En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

jueves, 22 de febrero de 2024

Los que no perdonan – Alan Le May

 


Hay personas que merece la pena conocer. Una de ellas es la culpable de que haya leído este magnífico libro. No esperaba nada, pero me llegó un paquete que, por la pinta, no podía ser sino un libro. Y al disponerme a abrirlo esperaba cualquiera menos este. ¿Por qué? Porque el western como género literario era completamente desconocido para mí. Solo, allá por el Paleolítico, había leído algunas novelas de bolsillo (literalmente de bolsillo) que para entonces ya eran viejas: Marcial Lafuente Estefanía, Francisco González Ledesma (Silver Kane) y algún otro. De ellas no recordaba más que el placer de la lectura.

Bueno, pues Los que no perdonan es un novelón colosal, con tintes de epopeya, que no creo que nadie se arrepienta de leer. Quizá, eso sí, a quienes tengan ya unos cuantos trienios en esto de andar por el mundo les resulte más sencillo imaginar cuanto describe, porque hay una generación de españoles (la mía) que creció viendo películas «del oeste» en la televisión: las había cada dos por tres. Era inevitable no verlas. También es probable, claro, que eso condicione la libertad de la imaginación.

En cualquier caso, para un chaval aquellas lejanas películas y novelitas eran más atractivas por lo que de acción tenían que por los aspectos emocionales o históricos. En cambio, ahora, al leer esta novela la importancia de las cosas se invierte. Más allá de los controvertidos y poco sensatos juicios del presente sobre el pasado, la colonización de una gran parte de Estados Unidos tuvo aspectos épicos (que no están reñidos ni con lo sangriento ni con lo truculento): nativos que luchaban por su supervivencia (y a veces también entre ellos) frente a inmigrantes tan empobrecidos y desesperados que, sin absolutamente nada que perder y azuzados por la ilusión de la prosperidad, estaban dispuestos a morir para defender la posibilidad de morir trabajando o para defender su pedazo de terruño.

Aunque lo de «terruño» es un decir, claro. Las fabulosas extensiones de aquel territorio (en concreto, esta novela transcurre el Texas, un lugar con planicies eternas que se pierden en el horizonte produciendo una sensación de soledad inmensa y, a mi modo de ver, enloquecedora) permitían una forma de explotación ganadera que nunca antes se había dado y nunca luego se volvió a dar: unas cuantas décadas singulares e irrepetibles en territorios tan amplios que no se llegaba a formar la sociedad ni, por supuesto, alcanzaban a controlar las autoridades. Un sálvese quien pueda.

La novela tiene el valor añadido de referirse a una época (1870) que fue vivida y sufrida por el abuelo de Alan Le May (1899-1964). De boca de quienes las vivieron, el autor debió de escuchar muchas historias intensas en su infancia y juventud.

La novela cuenta la historia de una familia de colonos dedicados a la ganadería. Una madre esforzada y sacrificada, tres hijos varones y la menor, una hija que, ella no lo sabe, fue rescatada y adoptada por vía de hecho. Se sospecha que pueda tener sangre india, lo cual es un doble problemón: los expone a la marginación ante los suyos, pues existe un racismo rampante basado en la disputa a muerte, literalmente, por los recursos, y a la ira y reivindicaciones sobre ella de los nativos, si llegan a considerarla una de ellos. Aparte, claro, del trauma que Raquel puede sufrir si se entera de que no es quien cree ser. El padre, una figura de referencia, falleció durante un traslado de ganado, al no poder vadear un río. Los hijos varones son todos muy jóvenes y con personalidades muy diferenciadas y acusadas. También tiene una personalidad muy definida Raquel, que ronda los 17 años pero que, a diferencia de sus hermanos, está sobreprotegida y relegada al trabajo doméstico en una casa que apenas es más que las cuatro paredes de una cueva cerrada. Entre ella y su hermano mayor, que ha asumido el rol del padre, existe una atracción que navega entre lo fraternal y lo incestuoso.

En el quinto pino vive otra familia de colonos con la que no les queda otros remedio que compartir intereses, que no afinidades. Una familia algo más torpe, con una madre con problemas de movilidad (ya verá el lector por qué) y un padre no mucho más pimpante, que apenas puede desplazarse si no es en carro. A falta de más población, la hija, a la que se concede mucha más libertad que a Raquel, parece predestinada a casarse con el hijo mayor de la familia protagonista, lo que la aboca a la rivalidad con su futura y joven cuñada.

Y a partir de aquí, con una gran prosa, concisa y elegante, y maravillosamente enmarcada en las costumbres recién forjadas y en los usos de tan singular forma de ganadería, la historia: ¿se sabrá el origen de Raquel? ¿Si se llega a conocer, cómo afectará a las relaciones de vecindad y con los indios? ¿Qué diablos pasará cuando unos y/u otros averigüen el pastel, y más teniendo en cuenta cómo se solucionan los problemas en ese entorno? La acción cabalga (permítaseme el verbo) entre esas dudas y las situaciones de tensión que acaban siendo causa o consecuencia de su resolución; situaciones, además, que implican una carga emocional enorme para el lector al poner en riesgo la vida de los personajes en un juego duro y hasta diabólico que combina todo lo que acabo de citar con los calendario de traslado de ganado y otras actividades de modo que… Bueno, quien quiera saberlo, que lea Los que no perdonan. Solo diré que tal y como es la historia, el título está más que justificado: perdonar cuando se vive tan al límite, a veces tiene más de estupidez que de generosidad.

El autor consigue recrear magistralmente la atmósfera de soledad y desvalimiento de una vida tan sacrificada y esforzada, el espíritu tenaz necesario para hacer de la adversidad un modo de vida del que sentirse orgulloso y, por supuesto, al final, la angustia, el terror y la sinrazón, y entre medio también la valentía y el coraje.

La novela fue llevada al cine por John Houston, que ya antes había llevado a las pantallas la obra más famosa de Alan Le May, The Searchers (cuyo título en España, fantástico, fue «Centauros del desierto»). Para quienes tenemos los trienios que antes mencionaba, leer Los que no perdonan es como ver una película del oeste como nunca antes lo habíamos hecho: metiéndonos en la acción como si estuviéramos dentro de la pantalla. Así podemos ensuciarnos con el polvo, sufrir la sed que provoca, analizar, reflexionar, ver, sentir y hasta oler todo lo que en el cine pasa desapercibido salvo para los estudiosos capaces de ver veinte veces la misma película hasta extraer todo su jugo.

Una gran novela muy bien editada por Valdemar.

        Llegado a este punto solo puedo terminar esta reseña de una manera: dando gracias a la amiga que me regaló Los que no perdonan. No debía haberme regalado nada, pero yo, a diferencia de los personajes y dadas las circunstancias, se lo perdono sin dudar.




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