Un viejo miembro de un grupo antisistema, antaño encarcelado por sus actividades, es detenido. Es sospechoso de la muerte de un antiguo colega, que luego también fue su delator. El muerto se ha despeñado por un precipicio, tras perder pie en la cornisa de piedra por la que caminaba, en la alta montaña. El acusado, que, según él mismo reconoce, caminaba varios centenares de metros detrás, es quien dio la voz de alarma. Si no hubiera dicho nada, podría haberse ido tan campante sin que nadie se acordara de él.
Pero ahora ahí está, metido en un lío. Acusado de asesinato, nada menos. Aunque al protagonista, de vuelta de todo, le importa un pimiento, consciente de que, a sus años, la verdadera libertad es la mental. Por eso insiste en su inocencia desde la tranquilidad, no desde el temor al presidio: no hizo nada porque el traidor se despeñara, y atribuye a la casualidad la coincidencia de ambos en aquellos andurriales.
El joven juez de instrucción es de otra opinión. Y el libro, breve, claro, inteligente e intenso, se construye alternando los peculiares interrogatorios del juez con las cartas del preso a una mujer.
Las cartas sirven para aclarar lo que en los «interrogatorios» queda poco claro, sea en materia de hechos, de actitudes o de sentimientos, pero lo mollar son los «interrogatorios». Entrecomillo el término porque en realidad, el propio juez lo reconoce, se trata de conversaciones, Conversaciones no inocentes, por supuesto, pero conversaciones. En ellas el preso se retrata: relata su vida y, sobre todo, su pensamiento. Y el juez intenta pescar en esas aguas datos que le permitan construir un relato acusatorio.
Y esto es lo más interesante: la oposición de ideas. Las del ya casi anciano actual frente al joven revolucionario que fue, cómo se asimilan o no las cosas, cómo se domestica la conciencia, si es que hay que hacerlo, o cómo las ideas la amoldan a las actividades violentas; cómo explicar las relaciones entre traidores y traicionados; entre niños que fueron amigos y luego adultos compañeros y finalmente enemigos; la oposición, también, entre el viejo antisistema y el joven juez que representa, precisamente, al sistema; la oposición entre experiencia vital e inexperiencia, simbolizada en la bisoñez del juez en la montaña, la cual, a su vez, simboliza la vida (un camino complicado, exigente, que solo se aprecia en toda su magnitud recorriéndolo en solitario y en el que, aun en compañía, estamos solos, a merced de los elementos... y de los demás); la oposición entre las ideas elaboradas y acomodaticias y los principios e ideales; la oposición entre quien detenta el poder sobre los demás y quien se siente único dueño de sí mismo; y la oposición, en definitiva, entre las diferentes formas de afrontar la vida.
Un relato breve, bien estructurado, con diálogos largos, ágiles, profundos, enriquecedores, bien argumentados, paradójicos, que son la razón de ser de este libro, cuyo final sí hace una concesión a aclarar lo que sucedió o dejó de suceder en la cornisa.
¿Y qué sucedió? ¿El protagonista es culpable o inocente? Lo sabrá quien lea esta novela corta, pero no me resisto a decir que, pese a que las dos interpretaciones quedan abiertas, lo insólito del gesto final del protagonista apunta en una sola dirección.
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