La
novela comienza cuando el loco “detective” de El misterio de la cripta embrujada es secuestrado en el manicomio,
por obra y gracia de la policía, y conducido a un hotel donde un estrafalario
ministro le indica que debe hacer un pago en efectivo en Madrid, al día
siguiente, y le da un maletín lleno de dinero y las instrucciones para el pago.
Esto
desencadena una espiral de acontecimientos luego enlazados con todo tipo de despropósitos,
y que comienza cuando al protagonista le roban el dinero y termina, al final,
en un ambiente “de nave espacial” y con una imagen que, me da pena decirlo, no
es demasiado original: la de una interferencia en una retransmisión.
Lo que ocurre entre medio es
la “trama”. Durante dos tercios la novela parece tener pies y cabeza, pero
luego, de súbito, comienza a perder unos y otra, enlazando un disparate tras
otro hasta conseguir que lo comenzado con una novela del tipo El misterio de la cripta embrujada,
termine de forma de “más difícil todavía”.
Y lo
dicho en el párrafo anterior es clave para comprender por qué, a mi juicio,
esta novela, en el plano humorístico,
está muy por debajo de su predecesora y de su sucesora (la cual, a expensas de
que ahora la relea, me pareció la mejor de las tres). Primero porque Mendoza, durante buena parte de la
novela, hace que el humor ceda ante la trama, que pasa a ser lo principal
(aunque el final, que no desvelo, no deja de ser una buena broma al respecto);
y lo hace de forma extraordinariamente detallista, hasta el punto de que el
lector no quiere perder ripio porque da la sensación de que cualquier detalle
va a ser necesario para comprender el desenlace; tan en serio nos tomamos el
argumento, tan intrincado y enrevesado es, que el protagonista se pega tanto a
la acción que nos olvidamos de lo fundamental: que la gracia, si está en algún
sitio, está en él, en cómo es, en sus vivencias y en cómo las expesa. Y él anda
en esta ocasión menos ingenioso y más falto de chispa que en las otras dos
novelas que he leído. Hay que admitir, sin embargo, que el interés que el humor
no llega a arrastrar consigue hacerlo la “trama”. Entrecomillo el término
aparte de por lo que he dicho sobre la broma final, porque a partir más o menos
del segundo tercio de la obra la evolución del argumento cambia completamente,
se hace más loca, más disparatada, la acción se hace más lenta aunque se
pretende acelerar con capítulos cortos y, en algunos momentos, insustanciales;
la trama se disuelve en ese punto, o al menos comienza a difuminarse; pasamos de una novela
“negra” paródica a una parodia de no sabemos muy bien qué; y también cambia el humor; lo patético del
protagonista y el contraste entre lo que es y lo que está haciendo, y entre lo
que hace y cómo lo cuenta, deja paso a una sucesión de imágenes y aventuras
insólitas que recuerdan al humor facilón del cine norteamericano, más vinculado
a lo extravagante y a lo chocante que a lo mordaz, más vinculado a la imagen
que a la idea, y que no están a la altura de otros trabajos de Mendoza; y, lo que es peor, que desvirtúan
al personaje, desdibujado en esta novela respecto al que protagonizó El misterio de la cripta embrujada.
Por fortuna, La
aventura del tocador de señoras el personaje volvió a sus raíces. En El laberinto de las aceitunas, además
de lo dicho, aparece menos amanerado en su hablar (o con un amaneramiento más
discontinuo), y para colmo tienen algunos ramalazos de normalidad, cuando lo
atractivo del personaje es, precisamente, la forma en que trata de encajar su
anormalidad en la vida ordinaria. Así, por ejemplo, hace un correcto análisis
de su vida (sin intentar tomar como normal lo anormal), en una ocasión
manifiesta unas aspiraciones horrorosamente pequeño burguesas (dando a
entender, por tanto, que es consciente de su extravagancia, cuando posiblemente
hace más gracia lo contrario) e incluso, con la guapa de la historia, llega a
hacer algo vetado a cualquier antihéroe.
Por último, para terminar con el aspecto humorístico, varias puntualizaciones:
Mendoza vuelve a recurrir con frecuencia a cierta escatología bastante directa
que, si en la primera novela era acertada porque ayudaba a definir al personaje
y su entorno, en esta, estando el protagonista más difuminado, pierde buena
parte de su razón de ser y de su gracia, aislándose y, por tanto, acercándose
demasiado al humor “simple”. En cambio, es de destacar la forma en que utiliza
los nombres propios para hacer reír: el “ministro” se apellida Pisuerga, siendo un caballero que nadie
puede negar que ha aprovechado que el Pisuerga pasa por Valladolid; “La” Emilia
se hace llamar Suzanna Trash, nombre
cuya sonoridad revela unas ínfulas solo equiparables a su ignorancia, habida
cuenta de la traducción del apellido; el viejo sabio se llama Plutarquete, enlazando, por medio del
diminutivo, al célebre historiador Plutarco
con un personajillo más propio de un tebeo. También Mendoza vuelve a recurrir en esta novela, como en la anterior, a
jugar con la facha del protagonista, a quien vemos vestido de camarero, con
traje, sin camisa y con cuerda a modo de cinturón, en calzoncillos, desnudo
bajo una gabardina como el exhibicionista tópico, e incluso, como diría don Quijote, “en pelota”. Otros
recursos son la caterva del locos del manicomio, que facilitan las alusiones
más esperpénticas y divertidas, y la aparición, como perfecto comodín, del comisario Flores, que en esta ocasión
también aparece desdibujado; si en la primera novela era un policía de la vieja
escuela que combinaba sus métodos con una buena dosis de pragmatismo, pereza y
comodidad pero, dentro de sus limitaciones, era un policía más o menos normal,
ahora no sabemos a qué carta quedarnos, pues demuestra una torpeza superlativa
al principio, quizá en exceso caricaturesca, para, al final, retornar a su ser
original. Mención aparte merece Cándida, la hermana del protagonista, una vieja
y degradada prostituta. La sordidez en la que vive, combinada con el tono,
tiene un efecto cómico innegable (¡hay que ver cómo transforma las cosas el
humor!)
En resumen: personajes menos atractivos que en las otras
dos novelas (pero todavía muy atractivos, que conste), y una trama que al
principio absorbe toda la atención y, conforme pasan las páginas, quiere
transformarse a sí misma en la fuente del humor.
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