El primer caso de Philip Trent que he leído ha sido El último caso de Philip Trent, juego de palabras con el que solo quiero decir que hay algún libro más con el mismo protagonista, aunque por lo que he husmeado no todos han sido traducidos.
La publicidad del libro pone en boca de Agatha Christie que se trata de «Una de las tres mejores novelas de detectives jamás escritas»¸ y en la de Fernando Savater y Dorothy L. Sayers que es una obra maestra. Lo cierto es que, publicada en 1913, lleva ya 109 años dando guerra. Algo querrá decir.
No sé si es cosa del autor o de la traducción, pero a mí me ha gustado mucho más la trama, por lo original, retorcida y compleja, que el modo de contarla (algo deslavazado): Un magnate norteamericano aparece muerto de un disparo en el exterior de su casa en la campiña inglesa. Philip Trent es un pintor joven y desenvuelto que ha alcanzado cierta fama como detective capaz de triunfar donde la policía ya no alcanza, por lo que es reclamado para meter la nariz en el asunto. A partir de ahí nos topamos con una novela negra de salón, donde las circunstancias y los pocos datos existentes solo toman sentido cuando los interpreta alguien muy lúcido, como es el caso de Trent.
Buena parte de la novela sirve para mostrar al lector el planteamiento de la situación, para que conozca a los personajes, pueda hacer sus propias elucubraciones acerca de la viuda, el personal, los amigos… y establecer sus propias sospechas, como una especie de acertijo en el que el protagonista se limita a ir moviendo las fichas más lógicas hasta llegar a un movimiento tras el que el lector y él pueden decir con cierta frustración: «Y ahora, ¿qué?».
La respuesta es el desenlace.
Lo mejor, como digo, es la trama y su originalidad. Si casi siempre la pregunta es el «quién», aquí no se puede saber sin el «por qué», y las respuestas a las dos cuestiones son tan asombrosas que bien merece la pena leer esta novela, cuyo final hace reflexionar, con cierto espanto, sobre el orgullo.
Al parecer, la novela y Philip Trent nacieron impulsados por el deseo de dar en las narices a Sherlock Holmes, el personaje de Conan Doyle cuya infalibilidad debió de poner de los nervios a Edmund Clarihew Bentley. Con esta obra Bentley quiso demostrar que es posible crear tramas brillantes con desenlaces audaces e inesperados usando un personaje que no solo mete la pata, sino que es capaz de tomarse a broma sus errores y de resignarse ante sus fracasos.
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