Esta segunda entrega de la juez Mariana de Marco está, a mi
juicio, por debajo de la primera. El argumento es simple: Carmen, secretaria
judicial y amiga de la juez de Marco (quien ha cambiado de destino a una
localidad mayor, que, casualmente, se llama Villamayor) tiene una sobrina
veinteañera que se ha liado con un cuarentón. El problema es que Carmen está
convencida de que el tal cuarentón se cargó a su tío para heredar, e intenta
que su amiga reabra el caso (que se consideró accidente). Pero la juez acaba
conociendo al sospecho: un tipo encantador con cierta cara dura, un tipo que
sabe camelar, aunque en esta historia acaba camelando con bastante poco.
Con estos mimbres, el cesto se repite a cada página: la una,
convencida de que el tal Rafael (así se llama el caballero) es un asesino; la
otra pensando que no hay motivo para reabrir el caso, pese a un poso de duda, y
que a ver cómo le cuenta a la primera sus citas con el sospechoso. Intervienen
además otros dos personajes un tanto traídos por los pelos, cuya finalidad es la
que es, pues estamos en presencia de una de esas novelas cuya trama es muy
sencilla: todo parece ser así o asá hasta que de pronto alguien dice “cáspita”
y el lector comprende que cuanto lleva leído solo ha servido para entretenerlo,
y que más le vale olvidar casi todo; para colmo, la tensión se mantiene en las
páginas finales mediante un “truco” de muy bajo nivel: la juez de Marco ya ha
descubierto el pastel pero, simplemente, no se le dice al lector, que debe
acabar de leer para saber por qué la señora dijo “cáspita”.
En cuanto a los personajes...
La juez, dejémosla en demasiado filosófica y perfecta. Se
analiza a sí misma y analiza su propio comportamiento con una objetividad, con
una frialdad, poco real, como si opinara sobre una desconocida. En
consecuencia, la reflexión ocupa buena parte del espacio que en la realidad corresponde
a los sentimientos y las sensaciones. Además, es un “tipo social” un tanto
extraño: demasiado “señorona burguesa” para su edad y situación, demasiado
“selecta”, y demasiado difícil de conciliar semejante anclaje con la imagen que
a veces asoma de mujer joven, independiente y decidida a dar a emociones a su
vida. El conjunto produce sensación de envaramiento, de poca naturalidad, de
estar ante un personaje estirado y poco ágil. Un personaje capaz de decir
frases como “Y no sigo hablando porque estoy empezando a ponerme estúpidamente
mayestática”.
De Carmen, su amiga, tenía otra visión procedente de la
primera novela. En esta parece más alocada, obcecada, y, en resumen, menos
inteligente, por no decir que a veces parece una pobre tonta voluntariosa.
Tampoco cuadran su empecinamiento con los conocimientos que cabe presuponerle
por su profesión. Llamativa resulta su amistad con la protagonista, que les
lleva a organizar cenas privadas con champán y velas y a compartir techo algún
fin de semana. La cosa sugiere una amistad muy “intensa”, desmentida por lo que
se cuenta, que, en buena lógica, debería preocupar a la juez tanto como le
preocupa en el resto de casos. Y es que la juez siempre está alerta para que
nadie pueda pensar que tiene un lío con un hombre, pero ni siquiera llega a
pensar que alguien pueda creer que lo tiene con su amiga.
El resto de los personajes… Rafael, un chulillo cuyo cinismo
se refleja en pinceladas demasiado gruesas; y Teodoro y “el de las vacas”,
demasiado planos, demasiado directos, buenazos y simplones incluso cuando
quieren ser pícaros.
Hablando ahora del entorno, y dejando al margen los paisajes
norteños (esos sí gustan), está muy presente el ya mencionado temor al qué
dirán. Se diría que todo el mundo anda pendiente del ir y venir de una juez que
no es de allí. El chismorreo ha jugado su papel en este país, pero cuando una
mujer de poco más de cuarenta años va en estos tiempos a una localidad donde
nunca antes ha vivido y esa localidad es medianamente grande, el qué dirán se
la trae al fresco en grandísima medida. La conducta de la juez es la de un
personaje chapado a la antigua, lo cual enlaza con el comportamiento
“pequeñoburgués” antes aludido. Para su edad, sus temores son anacrónicos. Pero
lo que chirría no es eso. Si la juez simplemente temiera el qué dirán, sería
prisionera de sí misma, no del entorno, pero como el autor le da la razón al respecto,
nos pinta un paisaje que cada vez existe menos, y eso va en mengua de la
credibilidad, al tiempo que aumenta el envaramiento del personaje: su moralidad
le permitiría “soltarse el pelo”, pero tiene tanto dominio de sí misma que, sin
aparente esfuerzo, somete todas sus apetencias.
Los capítulos son muy breves, pero algunos sobran porque no
son sino disertaciones (por ejemplo, sobre la pena de muerte) que lo mismo
podrían estar o no. Nada aportan a la historia, y poco sobre los personajes.
Y termino con una referencia al lenguaje. Al principio me ha
llamado la atención por recurrir a expresiones demasiado convencionales, como
si no estuvieran trabajadas. Luego me ha pasado inadvertido. El tono se va
contagiando de las contradicciones de la protagonista: da una apariencia de
normalidad… con cierto envaramiento, en el que de muy vez en cuando desentonan
expresiones más o menos humorísticas. Un ejemplo: “cuando se desplazaba por una
sinuosa carretera comarcal entre montañas camino de Infiesto, una vaca se
desprendió de la ladera donde estaba pastando y cayó sobre el capó del coche
provocando un accidente que a punto estuvo de acabar con la vida de la vaca y
la de Tomás”. Así que la vaca se “desprendió”. La imagen es humorística, pero
ni ese tipo de humor ni la forma de expresarlo encajan en el tono general, muy
vinculado al del personaje central.
Conclusión: novela ligerita, muy mejorable.