El 23 de octubre de 1980, una explosión de gas en un colegio de Ortuella, localidad de unos pocos miles de habitantes próxima a Bilbao, mató a cincuenta niños de entre cinco y seis años, y a tres adultos.
El niño, de Fernando Aramburu, tomando como guía de la novela una familia, cuenta quiénes eran y quiénes fueron. A qué hace referencia la «y» no es preciso aclararlo.
El título, sin embargo, no alude a una persona concreta, porque el niño que protagoniza El niño representa a todos y cada uno de aquellos cincuenta desdichados.
Tres son los personajes de esta novela, aparte del Nuco, el niño muerto: Mariaje, su madre, ama de casa; José Miguel, su padre, obrero industrial; y Nicasio, su abuelo materno, jubilado. Todos inmigrantes de lo que ahora llamamos «España vacía». No hacen falta más para contar una historia que en algún lugar el autor ha dicho que, aparte de su inevitable componente trágico, lanza un mensaje de esperanza, de reconstrucción. Un mensaje positivo al que, la verdad, no acaban de acogerse los tres personajes, sino, en realidad, solo uno. El destino de otro acaba determinado por algo ajeno al accidente, pero que no hubiera descubierto sin él; y el del tercero tampoco es muy risueño que digamos.
Lo mejor, o más bien, lo mollar, es el exquisito tratamiento que Aramburu da a un tema en el que pisar terrenos sensibleros o voluntaristas es tan sencillo que parece increíble que haya conseguido evitarlo. El resultado permite al lector asomarse al abismo sin peligro, haciéndolo consciente de su existencia; le permite intuir el el horror de la caída, pero no experimentarlo.
La novela, breve, compuesta de capítulos muy cortos, alterna tonos y destinatarios: el del narrador-reportero-investigador que da testimonio y se dirige al lector; el de Mariaje ,testigo de referencia del narrador (y a través de cuyos ojos vemos a su marido y a su padre) y que suele dirigirse a él; y, por último, el del propio texto, el de la propia novela, que cobra vida para dirigirse al lector y explicarse, lo cual, más que una extravagancia, consigue ser un recurso inteligente y útil a los fines que persigue: encauzar el relato sin que se desborden las emociones.
Una lectura amena, interesante, dura pero no desagradable, en la que los tres protagonistas acaban siendo unos personajes inolvidables, especialmente el abuelo Nicasio y Mariaje. José Miguel, también, pero de otro modo.
Merece la pena leerla, reflexionar sobre la vida y la muerte, sobre la licitud de la reconstrucción, sobre cómo compatibilizar la fidelidad a la memoria y a la propia vida, y sobre cómo la tragedia, aunque parezca increíble, nunca es el punto final para quienes la sobreviven. También sobre cómo la tragedia se diluye a ritmos distintos para cada cual. Para los no afectados, para la sociedad, a toda velocidad. La vida, para el resto, oscila entre la de quienes se quedan irremisiblemente atrás y la de quienes, en un momento u otro, aceleran para incorporarse a la masa que ha seguido adelante.
Un gran libro para pensar en el día después de los momentos trágicos que, antes o después, a casi todos nos han de llegar, si no nos han llegado ya.
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