Fernando Fernán Gómez (1921-2007) es tenido por uno de los mejores actores españoles del siglo XX y son muchos (yo entre ellos, aunque nada sé de cine) los que piensan que es también uno de los más desaprovechados, por el tipo de cine permitido en España en los años cincuenta y sesenta. Pero Fernán Gómez fue, también, un excelente escritor. Magnífico. Es una pena que no sea más conocido y reconocido como tal.
Cinecittà es un complejo cinematográfico al este de Roma. Fue impulsado en los años 30 para competir con Hollywood, ante la importancia creciente del cine como medio de influencia y propaganda. Alrededor de 600.000 metros cuadrados de instalaciones en las que se han rodado más de tres millares de películas que han ganado casi medio centenar de premios Oscar. Allí han trabajado famosísimos directores, han actuado los mejores intérpretes y se han rodado películas como Quo Vadis o Ben Hur. En 1952, era, junto a Hollywood, el gran santuario del cine.
Y allá se fue Fernando Fernán Gómez, a participar con un papelito en una película del director austriaco Georg Wilhelm Pabst (1985-1967).
La película, que tuvo dos títulos («Tres días son pocos» y «La voz del silencio») se estrenó en España como «La conciencia acusa». Según termina diciendo Fernán Gómez, el film no supuso nada en su carrera, pero, en cambio, inició el declive de la de Pabst, que hasta entonces había rodado 22 películas y después firmó solo dos más.
Pero lo importante para los lectores es que a Roma se había ido Fernando Fernán Gómez, en la primavera de 1952, a participar en esa película que se rodaba en Cinecittà. Y se fue con el encargo de una revista de escribir un pequeño diario sobre su experiencia. Fue publicado en dos entregas. La tercera no llegó a salir. Este breve libro incluye las tres.
El diario es precisamente eso, un diario, un conjunto de notas autobiográficas por orden cronológico que narra hechos e impresiones. Pero, ojo, ¡menudo diario! Tiene una solvencia literaria mayúscula, porque comunica mucho y claro con muy pocas palabras y con un estilo propio que parece surgido del deseo de ser sincero, racional y respetuoso consigo mismo más aún que con los lectores.
Al final hay también un breve añadido de poemas, titulado «A Roma por algo». Algunos se inspiran en Roma. Son irregulares, pero hay un par que me han emocionado: el titulado «El Milagro» y el que habla de las marquesitas. A destacar, también, el corto epílogo de Alberto San Juan, que en solo tres páginas consigue ser notoriamente irregular y pasar de la brillantez y emotividad de los primeros párrafos a un final un poco atolondrado.
Volviendo al meollo, al diario, las escasas pinceladas que suponen estas pocas notas conforman, vaya contraste, un cuadro enorme en el que pueden observarse mil curiosidades: desde el modo de funcionar del cine en lo organizativo y en lo operativo, a la escuálida visión que los actores tienen de la obra en la que participan, pasando, sobre todo, por sus miedos, aspiraciones, dudas, temores, alegrías y miserias y el modo en que se perciben y expresan. Los ignorantes nos sorprendemos además con lo caótico de la organización, con las pérdidas de fuerzas y de tiempo, con el orden de rodaje, con los criterios de priorización, con la desvergüenza con que se abusa del tiempo de los pelagatos, con la soledad de los actores, y aprendemos también truquillos y la importancia que cada intérprete da a lo mucho o poco que hace, importancia en relación a la película y, sobre todo, a sí mismos. Y vemos también la abisal diferencia de ambientes entre Roma y Madrid (que sale muy mal parado), entre el modo de trabajar de unos y de otros, en la forma en que cada actor aborda su profesión, y en lo que cada cual admira del resto según sus circunstancias e inseguridades. Una visión amplísima, a la vez sucinta y profunda (¡qué merito tiene eso!) con el interés añadido del inevitable chismorreo.
Porque... ¡Qué chismorreo!
A través de los lúcidos ojos de Fernando Fernán Gómez llegamos a compartir los primeros pasos de jóvenes que aún no sabían que iban a ser mitos. El número de futuras leyendas que pululaban por Cinecittà y Roma era enorme, y, por supuesto, compartían espacio con artistas ya célebres, como Gregory Peck. Para explicar mejor a qué me refiero, terminaré con una referencia sutil pero soberbia que Fernando Fernán Gómez hizo a una chica de aún 17 años, a solo un mes de cumplir 18. Se cruzó con ella. Y gracias a eso, en la página final de estos diarios, tras explicar por qué tuvo que decir que no a trabajar con un entonces desconocido Federico Fellini, Fernando Fernán Gómez, rememorando primero el ambiente con el que se topaba él, pobre actor desconocido, al vagabundear por la vía Veneto y demás alrededores de Villa Borghese, en cuyos bares se perdían las celebridades, escribe: «…y Anna Magnani y Orson Welles, que estaban hasta altas horas de la noche en la terraza del Strega…», y luego, evocando lo visto en la propia Cinecittà, aquella catedral del cine, termina diciendo: «…y cuando al entrar en la oficina de una productora salía, acompañada de su madre, una chica de inconcebible belleza que se llamaba Sophia Loren».
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