Riña de
gatos todavía arrastra el sambenito de haber recibido el Premio Planeta, el
cual, por ser un acto de promoción más que un premio propiamente dicho, es tan
cuestionado como todos los demás «premios», de forma que, por desgracia, en
ocasiones y de forma injusta lo que gana en ventas la novela ganadora lo pierde
la reputación entre los puristas que equiparan necesariamente «premio» a
«competición de mérito» y no conciben el premio-promoción; entre ellos, un escritor de prestigio que recibe el Planeta es algo
así como un vendido al vil metal, y la novela queda reducida a la
condición del «trabajo menor» del autor. Sin embargo, Riña de gatos es la
prueba de su error: tiene mérito y calidad suficiente para engrandecer
cualquier premio que se le otorgue.
La
consistencia y solidez del conjunto de la novela es grande, así como la
calidad de la prosa de Mendoza, el cual, nuevamente, se esfuerza por evitar florituras lingüísticas en beneficio de una comunicación clara, sencilla y
eficacaz con el lector, al que es capaz de transmitir un mundo entero sin
utilizar recursos de otros mundos. Notable es también la complejidad de la
trama que, sin embargo, se sigue bien porque a lo dicho sobre el lenguaje se
une una casi impecable estructura narrativa. Una de las «novelas serias» de
Mendoza, como dicen algunos, emparentada con La verdad sobre el caso Savolta y
con La ciudad de los prodigios, aunque quizá varios puntos por debajo en cuanto
a fuste, lo cual, a mi juicio, se debe a tres motivos:
Primero,
el paisaje del periodo de preguerra de marzo de 1936 no es tan omnicompresivo
como el de esas otras dos novelas, en gran medida porque las vicisitudes del
protagonista lo conducen a dar mucho más protagonismo a unas cosas (la Falange
y su entorno) que a otras.
Segundo,
porque la muy atractiva frivolidad para el lector de transformar en personajes
de la novela a personajes históricos, implica un coste de valoración, derivado de las necesarias exigencias de adaptación al guión.
Tercero:
porque sí hay cierto «pero» a la estructura, y es que durante casi
el primer cuarto de la novela la acción transcurre tan lentamente y tan sin
sorpresas que produce cierta sensación de aburrimiento, lo cual contrasta, por
cierto, con los mecanismos que luego usa Mendoza al final de muchos capítulos
–abrir fuertes incógnitas- para el que lector siga leyendo.
¿Y de
qué trata Riña de gatos?
Al
Madrid casi ya primaveral de 1936 llega un inglés inocentón y bienintencionado,
Anthony Whitelands, experto en pintura y en especial en Velázquez y el Siglo de
Oro español. En Madrid debe realizar un trabajito: la tasación de ciertos cuatros de un
noble madrileño que está pensando en hacer caja para salir pitando junto a su
familia en vista de la que se avecina.
Qué acabará
tasando Whitelands y cambiando la perspectiva de su trabajo y hasta de su vida,
lo sabrá el lector cuando lea la novela, pero resulta interesante y
enriquecedor que Eduardo Mendoza haya recurrido al arte y a su explicación, breve, pero concisa, como estímulo literario. Otros problemas de Whitelands es que su carne es tan débil como la de cualquier hijo de vecino, y como el noble para el que el inglés va a trabajar tiene una hija
que… Aunque, bueno, la muchacha tiene ya un amor. Aunque qué amor. La identidad de este caballero es una de las sopresas de la novela.
Poco a
poco todo se va mezclando y, de pronto, el anodino protagonista que ha vagado
por las primeras páginas conociendo gente se ve en el centro de un conjunto de
conspiraciones en las que está en juego el futuro de España. Un futuro, claro
está, que el lector conoce. A partir de este momento la novela toma un nuevo
rumbo, doblando su interés tanto por ver cómo sale parado el protagonista como por la imaginación que exhibe Mendoza para hacer no ya creíble, sino realista, el modo en que todos los caminos convergen en la Roma de Whitelands haciendo de él el centro de la diana de cuantos tiradores, y son muchos, pululan por las páginas y alrederores.
La novela transcurre en un momento en el que el ruido de sables es ensordecedor, aunque no está claro quién los blande,
porque por todas partes hay quien desea cambiar la deriva del país, pero cada
uno a su manera, de modo que todos desconfían de todos y, a la vez, todos
boicotean a todos. Las peripecias de Anthony Whitelands permiten
conocer mejor una época muy concreta y, especialmente, inducen a la reflexión sobre el modo en que el
carácter y la personalidad de personas concretas acaba influyendo en la
historia, a pesar de lo cual, y precisamente porque la historia es conocida, el motor de la lectura termina siendo, como ya he dicho antes, la suerte del protagonista.
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