Tras haber leído en los últimos tiempos un buen puñado de libros más o menos
decentes de autores relativamente conocidos, pero destinados “al gran público”,
uno tiene la sensación, al leer esta novela, de haber cambiado de mundo. No a
un mundo meramente distinto, sino a otro mucho mejor y selecto. Y no solo
porque La Isla de los Jacintos Cortados sea un lugar peculiar, sino porque la
maestría del autor es tal que a su lado la mayor parte de escritores se quedan
en simples aprendices. Al encontrarse a Torrente Ballester tras haber leído, por
ejemplo, cierto número de novelas negras al uso, se comprende fácilmente que
cualquiera puede escribir un libro y vender miles de ejemplares, pero pocos,
muy pocos, merecen ser llamados “escritores” en el sentido noble de la palabra.
Y es que La Isla de los Jacintos Cortados es una soberbia
mezcla de razonamiento, imaginación, fantasía, cultura y dominio del lenguaje.
Un libro “de peso”. Aunque no un libro cómodo de leer en sus primeras páginas,
que se hacen algo farragosas, hasta que las historias se encauzan y el lector
se acostumbra al peculiar modo del narrador: el conjunto de cartas escritas a
Ariadna, en la que apenas hay puntos y aparte, donde hay frases muy largas,
ideas complejas, advertencias e ironías intercaladas, donde, en definitiva,
para leer hay que pensar.
El argumento no es sencillo de explicar, pero voy a ver si
lo consigo. El narrador, un joven profesor, comparte vivienda y nada más con
Ariadna, que acaba convertida en su amor platónico. Y también acaba convertida en nada más,
porque vive engatusada por otro profesor. Un profesor emparentado con un antiguo poeta inglés, lo cual le otorga ciertas prebendas en relación a Ariadna, pero un profesor también que tiene dos problemas: su impotencia
y que se ha metido en una especie de controversia académica acerca de los
métodos de la investigación histórica, hasta el punto de plantear el debate
de si Napoleón existió realmente, con el pitorreo consiguiente. Qué ocurre entre estos personajes se va
sabiendo de forma intercalada con otra historia, la de la isla de La Gorgona en
los albores del XIX, donde el narrador viaja a placer a través del tiempo merced a cierto peculiar mecanismo (a veces, sin más que mirar las llamas del
hogar) para presenciar cuanto se le antoja, aunque como testigo mudo e
invisible; es decir, sin poder influir en el pasado. Y es a través de estos
viajes como precisamente va a quedar refutada o no la teoría del “profesor
loco”, viajes hechos con la excusa de averiguar ciertas cosas sobre su ilustre antepasado y, en especial, sobre sus amoríos; aunque el resultado no sea más que la tranquilidad espiritual de Ariadna
y, quizá, la decepción del narrador, porque… ¿qué puede desear él? ¿Que su
rival quede como un genio o como un chiflado? Sea lo que sea, la realidad
intemporal no es algo que se pueda elegir, por lo que el narrador se ve forzado
a ir en busca su destino.
La historia de La Gorgona, sin embargo, no tarda en
apoderarse del conjunto de la novela, e incluso en desplazar a uno de sus protagonistas, el famoso poeta, pues es de mayor interés, y en ella,
aparte de poder saciar como nunca la vena de voyeur que todo lector tiene, nos
adentramos en un mundo donde se mezcla lo real y lo fantástico, la libertad y
el despotismo, la realidad y la manipulación a que puede someterse.
Todo lo cual se cuenta en el tono a medio camino entre lo
pretendidamente erudito y lo selecto de un narrador que claramente desea evitar
lo coloquial, lo cual permite dar una pátina de humor a todo el texto, amén de
provocar un efecto chocante cuando por boca de uno u otro aparecen expresiones
“no demasiado delicadas”. Al igual que en otras obras, queda patente lo que de ridículo ve Torrente Ballester en el orgullo intelectual, en la vanidad de quien se cree inteligente, culto o experto en algo. Como además el narrador trata con enorme
condescendencia incluso a los personajes más célebres, el humor vuelve a entrar
por esta otra vía en la novela, de forma más sutil que en los a veces enrevesados razonamientos
con que uno no sabe si Gonzalo Torrente Ballester quiso divertirse él (es lo
que creo) o divertir al lector. Humor inteligente, hecho para esbozar sonrisas,
pero no humor sencillo.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarEntonces Napoleón existió? Es q me ha costado bastante entenderlo.
EliminarPor fin encuentro un analisis correcto de esta novela. Gracias.
ResponderEliminarNo sé si es correcto o no, pero sí que es una novela compleja. ¡Gracias!
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