Todo el mundo habla maravillas de este libro, que he tenido en casa bastante tiempo antes de, por fin, leerlo.
Todos dicen, también, que es una historia hermosa, pero dura. Sin embargo, no recuerdo haber oído que el puente que lleva de la dureza a la hermosura es la suma de un peculiar humor (que brota de dulcificar la violencia verbal con el ingenio) y de que la concepción que el narrador tiene de sí mismo es certera y ajena a la autocompasión. ¿Cómo no va a encariñarse el lector con quien, por más bruto y animal que sea, es capaz de reconocerlo sin tapujos ni orgullo alguno, con el único fin de liberarse del peso de sí mismo? Por eso me atrevo a decir que esta novela tiene mucho humor. Quizá algunos no lo entiendan, pero seguro que otros sí, porque es uno de los papeles del humor: evitar la consumación del mal a través de un ingenio capaz de ir más allá de donde pueden ir los actos. «Insulta, insulta, que mientras pienses en insultarme no lo haces en matarme o en quebrarme el esqueleto». En definitiva, que a veces el insulto o el odio solo expresado verbalmente son una buena noticia, por aquello, diría Sancho Panza, de que «perro ladrador, poco mordedor».
El narrador, Aleksy, nos habla desde dos momentos temporales. Unas veces es el hombre que recuerda su último verano con su madre, cuando él era un adolescente, y, más frecuentemente, es el propio adolescente hablándonos desde esa edad. El adolescente es el Aleksy que irrumpe en la novela con un comienzo fortísimo por la brutalidad de sus opiniones respecto a su madre, brutalidad que, como digo, queda matizada por el ingenio: el odio no ha aniquilado todo cuando aún quedan ganas de lucirse. Pero, en cualquier caso, la crueldad es tremenda. Solo una cosa buena puede decir Aleksy de su madre: ¡qué ojazos verdes tiene!
Aleksy es un adolescente conflictivo, por no decir que está como una regadera, sometido a medicación para controlar su destartalada psique. Hijo de inmigrantes polacos en el Reino Unido, con evidentes problemas mentales y sin haber superado la pérdida de una hermana por motivos poco claros, acaba de salir del centro asistencial y va a pasar el verano con su madre, quien decide hacerlo en un pueblecito francés, en una casa alquilada donde los dos van a estar mano a mano durante un par de meses. Del padre, solo sabemos que se largó. Una familia despanzurrada por la tragedia de la hija y la locura (¿relacionada?) del hijo.
Las razones de la madre para un verano así podrían parecer, inicialmente, vinculadas a la enfermedad de su hijo: mejor tenerlo apartado del mundanal ruido para que no organice la de san Quintín a cada paso. Pero no. Lo que ocurre es que ese verano va a ser el último que ambos van a pasar juntos. Quien lea el libro sabrá por qué.
Y a partir de aquí es cuando comienza la verdadera historia. La de la madre, por la alegría con la que afronta la vida, quién sabe si por convencimiento, en defensa propia o en defensa de su hijo. Y, también, la historia de Aleksy, que poco a poco se va redimiendo, centrando y serenando hasta transitar por los caminos de la comprensión, el perdón y la madurez.
Las vidas de la madre y del hijo no han sido fáciles. Tampoco el futuro lo va a ser. Entre ambos media ese verano, que va a ser el más complicado, sin duda, pero también -porque las emociones surgen de la cabeza- puede ser el más emotivo y el más hermoso.
Si los dos personajes son capaces de conseguir hacer del drama algo positivo, lo sabrá quien lea esta brillante novela cuya belleza radica en el modo en que expone cómo podemos hacer hermosos e inolvidables los momentos más duros, y cómo esa experiencia nos cambia.
Como curiosidad, es la segunda novela que leo en poco tiempo (y ambas por casualidad) cuyos protagonistas tienen problemas mentales y terminan encontrando en la pintura el modo de expresarse y la estabilidad económica. La otra fue Las primas, de Aurora Venturini.
Una referencia a la última página. Lo que en ella se dice es importante. Hay que interpretarlo, y las dos interpretaciones que admite tienen una significación profunda.
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