La vida contada por un sapiens a un neandertal fue tal éxito comercial –fundado en lo interesante del libro, en la categoría de sus autores y en la originalidad del planteamiento- que no es de extrañar la pronta aparición de esta secuela, La muerte contada por un sapiens a un neandertal, también muy interesante y divertida, pero un poco menos.
Contar «la vida» dio juego, porque los autores no abordaron las razones de la vida sino la evolución. En cambio, en este libro se abordan las razones de la muerte, lo que ofrece un campo más limitado y, de hecho, el libro resulta repetitivo porque en las idas y venidas con las que el sapiens antropólogo trata de ilustrar con ejemplos visuales al neandertal escritor la idea a desarrollar es casi siempre la misma: la selección natural opera sobre aquellas mutaciones genéticas (que generan enfermedades o limitaciones) que se expresan dentro del periodo normal de la vida, especialmente antes de terminar la edad fértil, de forma que la selección natural barre a los enfermos y limitados, quedando vivos los pimpantes y lozanos, que son los que siguen transmitiendo sus pimpantes y lozanos genes; por eso juventud suele ser sinónimo de salud; pero cuando, por la domesticación o, como en el caso de los humanos, la «autodomesticación», se alcanzan edades superiores a las normales para la especie, los genes de expresión tardía sobre los que la selección natural no ha podido operar comienzan a expresarse. Y son un montón, porque la selección natural no ha tenido ocasión de hacer limpieza.
Eso es la vejez.
La decrepitud.
Algo que no ocurre en la naturaleza. En la naturaleza solo hay plenitud o muerte, repite Arsuaga y Millás le hace el eco.
¿Y qué es la muerte? Según Arsuaga, el efecto de la acción conjunta de todos esos genes de manifestación tardía sobre los que no ha podido actuar la selección natural. Hay otra alternativa: que la muerte esté programada por genes específicos que explicarían por qué un pulpo vive dos o tres años y una tortuga se hace centenaria; una tesis que abriría la puerta a la «desprogramación de la muerte», pero que no parece tener demasiados partidarios. Arsuaga, desde luego, no lo es. De todas formas, nos avisan, nadie sería eterno: lo que no consiguieran esos genes puñeteros afortunadamente desprogramados lo conseguirían antes o después los accidentes y agresiones.
Aparte de lo que se cuenta sobre vejez y muerte, en esta obra, más que en la primera, Millás –el redactor- ha tenido buen cuidado de diferenciar e incluso de oponer a los dos personajes, él y Arsuaga. Millás, urbanita, comodón, pusilánime, algo hipocondríaco, aficionado a usar el espíritu para escapar del mundo y negado para mil cosas, frente a un Arsuaga decidido, aventurero, hábil, apegado a una realidad que no suele ser romántica y sí horrorosamente práctica. Uno que dirige y explica, y otro que se deja llevar. Dos caracteres en gran medida opuestos, pero que se respetan mutuamente. Esta oposición permite introducir un elemento dinamizador y humorístico que en esta obra tiene más peso que en la primera.
Otro recurso atractivo es la presencia de algunos personajes otrora famoso en el mundo del deporte y, en especial, del baloncesto. Llorente y Corbalán. Muchos se acordarán de ellos. También aparecen otros secundarios de fuste desigual.
En resumen, un inteligente refrito de recursos ejecutado con la magistral pluma de Millás para contar cosas muy interesantes y divulgar conocimientos, pero que, vuelvo al principio, resulta pronto repetitivo.
Escribieron sobre la vida. Han escrito sobre la muerte. ¿Y después?
No van a escribir sobre qué hay después de la muerte, porque es un asunto tan poco científico que se basa en lo más opuesto a la prueba: la fe, pero sí que van a escribir después de haber escrito sobre la muerte. ¿Sobre qué? Sobre flecos pendientes de la vida relacionados con la vida social. O eso parece a juzgar por lo que se dice en el libro. Será otra buena lectura.
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