Segunda
novela de la trilogía Los hijos del desastre. Como es lógico en una trilogía,
el lector disfrutará más y entenderá mejor la segunda novela si ha leído la
primera, aunque no es imprescindible haberlo hecho.
Y si la
primera, Nos vemos allá arriba, es una buenísima novela, Los colores del
incendio es todavía mejor.
En Los
colores del incendio los protagonistas de Nos vamos allá arriba pasan al olvido,
y es un personaje secundario en esa primera novela quien coge las riendas de la
segunda: Madeleine Péricourt, heredera del banco que lleva su nombre, separada
de un infecto caradura y madre reciente. No obstante, la novela, más que la
historia de Madeleine, es también la de quienes se cruzan en su vida, de modo
que Los colores del incendio es más bien una «historia de historias». De
historias incendiarias.
¿Qué
ocurre en la previsiblemente plácida vida de la rica heredera? Que las cosas se
complican: la vida privada de Madeleine está en el origen de una serie de
problemas, alguno mayúsculo, a los que debe hacer frente, qué remedio; pero
todos se complican con la enorme crisis económica iniciada en 1929 y con los
tambores de guerra que se resuenan tras el triunfo del nazismo en Alemania. Una
crisis, un incendio, que es la ruina de unos y la gran oportunidad de otros, al
igual que el ascenso del nazismo amenaza con ser una tragedia para casi todos y
un negoción para otros. Si el objetivo de Lemaitre es contar cómo la Historia,
con mayúscula, se entremezcla y confunde con los millones de historias
particulares de los individuos sobre los que ejerce una influencia
determinante, lo consigue con brillantez. El mayúsculo incendio es la suma de
infinitos pequeños incendios de todos los colores.
Maravilla
la capacidad del autor para exponer, con claridad meridiana, una trama verdaderamente
compleja, una maraña de intereses económicos y afectivos interrelacionados
entre los que no influyen poco las trampas y engaños de unos y otros. Y
maravilla, también, el cariño con el que trata a casi todos sus personajes
–manifestado en el tono y en el humorístico modo en que consigue que sus debilidades nos
resulten comprensibles-, cariño que hace que el lector no sienta hacia ellos
toda la inquina que producen sus acciones. Y malas acciones las hay a montones,
porque entre ambiciones y venganzas casi nadie se salva.
Aunque
Lemaitre no lo cite al final, en la relación de libros que han influido en su
obra, encuentro muchos paralelismos entre su modo de escribir y el del mejor
Camilleri, aunque Lemaitre recurre menos al diálogo para dar agilidad y tiende un poco más a la descripción. Tres cosas tienen en común: la claridad
expositiva que permite que lo intrincado resulte sencillo, la forma en que la
debilidad de cada personaje deriva en comprensión hacia él y, para terminar, la
pátina de humor que recubre permanentemente la historia. Quizá haya una cuarta
y hasta una quinta: el uso de secundarios memorables (cuarta) que dan lugar (quinta) a historias
que transforman la novela en, como he dicho antes, una historia construida
entrecruzando historias.
El
ritmo de la narración es bueno y constante, sin altibajos, y el lenguaje rico
pero sin alardes innecesarios. Lemaitre trata de comunicar, no de demostrar
nada. Y lo consigue.
Una
historia de más desamores que amores, de ambiciones grandes y pequeñas
vinculadas tanto a lo afectivo como a lo económico y profesional y, sobre todo,
al amor propio; de traiciones, venganzas y venganzas de las venganzas; con
personajes cuya vida da monumentales bandazos; con personajes de todas las
clases sociales y hasta con algún bellezón inquietante; una novela tan
agradable que, a medida que avanza la lectura, el lector comienza a sentir pena
de que el final se aproxime.
Una novela deliciosa para los buenos lectores, y de lo más entretenida para los menos exigentes.
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