Fantástica
novela autobiográfica que, a partir de un recuerdo que tiene algo de liberador, consigue crear belleza desde la tristeza, la locura y buena dosis de
violencia doméstica.
La
novela, corta, de unas 130 páginas, supuso, sin embargo, un ingente trabajo para
el autor, uno de los más importantes del siglo XX en Estados Unidos, que no la
dio por terminada hasta 1992.
Sylvia es
el nombre de la protagonista de una historia contada en primera persona por un
narrador, trasunto del autor. Una mujer de extrema inteligencia, pero también
caprichosa, imprevisible, insegura y, por encima de todo, desequilibrada.
Los dos
se conocen con muy pocos años y, de modo inmediato, se van a vivir juntos en el
Nueva York de los años sesenta y se casan. Los cuatro años posteriores, los conocemos a través de una exhibición de intimidad tan clara como carente de exhibicionismo: solo sabemos lo justo, aunque es muy íntimo. Cuatro años que son un infierno continuo en el que no arde más que
el temperamento de Sylvia, que calcina todo. Leonard, el escritor que aún no
lo es pero lo intenta, se va adaptando a ese temperamento, o defendiéndose de él, al tiempo que en el proceso de adaptación a esa en realidad desconocida, va creciendo, entre las dificultades y la secuencia de disgustos y escenas, el amor.
Habla la
contraportada del «poder destructivo del amor», aunque más exacto sería decir
del poder constructivo, porque esta novela no se entiende sin el amor de
Leonard a Sylvia, y del patológico modo en que ella lo ama a él; y es a partir del amor de Leonard, de ese esfuerzo por comprender que
parece guiar la novela, como se crea la belleza a partir de la sordidez.
Si hay
algo destructivo es el concepto de amor que tiene Sylvia, más vinculado al uso
del otro para cubrir las inseguridades propias que al mover un dedo en
beneficio de aquel a quien dice amar. El «poder destructivo del amor» está muy
vinculado al egoísmo y al egocentrismo de los que Sylvia, pese a todo, es más
víctima que responsable.
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