En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

jueves, 21 de agosto de 2025

Las viudas de los jueves - Claudia Piñeiro

 


Segundo libro que leo de Claudia Piñeiro. No está mal, aunque «Betibú» me pareció mejor. En cualquier caso, pretendo leer más obras de esta autora.

Ambas novelas tienen un escenario parecido: una urbanización de lujo al noroeste de Buenos Aires que, además, es mundo aparte por las excepcionales medidas de seguridad que impiden la mezcla con la chusma y por los sucedáneos de leyes y controles que los vecinos establecen para garantizar su propia seguridad y llevar una vida ordenada.

La novela comienza con un monumental soponcio que no voy a desvelar, y el resto, hasta un final brillante, consiste en contar la vida previa de todos los personajes hasta llegar a ese punto inicial. Que en ese largo tránsito lo costumbrista se imponga a lo que explica el soponcio y el desenlace, queda en el debe de la obra, porque desorienta; da la sensación, quizá injustamente, de que se está mareando la perdiz.

Las viudas de los jueves que dan título a la novela son cuatro mujeres que se hacen llamar así porque el jueves es el día de la semana en que sus maridos quedan para cenar, jugar a las cartas o resolver los problemas del mundo.

Lógicamente, todas esas parejas, que viven en la urbanización mencionada, tienen algo en común: dinero abundante y fácil. 

Pero también comparten algunas otras cosillas: primera, la colosal importancia que le dan a las apariencias (en especial a la de ser millonetis perdidos) y, segunda, que uno tras otro todos acaban teniendo problemillas económicos que ponen en cuestión su vidorra. Y eso unos lo tienen por pecado y todos por vergüenza.

Contando cómo surgen y se resuelven o no esos problemas que a su vez se mezclan con los familiares y personales transcurre la mayor parte de la novela sin que el lector sepa por qué ocurrió lo que ocurrió al principio.

Al final lo sabe, claro. Ese es el anzuelo tendido al principio y la autora es consecuente. Pero entonces el lector no solo se entera de qué y cómo ocurrió, sino también de por qué sucedió. 

Y el por qué es relevante porque, de permanecer oculto, el monumental soponcio tendrá unas consecuencias y, de ser sabido por los personajes, otras. ¡Pero la verdad irá en prejuicio de quienes pueden tener interés en conocerla! O sea, un dilema moral para quienes están al cabo de lo sucedido y, por tanto, en situación de informar. ¿Qué es más importante? ¿La verdad o el interés?

Sin embargo, la cuestión no acaba aquí. Y es que, al final del final, el dilema moral se multiplica al saberse que las cosas no fueron exactamente como han creído los protagonistas y el lector. Un hábil detalle de personajes secundarios que no pasará por alto el lector avispado (yo lo pasé, por suerte, así que luego disfruté más de la sorpresa) permite a Claudia Piñeiro concluir la novela transformando el dilema en dilemón, con un final equívoco que cada cual interpretará de una manera. 

Si el lector se responde a la pregunta de qué haría ante un dilema así, tendrá la ocasión de retratarse ante sí mismo. Si sale guapo o feo dependerá de quién lo mire.


lunes, 18 de agosto de 2025

Historia secreta de una novela – Mario Vargas Llosa

 


Una de las más famosas novelas de Mario Vargas Llosa (1936-2025) es «La casa verde» (1966). Tres años le costó escribirla, pero el éxito fue tan contundente que ya en 1971 publicó «Historia secreta de una novela», breve ensayo en el que cuenta la génesis de «La casa verde».

Aunque parece escrito de un tirón, como una única reflexión (y puede leerse de una sentada), hay dos partes. La primera podría decirse de es de «autobiografía personal», si se acepta la redundancia. La segunda, de «autobiografía literaria»

En la primera expone recuerdos que están en la base de la inspiración de la novela. Son dos. El primero, el año que pasó en la desértica Piura cuando era niño, donde vio la misteriosa casa verde que da título a la novela y que no era otra cosa que un burdel, y las vivencias del regreso en plena adolescencia. El segundo, es el breve pero intenso viaje a la selva peruana, a Santa María de Nieva, localidad entonces prácticamente incomunicada a orillas del río Marañón, y ahora solo comunicada por una sinuosa carretera que recorre centenares de kilómetros entre la selva. Me han resultado más interesantes las observaciones sobre este segundo viaje que sobre el primero y, en especial, aunque poco tienen que ver con «La casa verde», el peculiar sinsentido de las monjas que evangelizaban e instruían a las mujeres indígenas: al enseñarles a leer, a escribir, a vivir al modo occidental, provocaban que, al llegar las muchachas a la edad adulta, volver a la tribu fuera para ellas algo impensable, terrorífico; pero, por otro lado, tampoco tenían medios ni contactos para integrarse en la vida «civilizada», lo que provocaba resultados entre lamentables y desastrosos.

La segunda parte de este breve ensayo habla del proceso de creación de «La casa verde», que es también el del nacimiento del escritor. A fin de cuentas, fue su primera gran novela. No voy a entrar en los detalles, que sabrá quien tenga interés en leer esta obra, pero sí quiero destacar algo que Vargas Llosa repitió luego mil veces: que creía en el trabajo, no en la inspiración. No lo decía por decir. El proceso de creación de «La casa verde» fue más que tortuoso. Más bien desesperante. El mérito no es solo lo arduo del trabajo y el resultado, sino, sobre todo, el afán de perfeccionismo y la paciencia de un Mario Vargas Llosa que comenzó a escribir la novela, o a intentarlo, con solo veinticinco o veintiséis años. Quizá esta sea la mayor enseñanza que pueda sacarse de esta breve obra: la importancia del trabajo bien hecho, del tesón, de la autoexigencia, de que el objetivo sea la calidad, frente a la impaciencia, frente a la necesidad de éxito instantáneo (y comercial) que impera en la actualidad.

Una interesante y rápida lectura para los amantes de Vargas Llosa y su obra. No sé si es mejor leerla antes o después que «La casa verde». Me inclino por lo primero, pero con dudas. Quizá, mejor, antes y después.


jueves, 14 de agosto de 2025

De la estupidez a la locura – Umberto Eco

 


Las fotografías que ilustran esta reseña muestran que más que leer a Umberto Eco, he desayunado frecuentemente con él. La razón es que esta amplia colección de artículos periodísticos organizados por temas, escritos en su mayoría en los primeros quince años del siglo, vienen de perlas, por su extensión, para transformar los cafés solitarios en citas con Umberto Eco, en cada una de las cuales da tiempo para hablar de bastantes temas. A tres, cuatro o cinco minutos por artículo no necesitas mucho tiempo para olvidar cuantos líos lleves en la cabeza y regresar luego al trabajo fresco como una lechuga y con la cabeza un pelín mejor amueblada.


Los temas abordados son muy variados, pero todos de actualidad en el momento de la publicación del artículo. Y siguen siendo actuales, porque aunque la tecnología y la política han dejado atrás los hechos, situaciones y nuevas costumbres concretas que inspiraron estos textos, su evolución sigue
 generando los mismos problemas y nos sigue enfrentando a idénticos dilemas. Seguimos siendo los mismos, con otro envoltorio tecnológico y político. Solo cambia, por hacer referencia al título, las excusas que tenemos para manifestar estupidez o locura y el modo en que lo hacemos. Por suerte, como Umberto Eco apunta a la esencia de las cosas, a cómo actúa el ser humano en cada circunstancia, y no a su envoltura coyuntural, las entendederas del lector actual no se ven menos iluminadas que las del de hace quince o veinte años; e incluso creo que ahora estas lecturas aprovechan más, porque podemos comprobar cómo las predicciones de Eco se han cumplido. ¿Cómo no? No hay mal profeta entre quienes conocen bien el comportamiento humano.

Otras cuatro cuestiones tienen en común todos estos artículos:

La primera, las referencias cultas que a la vez son divulgativas. Eco no se dirige a eruditos, sino a lectores con ganas de aprender que disfrutan con las referencias y la explicación sobre ellas. Eco no exhibe su monumental cultura, sino que a través de estos artículos la transmite en pequeñas dosis.

La segunda, el humor. Pocos artículos hay que no tengan un aire desenfadado, si es que hay alguno, por más importante que sea el tema abordado. Eco tiene humor cervantino lo mismo cuando se ríe de sí mismo que cuando ironiza para criticar a otras personas, a las que, por más odiosos y detestables que resulten, siempre protege bajo mantos tejidos con la debilidad, la ignorancia y los defectos de todo ser humano, sabiendo que, como es inevitable, no va a haber defecto en el que unos, para desgracia del resto, no «destaquen» sobre los otros. Por eso, quien más y quien menos anda deambulando «de la estupidez a la locura»; y por eso, también, hay que prestar atención a estupidez y locura: lo que nos desvía del buen rumbo siempre es una u otra. O las dos. Convivimos con la estupidez y la locura. Unas veces, ajenas; otras, propias.

        La tercera, la osadía. Eco opina con total libertad sin otra preocupación por la corrección política que sortearla sin sufrir demasiados rasguños. Jamás lo hace como provocación, sino con argumentos o exponiendo hechos y reconociendo actitudes dotados de la fuerza de la fatalidad. 

Y, cuarta, las frecuentes menciones autobiográficas, interesantísimas para cualquier lector que desee saber cómo es la vida de un sabio de nuestro tiempo enamorado de la cultura, lo cual tiene mucho que ver con la forma en que se organiza y aprovecha el tiempo. 

Un libro más voluminoso que «Cómo viajar con un salmón», pero de la misma traza. Cuando lo terminé, corrí a comprar este. Acerté. Ambos son una delicia.








lunes, 11 de agosto de 2025

Ávidas pretensiones – Fernando Aramburu

 


A los escritores famosos se les invita a todas partes. Al resto, a ninguna, por lo que deben mover el culo si desean verse en saraos literarios. Yo, viendo el percal que casi sin darme cuenta he llegado a conocer, jamás he movido un dedo. Por supuesto, quienes han contado conmigo eran conscientes de que doy más juego (poco o mucho) que renombre.

El percal al que me refiero hace justo lo contrario: allá donde divisa una «i» siente la acuciante necesidad de ser el punto. A esta tropa dedica Fernando Aramburu el aviso que abre esta divertidísima obra: «A fin de preservar su vida y la integridad de sus modestos bienes, el autor ha tenido la cautela de asignar nombres ficticios a los actores de la presente crónica. Lo mismo y por la misma razón ha hecho con algunos lugares que pudieran resultar fácilmente reconocibles. El resto es todo verdad».

De ahí, también, mi decisión de ilustrar esta reseña con una foto que mezcla la portada (evocadora de una ávida pretensión de sibaritismo, excelencia o distinción) con la cruda realidad: son legión quienes se sienten a sí mismos como perpetuamente vestidos de etiqueta y dando sorbitos de Krug, con el pescuezo estirado, en una estilizada copa de cristal de Baccarat, cuando en realidad andan en gayumbos y pantuflas con los dedos pringados del vulgar choricejo que suelen mordisquear. O, dicho de otra manera, el número de escritores mediocres con ínfulas es infinito.

    La fauna que en esta novela se congrega en una especie de centro de reuniones anejo al monasterio de monjas que lo regenta, no pretende aparentar nada en lo que a su aspecto se refiere (estéticamente son un desastre) pero, en cambio, no hay entre ellos cabecica sin el ego hambriento, la vanidad hiperventilando y los complejos alborotados. Se trata de una recua de poetas, que bien pudieran llamarse poetos, que acude por tercer año consecutivo a las jornadas poéticas de Casacristo. Así las llaman porque el presupuesto solo permite organizarlas «en casa Dios», como dicen por aquí, expresión no muy delicada, pero más poética que la más realista de «en el culo del mundo».

El programa de las jornadas no lo facilita Fernando Aramburu, pero os lo cuento yo. Primer día, llegada, apáñeselas usted para integrarse en algún «grupo de trabajo» en función de sus manías, filias, fobias y tribu; y, por la tarde, sesión para exponer los resultados improvisados/inventados/reciclados/regurgitados (táchese lo que no proceda). Luego, una chuchurrida cena muy temprana, que las monjas se van a dormir muy pronto. Tras ella la sesión continuará hasta que todos los grupos hayan tenido su minuto de gloria. A quienes no deban exponer se les ruega no roncar. A la conclusión de tamaño festival de erudición, lucidez y agudeza se abrirá la veda para dormir, emborracharse o follar como conejos, en función de lo que cada uno quiera y pueda. La segunda jornada está dedicada a que todo el personal lea alguna de sus obras. Cortitas, que el minuto de gloria no puede tener más de trescientos segundos. Luego, por votación, los distinguidos congresistas elegirán la obra ganadora de entre las declamadas/recitadas/leídas/croadas. Tras el fracaso de todos menos uno se dará por inaugurado un nuevo periodo de maledicencia, odio y rencillas y llegará el momento culminante: la cena con paella hecha por poeta-cocinero-congresista. Luego, mismo programa que la noche anterior. Último día: resurrección o taxidermia de quienes más a fondo se hayan empleado por la noche, atención a la apática prensa desplazada al lugarcillo para la ocasión, y pitando cada uno a su casa.

¿Y de qué trata la novela? De lo que sucede en estas jornadas entre las dos o tres docenas de asistentes, que ya se conocen de otros años. Todos han acudido a la convocatoria con un fin común y otros espolvoreados al azar. El objetivo compartido es estar allí de cuerpo presente para poder decir que son poetas insignes que se codean con otros poetas insignes (no tan insignes como ellos, por supuesto, pero quizá con más e injusta fama). Luego, unos aspiran a jugar a las cartas, otros coger una tajada monumental, otros cuantos a llevarse a la cama a quien se ponga a tiro y alguno hay que solo aspira a dormir. En suma, egregios mendicantes que, vistos con los ojos de Aramburu, tienen más de lo segundo que de lo primero.

Entre los personajes a seguir está el organizador de las jornadas, un tipo sensato y práctico con maña para pastorear el rebaño porque conoce las debilidades de cada borrego. Como además en el grupo hay confianza tanto en la amistad como en el odio, y ninguno le debe nada a nadie porque todos niegan sin disimulo los mismos favores literarios que reclaman para sí como un acto de justicia, le es sencillo decir las cosas claras.

Hay también varias parejas homosexuales. La que más juego da es la de dos poetas lesbianas lanzadas y gamberras sin malicia. Son a un tiempo sensatas, inconscientes, tiernas y gruñonas. Hay también una diminuta tribu de poetas cuyo mayor problema es que a uno de ellos, que no tiene el cerebro en su mejor momento, le ha dado por tripear algo bastante indigesto (aquí lo dejo). También hay una poeta que se siente agraviada porque otro no la ha incluido en una antología. Está el de la antología. Y otro que sabe abrir puertas. Y un viudo timorato. Y una poeta ancianísima (¡57 años!) con fama de lunática y pesada. También acude un vejestorio (¡más de sesenta años!) ciego, soberbio, egocéntrico y celoso, asistido por una preciosidad de veintipocos que pone en celo al resto con su sola presencia y… Vanessa Rincón, que así se llama la tentación andante (iba a llamarla «pastelito», pero me he salido a tiempo de la mente de los personajes) juega un papel relevante no solo por lo que es y demuestra su relación con su anciano «protegido/protector», sino porque es primeriza en ese tipo de aquelarres, y llega a él con ojos inocentes, pero no ingenuos ni faltos de ambición.

    Hay también una mesa donde se exponen y venden los libros de los asistentes. Unos desean la gloria de vender muchos, y todos la gloria secundaria de que algún ejemplar de sus obras sea robado. Ni que decir tiene que puesto de venta es un páramo. 

Volviendo a los asistentes, ninguno ha escrito un verso digno de ser recordado, pero todos están de acuerdo con esta idea: «Los demás son una mierda de poetas». Y también con esta otra: «Merezco mejor suerte de la que tengo, y también la merezco mejor que los demás». De resultas de ambas los comportamientos ruines, tanto que a menudo devienen crueles e infantiloides, conviven con las andanzas de quienes están en celo (¡ay, Vanessa, cómo los alborota) o tienen algún desaguisado que arreglar o cuentas que ajustar, que ya se sabe que quien tiene solo un garbanzo para comer envidia al que tiene dos. Así surgen camarillas y versos sueltos, y así es como transcurren las jornadas, a un tiempo ordenadas y caóticas, a las que todos llegaron con la esperanza, más bien el anhelo, de llegar a ser un poquito más importantes y se marchan con el alivio de saber que siguen siendo la misma asendereada mierdecilla, pero con el ego y la vanidad todavía vivos porque la razón del aquelarre era, precisamente, la de envolver de regalo el truñín para hacerlo refulgir como un diamante ante quienes no estén al cabo de cómo funciona este mundillo.. 

Y es que ego y vanidad no mueren ni a palos. Con esta idea juega Aramburu, que sin duda conoce bien el percal. «Ávidas pretensiones» está fenomenalmente escrita. Clara, dentro de la complejidad derivada de la abundancia de personajes, bien estructurada, divertida y expuesta con un punto de cariño, otro de cinismo y siempre con humor. El tono es también bromista, porque acaricia la solemnidad y pompa que los personajes creen merecer, como para no ofenderles y respetar los aires que se dan, pero lo hace para contar sus ridículas vicisitudes. El contraste entre el tono y lo narrado es una de las principales fuentes de humor. Un humor trabajado e inteligente, cervantino, que surge del enfrentamiento de las aspiraciones a la realidad. 

    Una novela que es una cura de humildad para todo el que se crea algo.

    Buena lectura, sin duda, pero no original, porque ¡cuánto debe la buena literatura de humor al inabarcable mundo de los cretinos!


jueves, 7 de agosto de 2025

Mi planta de naranja lima – José Mauro de Vasconcelos

 

Es difícil definir «Mi planta de naranja lima», de José Mauro de Vasconcelos (1920-1984), publicada en 1968. Cuenta la historia, situada aproximadamente en 1925, de Zezé, un niño brasileño de cinco años, pobre como un ratón, muy inteligente, destacado alumno en la escuela, pero también terror del barrio por sus travesuras lindantes con las gamberradas. 

La historia tiene numerosos elementos autobiográficos. Vasconcelos vuelca en las páginas recuerdos de experiencias y sentimientos para provocar intensas sensaciones. La congoja que produce ver la pobreza desnuda es tan intensa como la causada por una de sus más frecuentes consecuencias: la falta de afecto, porque quienes viven sin nada pocas veces son capaces de dejar en pensar en cómo salir adelante y de dejar de sentir tanta frustración, humillación y hasta culpa que es difícil que entre ellas crezca robusto el amor. Más bien, la pobreza solo es fértil para la violencia y el abandono. Miseria y soledad, entendida esta última como falta de afecto, van unidas a todas las edades.

Mil veces había oído hablar de este libro en las redes, casi siempre vinculado a palizas de llorar. Normal, porque hay frecuentes escenas conmovedoras. Es imposible no sentir piedad por Zezé. Y amor y solidaridad. La injusticia rampante nos afecta más cuando ante nuestros ojos sufre alguien manifiestamente inocente, como lo es todo niño de cinco años.

Vasconcelos provoca esa conmoción gracias a lo limpio de los ojos de Zezé, a su capacidad para la autocrítica, para reconocer sus limitaciones, para no culpar a nadie de su fatalidad, al ínfimo alcance de sus objetivos, tan modestos y accesibles a cualquier lector que provocan entre sonrojo y ternura. Otro recurso es enfrentar a Zezé y a su familia a un vecindario no muy boyante, pero en general en mejor situación; incluso hay niños con una posición económica más que saludable. El contraste con esa normalidad hace resaltar las penurias de Zezé y los suyos. Un tercer elemento es el continuo uso de diminutivos. Zezé, que es quien nos habla, los prodiga, transmitiendo con ellos diferentes sensaciones: unas veces, que se conforma con poco; otras, que como no tiene nada todo poquito es mucho; y, todas, que cualquier posesión o gesto afectuoso es recibido con cariño y ternura. Tan pocos recursos materiales tiene Zezé que sus juguetes no son tales, y por eso los suple con su imaginación: la planta de naranja lima que da título a la historia es solo un raquítico arbolejo en el que el niño se sube para cabalgar sobre una rama y con el que entabla divertidas conversaciones en las que atribuye a la planta las respuestas de su fantasía y de su conciencia.

Pero «Mi planta de naranja lima» no se limita a exponer la situación de su protagonista, sino que nos muestra su repentina evolución a la madurez. Es decir, a la pérdida de la inocencia. Tan repentina que queda claro que el pobre de solemnidad suele perder hasta la infancia. Se puede dejar de ser niño a cualquier edad. Por supuesto, la infancia perdida no se recupera.

        ¿Cómo maduramos las personas? A base de trompazos y desengaños. ¿Cuál es el peor que puede sufrir un niño como Zezé? La pérdida de la esperanza. Pero como para perderla antes hay que tenerla, la historia, que comienza mostrando la miseria, es luego esperanzadora y por tanto algo alegre, aunque termina siendo dura, cuando Zezé se enfrenta a la crueldad del azar. O de la vida. O del mundo. Los sentimientos del lector viajan en esa montaña rusa.

Un gran y breve libro, nada rebuscado porque Zezé se expresa con inocente naturalidad. Una obra que se lee en un par de días y que ojalá haga mejor a quien la lea.

Y aquí acabaría la reseña, de no ser por lo que está ocurriendo mientras la escribo. Quien se conmueva con la vida de Zezé, el Vasconcelos de hace un siglo, que piense en lo que ahora mismo está sucediendo en buena parte del mundo y, en especial, en Gaza. Millares de niños de todas las edades viven en una pobreza aún mayor que la de Zezé. Una pobreza absoluta: sin cuatro paredes entre las que refugiarse del frío y del calor, y hasta sin comida. Intencionadamente se les está matando de hambre. Puede hacerse porque están presos. Ni siquiera se les deja huir. Solo se les permite desplazarse en el matadero a cielo abierto en que se ha convertido el reducidísimo territorio de Gaza. Miles, decenas de miles de Zezés, han muerto destripados, destrozados o desmembrados por tiros y bombas. Muchos otros miles sufren horribles amputaciones. Los huérfanos y perdidos a su nula suerte son legión y todos, hasta los sanos, viven horrorizados. Sus familiares adultos no están mejor ni menos indefensos y, en su inmensa mayoría, son igual de inocentes. No soy capaz de imaginar cómo estarán emocionalmente todas esas personas. 

Si te ha conmovido «Mi planta de naranja lima» o piensas que puede conmoverte la injusticia que siempre asola al inocente pobre, no está de más que muevas un dedo en favor de esos desgraciados que no son el Zezé de hace un siglo sino los Zezés de ahora. De este mismo instante. De nosotros depende en parte que mañana puedan seguir aquí y alguna vez tener una vida digna. Todos podemos actuar. Podemos donar dinero a los proyectos de Unicef u otras organizaciones en la zona, y expresar en las redes y ante quien sea que toda salvajada es tan inaceptable que quien pueda hacer algo para que cese debe hacerlo por imperativo moral. Porque los imperativos morales existen. Y si no los tienes, estás en el origen de todos los Zezés.