por muchos odiada técnica de no separar e identificar los diálogos con los signos de puntuación correspondientes.
Seguiré leyendo a Claudia Piñeiro.
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