En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

lunes, 5 de febrero de 2024

Un viejo que leía novelas de amor – Luis Sepúlveda

 


Una buena forma de hacer el ridículo es leer este libro, salir maravillado de su lectura, decirte que vaya suerte has tenido, que qué joya has descubierto y, en cuanto buscas algo más de información, comprender de golpe que eres un ignorante, pues Un viejo que leía novelas de amor no es un tesoro ignoto que has descubierto en una librería recóndita, sino una obra traducida a docenas de idiomas y a la que en algunos sitios se atribuyen cifras de ventas que se acercan a los 18 millones de ejemplares. Y yo, sin saber que existía. Madre mía... Así que bien podría comenzar esta reseña titulándola «El día en que descubrí la pólvora». En fin…

Luis Sepúlveda nació en Chile en 1949 y murió de COVID-19 en Asturias en 2020, a los setenta años, con la triste distinción de ser el primer paciente de esa enfermedad en Asturias y el segundo chileno en dar positivo. Mucho antes, en 1988, antes de cumplir los cuarenta, había publicado esta novela.

El viejo del título, antes de serlo, había sido joven. Y se había casado. Ciertas circunstancias lo habían forzado a emigrar a una localidad (de algún modo hay que llamar al lugar) en la amazonia ecuatorial, un sitio infernal cuyo nombre, llamado a amparar las promesas gubernamentales, parece una broma: «El Idilio». Una zona selvática a la que solo se puede acceder por vía fluvial y no en todas las estaciones del año.

Algo que define el carácter del personaje, además de su conformismo, es que, aunque apenas sabe leer, es muy aficionado a las novelas de amor que cada muchos meses le trae un dentista cuyos métodos en aquellos andurriales, qué remedio, se parecen mucho a los de un matarife. La afición del viejo a la lectura no es inocente: a través de ella revive las historias de amor que pudieron ser y no fueron. O, mejor dicho, la historia, en singular. Su historia.

Siempre con una mano delante y otra detrás, porque las promesas de los gobiernos solo tuvieron el efecto de abandonar a su suerte a unos cuantos desarrapados, el protagonista, Antonio José Bolívar Proaño, tiene la ocasión (sin dejar de vivir entregado a sus recuerdos) de convivir e integrarse con los indígenas, de quienes aprende a respetar la naturaleza y a convivir con ella.

No pueden decir lo mismo quienes hacen «prosperar» el pueblo haciéndolo pasar de cuatro casetos desperdigados a unos cuantos más: gente venida de otras latitudes, especialmente norteamericanos, cegados por la soberbia de su origen «superior» respecto a esos pobres desgraciados y, sobre todo, confiados en la fuerza de su codicia y de sus armas. En este bando hay que meter al «alcalde» del lugar (también de alguna forma hay que llamarlo). ¿Y qué es lo que sucede? Como puede suponerse por lo que acabo de decir, lo que ocurre es que la soberbia desafía a la naturaleza, y como la soberbia está reñida con la inteligencia, el resultado es desastroso. La naturaleza es cruel pero, a diferencia del ser humano, no gratuitamente, y el pecado de la crueldad gratuita no lo perdona.

Y ahí está Antonio, sin armas distintas a su capacidad de observación y a su comprensión de la selva, de sus habitantes, de los animales y hasta de las plantas, para demostrar que es más fácil y probable que el mundo te coma a ti que viceversa, y que es posible vivir una vida razonablemente satisfactoria y en paz si no tienes otra ambición que comprender el mundo para ser parte de él sin cambiarlo.

Un temprano, breve y poético alegato en defensa de la paz, del planeta y de cuál debe ubicación del ser humano en el mismo. Una gran lectura de pocas páginas.


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