En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

lunes, 29 de octubre de 2012

Crimen en el Barrio del Once – Ernesto Mallo




   El comisario Lascano es un policía viudo que vive, o sobrevive, en medio de sus recuerdos y en medio, también, de la dictadura argentina. Un buen día, o no tan bueno, aparecen tres cadáveres. Dos presentan signos inequívocos de haber sido ajusticiados por los militares, pero no así el tercero. Lascano comienza a indagar quién es y por qué lo mataron. A partir de aquí la historia inevitablemente debe cruzarse con las otras que desembocaron en el crimen: la de un responsable militar que ha “adoptado” un niño por una vía de lo más expeditiva, la de unos hermanos poco aficionados al trabajo y mucho a la buena vida, y la de una “subversiva” que escapa a una redada.

   La investigación en sí no depara sorpresas: sigue el cauce normal y conduce donde el lector espera habida cuenta de los personajes que aparecen. Lo más significativo, lo que hace distinta la novela al resto, es, por una parte, el asfixiante ambiente impuesto por la dictadura, un auténtico régimen del terror; y, por otra, el también asfixiante “ambiente personal” de Lascano, a medio camino entre la desesperanza, la soledad y la depresión. Junto al interés por averiguar quién es el asesino y si su crimen quedará o no impune, el autor juega con maestría la vieja técnica de dejar al “héroe” con un punto flaco que puede acabar con él si llega a conocimiento de sus superiores. En definitiva, que la cosa tiene más intensidad cuando el protagonista anda en el filo de la navaja.

   También llaman la atención los diálogos, que no siguen las reglas al uso y se concentran en párrafos en cursiva donde los intercambios de frases, en ocasiones, resultan ligeramente confusos de seguir.

   Novela negra en un ambiente social y político negrísimo, con la paradoja de que junto a los criminales de los bajos fondos, que son perseguidos y deben esconderse, coexisten los asentados en el poder, que casi llegan a hacer gala de sus crímenes. La novela viene a demostrar que no hay diferencia ni de métodos ni de objetivos entre los unos y los otros, pese a la impunidad del poderoso. 







lunes, 22 de octubre de 2012

Lennox – Craig Russell






   Me da la sensación de que Craig Russell estaba ya un poco cansado de Jan Fabel, porque los límites del personaje son evidentes (ya en “La venganza de la Valquiria” aparecía como lo que no era al principio: experto en asesinos en serie), y deseaba hacer algo distinto. Y lo ha hecho, sacándose de la manga a un detective, Lennox, que no se sabe muy bien si es detective privado o “husmeador” al servicio del peor postor (y no lo digo en términos económicos). No obstante, es inevitable hacer ciertas comparaciones:

-La importancia del entorno, la ciudad como protagonista: así como Hamburgo tiene un papel relevante en la serie de Fabel, Glasgow lo tiene en esta primera novela de la “serie Lennox”.

-Sin el salvajismo de la violencia de las novelas de Fabel, lo cierto es que en esta primera de Lennox abunda la truculencia. Se sustituye, eso sí, el salvajismo refinado por el brutal, cuyas consecuencias, sin embargo, no afectan menos al estómago.

-Como ocurre con Fabel, el pasado del protagonista condiciona su presente. En este caso, los horrores vividos en la II Guerra Mundial lo han traumatizado e insensibilizado a partes iguales. Se considera a sí mismo un buen chico muerto en la guerra que alumbró la personalidad que en ese momento tiene.

-Y, al igual que Fabel es un medio británico en Alemania, Lennox es un canadiense en Escocia.

Como es la primera novela que leo de “Lennox”, no sé si habrá más elemento comunes, como “malos” que se perpetúan de novela en novela, pero no me extrañaría.
Ahora bien, también hay diferencias notables:

-La primera, obvia, la temporal: la acción transcurre en los años cincuenta, lo que sin duda permite ciertas “licencias criminales” al no estar tan desarrolladas las técnicas policiales. Si la minuciosidad de Fabel y sus chicos es casi un espectáculo, aquí las cosas son mucho más chapuceras: la policía no se entera, o no quiere hacerlo, y lo que no aporta el conocimiento y la investigación, lo aporta la acción.

-Lennox es un caradura, un delincuente, y un tipo con pocos escrúpulos. Exactamente lo contrario que el honestísimo Jab Fabel. Tiene que ser cansadísimo escribir tanto sobre alguien con tan buenas intenciones y con esa honradez a prueba de bomba (atómica).

-Si en las novelas de Fabel el humor apenas está presente, no ocurre lo mismo con Lennox. Es un humor negro, de “tipo duro” capaz de ironizar de su propia muerte cuando están a punto de levantarle la tapa de los sesos. En consecuencia, es un humor poco realista, y que hace al lector permanentemente consciente de estar ante una ficción. Además es un humor poco elaborado, un tanto simple, con algunas comparaciones que, pretendiendo pasar por ingeniosas, se quedan en simples frasecillas de gracioso vocacional. No obstante, este humor tiene la constancia y la intensidad suficiente para dar completamente un giro al tono que Russell emplea en la serie de Jan Fabel.

Dicho esto, ¿cuál es el argumento?

Lennox es un caballero que vive de alquiler en la segunda planta de una casita alquilada por una atractiva y traumatizada viuda que perdió a su marido en la II Guerra Mundial (y tan perdido, porque el cadáver se lo debieron de pimplar los peces). Se dedica hacer averiguaciones varias al servicio, fundamentalmente, de personajes que no se atreven a reclamar a la policía que las haga, porque a menudo persiguen intereses ilícitos, o descubrirían chanchullos previos. Lennox, además, vive razonablemente bien: sin nadar en la abundancia, no le falta dinero, y hasta tiene coche (y deportivo) en una época en que casi nadie lo tenía. Lo cual, por cierto, explica lo fácil que es aparcar durante toda la novela.

Glasgow aparece como una ciudad sometida a las mafias, lo cual creo que es una concesión al romanticismo del autor, que ha querido enlazar con lo más clásico de la novela negra. Y ocurre que el pastel se lo reparten entre tres “reyes” (así llamados, por cierto: “los Tres Reyes”, de forma un tanto pomposa, y que en ocasiones suena algo ridícula): uno católico, otro protestante y el otro judío. Los tres cortan el bacalao, y Lennox, en un ejercicio de malabarismo laboral, trabaja indistintamente para los tres. Pero este escenario no implica que la pequeña delincuencia no tenga sus aspiraciones. Y dentro de ella están unos hermanitos gemelos de muy baja estofa, los pequeñoburgueses de la profesión. Uno de ellos es asesinado, y el otro recurre a Lennox es de suponer que para esclarecer el crimen. Lennox no quiere saber nada del asunto, y acaba teniendo una pelea con el hermanito vivo. Ocurre, sin embargo, que las cosas se complican: empiezan a aparecer fiambres, y Lennox siempre está a un pelo de ser considerado responsable de cada muerte. En paralelo, el último caso que ha llevado (la desaparición y aparición de la esposa de un industrial) también ocupa su tiempo (curioso que es el caballero) y, como es previsible, no será un asunto tan independiente como parece.

La violencia late en cada página, pero no hay una carnicería-festín final especialmente espectacular, porque, de hecho, al modo en que también lo hace con Fabel, el autor lanza un anzuelo en la primera página, describiendo la difícil situación en la que Lennox se encuentra al final de la novela: con el costado hecho trizas, con una chica guapa hecha papilla, un montón de dinero, y un tipo apuntándole.

El final, sin embargo, aun siendo más o menos peliculero, tiene un grado de complejidad y originalidad apreciable.  Y aunque algo se ve venir, pocos lectores tendrán la paciencia de detenerse a imaginarlo, así que no deja de tener cierto componente de sorpresa, que siempre se agradece en las novelas de intriga.

En resumen, una novela que se lee rápido y bien, con mucho del Russell de Fabel, pero con más humor, con un protagonista “malo”, y enlazando con la novela negra clásica: mafias con sus capos y sus matones con apodos, un detective por protagonista… hasta sombreros llevan los personajes. Imposible no pensar en el Chicago de los años 20.

jueves, 18 de octubre de 2012

¿Dónde nace el humor?



Desde que publiqué La terrible historia de los vibradores asesinos he debido opinar con cierta frecuencia sobre el humor (*), o sobre algunos aspectos concretos de él. No es que sea yo un experto ni la alegría de la huerta, pero, buenas o malas, algunas reflexiones he hecho al respecto, porque es un tema que me interesa. Así que me permito ponerlas aquí, donde las leerá quien quiera, y quien no las dejará correr. La primera, hoy, necesariamente ha de ser sobre mi concepción del humor. ¿De dónde sale? ¿Por qué? ¿Para qué?

En mi opinión el humor nace de los errores. De todos los errores. Pero los que a mí me importan, los que dan sentido al humor, son los que afectan a la percepción de las personas, incluidos, por supuesto, nosotros mismos. ¿Seré capaz de explicarlo?

Lo intentaré.

Todos, incluso los más modestos (o los menos vanidosos) nos otorgamos una importancia que no tenemos. La causa probablemente sea nuestra incapacidad para asimilar que el mundo puede prescindir de nuestra existencia, que no nos necesita ni como abono; incapacidad debida a que solo le encontramos sentido en la medida en que existimos en él. Dicho de otra manera: somos vara de medir porque no sabemos hacer más; no por soberbia, sino por ignorancia; aunque el resultado acaba siendo el mismo, porque tendemos a creer que hacemos lo que queremos, cuando solo hacemos lo que podemos. Y al sentirnos más importantes de lo que somos incurrimos en una profunda equivocación. La prueba es que si todos fuéramos el Rey del Mambo, nuestro empecinamiento en morirnos no dejaría de cambiar el mundo a cada instante. O, al menos, el mundo del mambo. Sin embargo la machacona realidad es que caiga quien caiga, nada cambia. Como tuve ocasión de opinar en casi todas las presentaciones de La terrible historia…, cuando las circunstancias nos hacen conscientes de ese tremendo error solo caben dos alternativas: engañarse a uno mismo y vivir en la inopia creyendo ser quien no se es (cómoda y anestésica fórmula utilizada por una ingente cantidad de personas, y a menudo el camino más seguro para convertirse en un idiota insoportable), o aceptar nuestra pequeñez. El problema de la segunda opción es que conduce al desencanto, cuando no de cabeza a la depresión, a no ser que recurramos a la única fórmula existente para asumir con realismo y cierta alegría la sideral distancia que nos separa de nuestras aspiraciones. Me refiero al humor. Porque cuando algo o alguien, nosotros, no es lo que parece, si no llega la decepción o el enfado es porque los desplaza una sonrisa.

Pero el humor, que visto así es una reacción, puede y debe usarse también en sentido contrario: como una acción para descubrir las realidades que las apariencias esconden. El uso del humor tiene entonces algo de indecente, porque desnuda, porque descubre las vergüenzas propias o ajenas.

Restarnos importancia a nosotros y a cuantos nos rodean nos permite además el lujo de ser más realista que el resto de mortales. Quien menos ha de temer a la realidad es quien en última instancia se sabe capaz de acabar sonriendo ante ella. Cosa distinta es, por supuesto, reírse sin analizar, reírse porque sí, reírse de una cosa y de su opuesta, para lo cual no hace falta ser inteligente, sino un formidable majadero (especie también muy nutrida). Porque la risa no hace bueno ni inofensivo a su objeto; el humor, cuando no es un mecanismo de defensa (Cervantes), lo es de ataque (Quevedo). Es decir, siempre hay un problema de base; una discrepancia entre lo que esperábamos o vemos y lo que hay o encontramos; el humor no la elimina, solo nos permite descubrirla o afrontarla. El humor es cualquier mecanismo que nos permite separar realidades y apariencias sin caer en el desánimo o el enojo.

Y esto es cuanto quería decir hoy. Me da en la nariz que esta primera perorata ha salido algo sabihonda, pero por fortuna tengo la excusa de que es difícil evitarlo cuando se habla en serio de la broma.  Y si he sido pelmazo, permítanme congraciarme con ustedes ahorrándoles el trabajo de hacer un resumen: el humor es fuente de sentido común y estabilizador mental. Y, por suerte, sin receta médica.

Aunque, ahora que lo pienso, si este artículo no ha sido lo que ustedes esperaban, no protesten ni se lamenten: tómenselo con humor: ¿cómo han podido ser tan pardillos de ir a parar a mis manos?

Y termino con un cotilleo: de esta concepción del humor partirá la próxima reflexión: la relación entre humor y solemnidad.



(*) Permítaseme un aviso para horripilación de puristas: ya sé que debería usar el  término “humorismo”, y no “humor”. Si no lo hago es porque no me da la gana.

lunes, 15 de octubre de 2012

Las uvas de la ira - John Steinbeck



     Hay libros pésimos, otros que simplemente entretienen, otros que te hacen aprender, y algunos, pocos, que además te hacen mejor. Las uvas de la ira es una de esas novelas que perduran no solo por servir de testigo de una época, sino por la forma en que reflejan lo mejor y lo peor del ser humano. Seguramente es una novela que durará siglos.
     El argumento es muy sencillo. Primer cuarto del siglo XX: la familia Joad, arrendatarios de unas pequeñas tierras en Oklahoma, se ve desplazada de ellas por la llegada de los tractores, y es lanzada, de un día para otro, a la indigencia. No es un cambio más debido a los avances tecnológicos, a los que ahora ya estamos acostumbrados: es un cambio incomprensible para quienes lo sufrieron, porque puso patas arriba la relación del ser humano con el campo mantenida desde los inicios de la agricultura. El único tipo de trabajo que habían tenido casi todas las comunidades durante milenios se volatilizó en pocos meses. Se volatilizó, en definitiva, el mundo de millones de personas, que no podían tener una sensación muy diferente a la de las víctimas de un huracán, de un terremoto, o de  cualquier otra catrástrofe: el cambio era una fatalidad contra la que no se podía luchar, pero, al provenir de otros seres humanos, era vivida como una profunda injusticia y con una infinita impotencia. Como los Joad, millares de pequeños agricultores se vieron obligados a emigrar por vía de urgencia a California en busca de trabajo. Básicamente, para trabajar en la recogida de fruta.
     Y a partir de aquí, la saña con que el ser humano se aprovecha de los débiles, y la forma en que el poderoso rechaza al débil por la debilidad que el mismo poderoso se empecina en provocarle: desde los cazagangas que ofrecen cuatro chavos por las pertenencias de toda una vida, hasta los que alzan los precios aprovechándose de la necesidad, pasando por todo tipo de especuladores, incluidos los grandes. Vemos también cómo se maltrata al inmigrante, cómo se le impide acceder a todo y luego se le acusa de ser marginal. Vemos cómo se manipula la realidad, cómo basta la acusación de ser “un rojo” para hacer de uno un delincuente, aunque el acusador ni siquiera sepa lo que es ser “un rojo”, y aunque el supuesto “rojo” solo haya expresado su deseo de tener una retribución que le permita comer. Vemos cómo incluso se trata mejor a los caballos que se usan en la tierra que a los recolectores de esa misma tierra.
     Pero lo peor, sin duda, es que en nada hemos avanzado en casi un siglo: la peregrinación de los Joad es un paseo comparada con las odiseas de muchos de los inmigrantes africanos que llegan a Europa huyendo, como los Joad, del hambre acuciante. Nada más y nada menos que del hambre. Como los Joad tuvieron que pagar un dineral por un coche destartalado, los emigrantes actuales son sangrados para jugarse la vida cruzando el estrecho en una cáscara de nuez o hacinados hasta la asfixia en un contenedor. Como los Joad no tenían dónde meterse, a muchos inmigrantes actuales se les cierra el mercado del alquiler de vivienda, o se les exige precios exorbitados; como los Joad, muchos emigrantes se ven obligados a participar en “subastas a la baja” en la recolección de fruta, a ponerse en venta en plazas donde un señor en una furgoneta decide, cada mañana, quien tiene resueltos los dos próximos días de vida y quién no; como los Joad, muchos se ven obligados a vivir sin las más mínimas comodidades, sin agua corriente, sin luz, sin nada. Y, como los Joad, casi todos reciben el desprecio de los naturales de la zona: son explotados y humillados, y tras maltratarlos así para colmo se les considera invasores; llegando, a veces, hasta a provocarles solo para tener una excusa para ir contra ellos.
     Un libro que hace pensar, y que hay que leer. Porque, se diga lo que se diga, el racismo y la xenofobia, apoyados en una colosal ignorancia, siempre han campado a sus anchas en España y en todas partes. Un libro que también hace pensar que nada hace tan insolidario e egoísta como el bienestar material.
     Y termino haciendo una referencia al final: uno de los más bonitos que haya leído nunca y, también, un final con una enorme carga simbólica. Cuando uno no tiene nada, cuando ni siquiera tiene ropa con la que vestirse ni nada que llevarse a la boca, todavía se tiene a sí mismo. Un grito proclamando la dignidad de todo ser humano.



jueves, 11 de octubre de 2012

Reflexiones sobre literatura y humor, 4



"...comprendieron a principios de siglo que el humorismo iba a invadir la literatura, limpiándola de simpleza -porque el humorismo es el zotal de la literatura-..."

Enrique Jardiel Poncela. Amor se escribe si hache.


lunes, 8 de octubre de 2012

Amor se escribe sin hache - Enrique Jardiel Poncela



Amor se escribe sin hache es algo más que una novela de humor, es un clásico, una novela de una altura más que considerable.

Lo primero que llama la atención es que su estructura, por llamarlo de alguna manera, deja casi todo que desear desde la perspectiva de “las buenas maneras” (no se sabe si literarias o empresariales) de la novela “que se vende”. Y no solo porque la novela en sí esté repartida en capítulos más o menos caprichosos (no así las partes), porque los apartados proliferen como las setas en un otoño lluvioso o porque el autor se permita el lujo de espolvorear dibujitos allí donde le parece, sino porque la “presentación” que hace de sí mismo, siendo divertida, lo mismo podría estar que no, y porque las “críticas” finales poco aportan (aunque, a cambio, son mucho más cortas). En resumen: Jardiel Poncela hizo exactamente lo que le dio la gana, y le dio la gana hacer lo que se le ocurrió en cada momento; y lo mismo que escribió lo que escribió pudo haber añadido los menús que comió mientras duró la redacción de la novela o el número de veces que se rascó la nariz. Una de las mejores cosas de Amor se escribe sin hache es, sin duda, que a cada línea se nota que el autor se lo pasó en grande escribiéndolo, y que hizo lo que le apeteció, pensando más en reírse él que en hacer reír al lector.

El argumento es un poco quijotesco: “ir contra las novelas de amor en serio a través de una novela de amor en broma” (no es textual, lo pongo de memoria). Y para ello se sirve de una mujer, lady Brums, que además de hermosa tiene una cantidad de amantes que no podrían reunirse en ningún lugar más pequeño que un estadio olímpico. El protagonista, el distinguido señor Pérez Seltz, alias Zambombo, bebe los vientos por ella. Apenas la ve cae rendido, víctima de ese amor idealizado que el autor pretende criticar. Lo que ocurre luego es lo previsible, pero la gracia no está en la inexistente sorpresa, sino en la caricaturización de lo que, ocurriendo a menudo, siempre se trata con solemnidad, casi con dramatismo, en las novelas de amor: que del amor al odio hay un paso. Aunque Zambombo más que ese paso da un salto, porque llega más allá, hasta los motivos que hacen de esta situación algo tan frecuente. ¿Y cuál es el principal motivo? Que amor se escribe sin hache, como se indica al final.

La historia en sí no deja de ser disparatada, porque los personajes son exagerados, aunque entrañables, pero mucho más que en los hechos el humor rezuma en el tono, en las observaciones que juegan al absurdo y con el doble sentido de las palabras y, también, en la complicidad que el autor logra con el lector a través de las notas a pie de página o mediante comentarios o incluso imaginarias conversaciones con él. Así consigue no hacer olvidar que la historia no es más que algo que el autor cuenta al lector, y que siendo un acto de comunicación, tan protagonista es uno como otro. La novela, en realidad, es la excusa para pasar juntos un buen rato.

En muchas ocasiones el resultado de este humor es similar al del gag, por lo inesperado, por lo ingenioso, por la forma en que el drama desemboca de golpe en la carcajada; otras veces Jardiel recurre directamente al gag; pero también abunda el sarcasmo, camuflado a través de la pretendida vacuidad del autor, que pasa así a integrarse como fuente de humor, como algo tan risible como la propia historia, sin que renuncie a reírse también de todo y de todos.

Porque esa es otra: no deja títere con cabeza, y la crítica a personas, modas y, sobre todo, a la literatura en serie, a las malas obras de teatro o incluso a los actores, son constantes. Sorprende tanta audacia en un autor que, al escribir esta novela, solo tenía 26 o 27 años.

Para ir terminando, el humor de Poncela, siendo muy particular, está relacionado con ese humor entre lo fantástico y lo absurdo que pocos años después popularizaron en el cine los Hermanos Marx, aunque, obviamente, la escritura le da una carga de profundidad mucho mayor que el cine.

Solo un “pero”, que en realidad no lo es, se me ocurre, aparte del ya mencionado caos organizativo (que no supone ningún caos en el relato, dicho sea de paso): las ocasiones de reírse son constantes, se dan a cada párrafo, lo cual puede cansar en una lectura rápida.  Por eso es mejor leerlo a través de muchas dosis cortas que por medio de unas pocas largas.

Y a todo esto, ¿amor por qué se escribe sin hache? Porque con hache solo se escriben las cosas importantes: hijos, hermanos, historia, heroico, herencia, honra y, por supuesto, humor.




lunes, 1 de octubre de 2012

La Isla de los Jacintos Cortados – Gonzalo Torrente Ballester




Tras haber leído en los últimos tiempos un buen puñado de libros más o menos decentes de autores relativamente conocidos, pero destinados “al gran público”, uno tiene la sensación, al leer esta novela, de haber cambiado de mundo. No a un mundo meramente distinto, sino a otro mucho mejor y selecto. Y no solo porque La Isla de los Jacintos Cortados sea un lugar peculiar, sino porque la maestría del autor es tal que a su lado la mayor parte de escritores se quedan en simples aprendices. Al encontrarse a Torrente Ballester tras haber leído, por ejemplo, cierto número de novelas negras al uso, se comprende fácilmente que cualquiera puede escribir un libro y vender miles de ejemplares, pero pocos, muy pocos, merecen ser llamados “escritores” en el sentido noble de la palabra.

Y es que La Isla de los Jacintos Cortados es una soberbia mezcla de razonamiento, imaginación, fantasía, cultura y dominio del lenguaje. Un libro “de peso”. Aunque no un libro cómodo de leer en sus primeras páginas, que se hacen algo farragosas, hasta que las historias se encauzan y el lector se acostumbra al peculiar modo del narrador: el conjunto de cartas escritas a Ariadna, en la que apenas hay puntos y aparte, donde hay frases muy largas, ideas complejas, advertencias e ironías intercaladas, donde, en definitiva, para leer hay que pensar.

El argumento no es sencillo de explicar, pero voy a ver si lo consigo. El narrador, un joven profesor, comparte vivienda y nada más con Ariadna, que acaba convertida en su amor platónico. Y también acaba convertida en nada más, porque vive engatusada por otro profesor. Un profesor emparentado con un antiguo poeta inglés, lo cual le otorga ciertas prebendas en relación a Ariadna, pero un profesor también que tiene dos problemas: su impotencia y que se ha metido en una especie de controversia académica acerca de los métodos de la investigación histórica, hasta el punto de plantear el debate de si Napoleón existió realmente, con el pitorreo consiguiente. Qué ocurre entre estos personajes se va sabiendo de forma intercalada con otra historia, la de la isla de La Gorgona en los albores del XIX, donde el narrador viaja a placer a través del tiempo merced a cierto peculiar mecanismo (a veces, sin más que mirar las llamas del hogar) para presenciar cuanto se le antoja, aunque como testigo mudo e invisible; es decir, sin poder influir en el pasado. Y es a través de estos viajes como precisamente va a quedar refutada o no la teoría del “profesor loco”, viajes hechos con la excusa de averiguar ciertas cosas sobre su ilustre antepasado y, en especial, sobre sus amoríos; aunque el resultado no sea más que la tranquilidad espiritual de Ariadna y, quizá, la decepción del narrador, porque… ¿qué puede desear él? ¿Que su rival quede como un genio o como un chiflado? Sea lo que sea, la realidad intemporal no es algo que se pueda elegir, por lo que el narrador se ve forzado a ir en busca su destino.

La historia de La Gorgona, sin embargo, no tarda en apoderarse del conjunto de la novela, e incluso en desplazar a uno de sus protagonistas, el famoso poeta, pues es de mayor interés, y en ella, aparte de poder saciar como nunca la vena de voyeur que todo lector tiene, nos adentramos en un mundo donde se mezcla lo real y lo fantástico, la libertad y el despotismo, la realidad y la manipulación a que puede someterse.

Todo lo cual se cuenta en el tono a medio camino entre lo pretendidamente erudito y lo selecto de un narrador que claramente desea evitar lo coloquial, lo cual permite dar una pátina de humor a todo el texto, amén de provocar un efecto chocante cuando por boca de uno u otro aparecen expresiones “no demasiado delicadas”. Al igual que en otras obras, queda patente lo que de ridículo ve Torrente Ballester en el orgullo intelectual, en la vanidad de quien se cree inteligente, culto o experto en algo. Como además el narrador trata con enorme condescendencia incluso a los personajes más célebres, el humor vuelve a entrar por esta otra vía en la novela, de forma más sutil que en los a veces enrevesados razonamientos con que uno no sabe si Gonzalo Torrente Ballester quiso divertirse él (es lo que creo) o divertir al lector. Humor inteligente, hecho para esbozar sonrisas, pero no humor sencillo.