Juan Marsé tenía solo 33 años cuando publicó esta fantástica y también dura y tierna novela en 1966. Había sido premiada un año antes (Premio Biblioteca Breve), todo lo cual permite saber que la escribió rondando los 30. Dada la calidad de la obra, impresiona la capacidad de su autor a esa edad. E impresiona no solo por cómo está escrita, sino por la profundidad de la perspectiva, más propia de una persona de mucha más edad.
El comienzo de la novela ya está en la posteridad. Pone en acción al Pijoaparte, un veinteañero, un charnego, un inmigrante en la Barcelona de 1956, donde transcurre la novela, un tipo profundamente inculto, sin oficio ni beneficio, que, en el marginal barrio del Carmelo, encaramado en la ladera de la montaña, malvive del robo de motocicletas, explotado por un receptador que es lo más parecido que tiene a un padre. Pero el Pijoaparte, llamado Manolo, es también un tipo tan consciente de ser un don nadie y tan acomplejado por ello que trata de ocultarlo con una actitud chulesca, siendo presumido, y supliendo los argumentos por la violencia o la amenaza de ella, y con unos sueños de grandeza (económica, que la cabeza no le da para más) que convierten en espejo donde mirarse a todo aquel que lleva una vida relativamente lujosa, como la de, por ejemplo, los pequeños empresarios capaces de tener su casita en el barrio de San Gervasio en Barcelona y otra en la playa. Además, el Pijoaparte, aunque siempre un chulo, es también un pobre desgraciado que no tiene quien le haga caso, quien lo quiera un poco, porque sus complejos le hacen rechazar, sin darse cuenta, el afecto de los que, desarrapados como él, tiene más cerca.
En una fiesta conoce a Maruja, desencadenándose un comienzo memorable que despeña al don Juan desde el nivel al que lo impulsan sus complejos al de su desoladora realidad. Y, a partir de aquí, comienza a aparecer Teresa como si se abriera paso entre la niebla: primero, tímidamente, como una imagen borrosa, casi como un sueño, para ir tomando corporeidad poco a poco. Teresa es hija de uno de esos empresarios con casa en Barcelona, en San Gervasio, y en la playa, en Blanes, al pie de una pequeña cala solitaria y privada. Es universitaria, con una edad que Marsé varía de unas páginas a otras: 18, 19… Aunque parece más madura. Teresa juega a jugársela: es de izquierdas, lo cual supone ser rebelde a la familia, aunque no renuncia a ninguna de las ventajas de pertenecer a ella, y anda metida en fregados estudiantiles reprimidos por el franquismo.
Sobre este punto, lo primero que llama la atención es el ingenuo izquierdismo de salón de quienes viven tan bien que teorizan sobre el obrero sin haber visto uno ni de lejos. Izquierdistas que se erigen en defensores/benefactores de otros desde cierto sentimiento de superioridad, y tan ingenuos que, para ellos, el obrero es una especie de ser mitológico digno de protección en nombre de la justicia universal. Pero, claro, el día en que, fascinados y al mismo tiempo acomplejados por la repentina conciencia de su ignorancia, se topan con uno, igual se dan cuenta de que no es la inerte pieza decorativa de sus delirios que hasta ese momento creían.
Dicho esto, o por todo esto, la fascinación entre los dos protagonistas es mutua: para el Pijoaparte, Teresa representa todo aquellos por lo que él suspira y no puede alcanzar; lo que él merece o, mejor dicho, lo que tendría de no haberle deparado la vida tan mala suerte; para ella, en cambio, Manolo es la esencia, la verdad de la vida. Su relación se afianza con Maruja como un delicado y complicado telón de fondo. Maruja, por contraste, realza el idealismo/egoísmo/estar en la inopia de los dos protagonistas. Maruja, ella sí, es la única que vive con los pies en el suelo. La obrera de verdad, la que sabe que lo es y se resigna a serlo, la que intenta vivir su vida tal y como es porque es la única que tiene. Un personaje que, no es inocente en esta obra dadas sus características, acaba como acaba.
La acción transcurre a lo largo del verano de 1956. Desde la verbena de San Juan hasta mediado septiembre. La evocación del verano en esa época de la vida donde el ya exadolescente, aún carente de responsabilidades, es aún lo bastante ingenuo para que el idealismo le haga creer, a medida que va descubriendo el mundo, que logrará cambiarlo y hacerlo a su medida, tiene una fuerza desmedida en esta novela. Muy potente es también la expresión, elaborada, retorcida a veces, con frondosas frases interminables que enlazan y combinan ideas complejas, que a veces parecen hacer piruetas líricas para luego soltar una carcajada y explotar como realidades prosaicas. Y, sobre todo, la novela tiene varios momentos de conmoción; todos significativos, todos trascendentales.
Y el final…
El final muestra a un Pijoaparte cuya mejor defensa es su propio orgullo, que proviene de sus propios complejos. Qué paradoja. Es también significativo, muchísimo, con quién mantiene la última conversación de la novela. Poner ahí ese interlocutor es el modo que tiene Marsé de indicar cuán bajo está en ese momento el pobre Pijoaparte, cómo la vida le ha pasado por encima. Pero además, Marsé, al poner precisamente en esa boca la información sobre Teresa, sume al lector en una angustiosa confusión, porque igual que es perfectamente lógico que la información sea cierta, pudiera no serlo. Todo depende de lo sincera que haya sido Teresa a lo largo de la historia. O de si algo o alguien, ¿la madurez? ¿la influencia familiar?, le ha hecho abrazar el pragmatismo y olvidar las veleidades juveniles. El Pijoaparte cree lo que le dicen, lo cual puede decir más de él, de sus complejos, que de Teresa. Y, reaccionando como reacciona, provoca en el lector un vacío, una congoja, tan triste como inolvidable.
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