Hay libros
pésimos, otros que simplemente entretienen, otros que te hacen aprender, y
algunos, pocos, que además te hacen mejor. Las
uvas de la ira es una de esas novelas que perduran no solo por servir de
testigo de una época, sino por la forma en que reflejan lo mejor y lo peor del
ser humano. Seguramente es una novela que durará siglos.
El argumento
es muy sencillo. Primer cuarto del siglo XX: la familia Joad, arrendatarios de
unas pequeñas tierras en Oklahoma, se ve desplazada de ellas por la llegada de
los tractores, y es lanzada, de un día para otro, a la indigencia. No es un cambio más debido a los avances tecnológicos, a los que ahora ya estamos acostumbrados: es un cambio incomprensible para quienes lo sufrieron, porque puso patas arriba la relación del ser humano con el campo mantenida desde los inicios de la agricultura. El único tipo de trabajo que habían tenido casi todas las comunidades durante milenios se volatilizó en pocos meses. Se volatilizó, en definitiva, el mundo de millones de personas, que no podían tener una sensación muy diferente a la de las víctimas de un huracán, de un terremoto, o de cualquier otra catrástrofe: el cambio era una fatalidad contra la que no se podía luchar, pero, al provenir de otros seres humanos, era vivida como una profunda injusticia y con una infinita impotencia. Como los Joad,
millares de pequeños agricultores se vieron obligados a emigrar por vía de
urgencia a California en busca de trabajo. Básicamente, para trabajar en la recogida
de fruta.
Y a partir de
aquí, la saña con que el ser humano se aprovecha de los débiles, y la forma en
que el poderoso rechaza al débil por la debilidad que el mismo poderoso se
empecina en provocarle: desde los cazagangas que ofrecen cuatro chavos por las
pertenencias de toda una vida, hasta los que alzan los precios aprovechándose
de la necesidad, pasando por todo tipo de especuladores, incluidos los grandes.
Vemos también cómo se maltrata al inmigrante, cómo se le impide acceder a todo
y luego se le acusa de ser marginal. Vemos cómo se manipula la realidad, cómo
basta la acusación de ser “un rojo” para hacer de uno un delincuente, aunque el
acusador ni siquiera sepa lo que es ser “un rojo”, y aunque el supuesto “rojo”
solo haya expresado su deseo de tener una retribución que le permita comer.
Vemos cómo incluso se trata mejor a los caballos que se usan en la tierra que a
los recolectores de esa misma tierra.
Pero lo peor,
sin duda, es que en nada hemos avanzado en casi un siglo: la peregrinación de
los Joad es un paseo comparada con las odiseas de muchos de los inmigrantes
africanos que llegan a Europa huyendo, como los Joad, del hambre acuciante.
Nada más y nada menos que del hambre. Como los Joad tuvieron que pagar un
dineral por un coche destartalado, los emigrantes actuales son sangrados para
jugarse la vida cruzando el estrecho en una cáscara de nuez o hacinados hasta
la asfixia en un contenedor. Como los Joad no tenían dónde meterse, a muchos
inmigrantes actuales se les cierra el mercado del alquiler de vivienda, o se
les exige precios exorbitados; como los Joad, muchos emigrantes se ven
obligados a participar en “subastas a la baja” en la recolección de fruta, a ponerse
en venta en plazas donde un señor en una furgoneta decide, cada mañana, quien tiene
resueltos los dos próximos días de vida y quién no; como los Joad, muchos se
ven obligados a vivir sin las más mínimas comodidades, sin agua corriente, sin
luz, sin nada. Y, como los Joad, casi todos reciben el desprecio de los
naturales de la zona: son explotados y humillados, y tras maltratarlos así para
colmo se les considera invasores; llegando, a veces, hasta a provocarles solo
para tener una excusa para ir contra ellos.
Un libro que
hace pensar, y que hay que leer. Porque, se diga lo que se diga, el racismo y
la xenofobia, apoyados en una colosal ignorancia, siempre han campado a sus
anchas en España y en todas partes. Un libro que también hace pensar que nada
hace tan insolidario e egoísta como el bienestar material.
Y termino
haciendo una referencia al final: uno de los más bonitos que haya leído nunca
y, también, un final con una enorme carga simbólica. Cuando uno no tiene nada,
cuando ni siquiera tiene ropa con la que vestirse ni nada que llevarse a la
boca, todavía se tiene a sí mismo. Un grito proclamando la dignidad de todo ser
humano.
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