Es admirable cómo de un planteamiento algo tonto unido a un modo de investigar entre infantil, calamitoso y grotesco puede salir una novela tan entretenida y en cierto modo enriquecedora como El largo camino a casa, que comienza cuando Clara Morrow, la pintora recién entrada en la fama, que había acordado con su marido -también pintor famoso- separarse y reencontrarse justo un año después para reevaluar la situación matrimonial, anuncia que Peter no ha vuelto en ese plazo y que a saber qué ha sido de él. ¿Ha decidido poner pies el polvorosa o es que le ha sucedido algo al pobrecico?
Aunque la policía seguro que tiene métodos mejores para encontrar a un supuesto desaparecido, Armand Gamache, que ya no es policía sino ilustre jubilado residente en ese idílico pueblecito llamado Three Pines, comienza una peculiar investigación policial -porque cuenta con la ayuda de su yerno, el inspector Beauvoir- en la que a través de los viajes y las pinturas intentan reconstruir el pensamiento, las emociones y las intenciones de Peter, para, de este modo, dar con él. ¿Se puede investigar mirando cuadros? Tras leer esta novela uno diría que, a efectos novelescos, sí.
Lo curioso de esta novela es que ayuda a los profanos a ver e interpretar el arte: frente a un cuadro cualquiera, da igual si figurativo o abstracto, no intentes ver nada; simplemente contempla y céntrate en los sentimientos que te provoca; cuáles sean esos sentimientos y de qué intensidad te dará la medida de la calidad del cuadro, aunque no sepas ni patata de técnica, y aunque no sepas si lo que estás viendo es una bailarina o un pimiento morrón.
Lo cierto es que mirando, mirando, van siguiendo la pista a Peter, que anduvo por acá y por allá y pintó esto y lo otro, lo cual quiere decir vaya a saber usted qué, porque elucubraciones hacen unas cuantas, casi todas interesantes y con un componente psicológico notable. Y de este modo, persiguiendo personas y pinturas, Gamache, Beauvoir, la propia Clara (¿esposa despechada o viuda?) y la oronda librera de Three Pines, con la colaboración en la distancia de la famosa poetisa borracha Ruth y de la esposa del excomisario, deambulan por buena parte del Canadá más urbano para acabar en la desolada costa este, donde un vistazo con Google Maps permite al lector confirmar que hay pueblecitos sin carreteras a los que solo puede llegarse con avioneta o barco, y con tal número de casas -apenas media docena o una docena- que localizar a alguien en ellos más que fácil es inevitable.
Un argumento inverosímil contado con verosimilitud o, lo que es lo mismo, el mejor modo de vivir en un mundo distinto al real. Tiene mucho mérito Louise Penny.
Por lo demás, el lector fiel a la saga -¿qué otro va a llegar hasta aquí, si este libro es ya el décimo de la serie?- encontrará en esta novela a los personajes de siempre, con sus manías de siempre y con sus miedos de siempre. Un reencuentro con viejos amigos.
En cuanto al final… Sorprendente por varios motivos. El que más me ha sorprendido a mí es que ningún personaje se llegue a plantear lo guapos que hubieran estado todos si se hubieran quedado quietos.
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