El próximo 30 de noviembre Woody Allen cumple 90 años. Que a estas alturas la sesera y el ánimo le hayan permitido escribir una novela como «¿Qué pasa con Baum?» es impresionante. Ahora bien, sería ingenuo pensar que en ella pueda contar algo que no haya dicho ya en sus alrededor de setenta años de cara al público, o que haya esperado tanto para alumbrar algo especialmente brillante. El mejor de los seis libros suyos que he leído sigue siendo, con enorme diferencia, su autobiografía.
Entonces, ¿qué pasa con Allen para haber escrito «¿Qué pasa con Baum?»? La hipótesis más razonable es que, siendo Woody Allen, como dicen por aquí, un culo de mal asiento, a su edad la literatura es la mejor forma (o quizá la única) de seguir creando.
El humor de Allen está presente de varias maneras en estas páginas. Por fortuna, las comparaciones absurdas que otras veces resultan cargantes de tan frecuentes aquí casi ni se notan y el humor procede, en cambio, del liviano modo en que el protagonista se toma a sí mismo. Incluso tan angustiado como está es capaz de poner la distancia suficiente para verse, a la hora de escribir, con una objetividad de la que carece a la hora de vivir.
Narrada al alimón en tercera persona por un narrador anónimo y en primera por el propio protagonista, Asher Baum, Baum es, qué increíble y original casualidad en la obra de Allen, ejem, un judío neoyorkino talludito que anda por el mundo sin comprender nada de él, con sensación de fracaso y bastante preocupado por el amor y el sexo. Una parte considerable de lo que cuenta lo hace a través de diálogos en voz alta consigo mismo, o más bien con su conciencia.
Las tres cuartas partes de la novela justifican el título y suplican cierta paciencia al lector. Son mero planteamiento. Si ya de entrada se informa de cómo es la vida Baum y cómo ha llegado a ella, todas esas páginas no hacen sino detallar un proceso no particularmente interesante. Resumen: Baum es un escritor fracasado. Fracasado por cuatro motivos: porque apuntaba maneras de gran escritor, porque aspiraba a codearse con Kafka y Dostoievsky, porque escribe ladrillos pretenciosos y, en fin, porque el paso de los años ha demostrado que es un mediocre. En lo personal nunca ha acabado de superar que Tyler, su segunda esposa, le abandonara, pero hace años que está casado con Connie, una mujer rica y bella que se enamoró no de él sino de lo que parecía que Baum iba a ser: un escritor célebre. El matrimonio no está en su mejor momento. A iniciativa de ella viven en una mansioncilla en Connecticut, a un par de horas de Nueva York, donde Baum aún mantiene su apartamento. Connie tiene un hijo veinteañero, Thane, a quien todo el mundo considera un prodigio de belleza, inteligencia y talento. Tanto donaire tiene Thane que ha alcanzado lo que nunca ha logrado su padrastro: el éxito literario. Ha escrito un best seller que además es reconocido por su calidad literaria. ¡Toma ya! ¡El público y la crítica más sesuda rendidos a sus pies! Lo que no ha conseguido Baum lo ha logrado el niñato que nunca lo miró con buenos ojos. Para colmo, basta que Connie, tan decepcionada con Baum, mire a su hijo para hacer patente, por contraste, el fracaso del marido. Aunque el mayor problema familiar es que Baum no reconoce a Thane los méritos que los demás le atribuyen. ¿Celos? ¿La envidia del mediocre? Nada que mejore el ambiente.
Todo esto lo sabe el lector en la sinopsis y en las dos o tres primeras páginas. Luego, como ya he dicho, unas veces Baum hablando consigo mismo y otras un narrador tercero nos cuentan cómo sucedió todo. Un poco rollo, la verdad. Allen aprovecha la perorata para colar referencias culturales unas y «culturales» otras, aclaradas todas por el traductor en un anexo final de tres páginas. También deja caer alguna crítica sobre el mundillo literario que igual pasa desapercibida para algunos lectores, y no me refiero a lo inexplicable de que Baum pueda ganarse la vida escribiendo cuando apenas vende nada, sino a todo lo contrario: que la celebridad y la opulencia se alcancen con poco más de treinta mil ejemplares vendidos lo mismo puede ridiculizar la vanidad de los escritores que censurar lo poco que se lee a juicio de Allen o denunciar lo paupérrimo de un mundillo que siempre ha tenido más ínfulas y afectación que humildad y franqueza.
La última parte de la novela es la más animada y, por contraste con la anterior, es decir, en términos relativos, brillante. Brillante porque de pronto el lector se implica en la trama a través de un truco mucho más viejo que el propio Allen: un dilema. El que debe afrontar Baum. La resolución que adopté determinará el desenlace de su vida (es decir, de la novela) pero hasta ese momento las preferencias de cada lector vagan libremente impulsadas por el modo en que haya visto a cada personaje y, también, por su propia forma de ser, de sus valores.
¿Cuál es ese dilema? El que tiene todo el mundo que, sin comerlo ni beberlo, descubre una «verdad incómoda», eufemismo que vale para todo, porque las «verdades incómodas» lo son por tener varias caras, según quien las mire. Según el ojo, la «incomodidad» puede ser escándalo, satisfacción, oportunidad, justicia, injusticia, dolor, humillación, ofensa...
Para no reventar nada no voy a comentar qué verdad es esa, pero no hace falta ser muy avispado para intuir que, si Baum se enfrenta a un dilema, es que algo tiene que ganar y que perder con ella. Tampoco es preciso ser una lumbrera para saber que no hay verdad que transforme en genio al mediocre, aunque el efecto inverso sí puede provocarlo.
El interés de la novela, llegado este espléndido final que justifica la travesía previa del desierto, más que en el desenlace está en las reflexiones que haga el lector. En concreto: ¿Qué pros y contras ofrece a Baum hablar o callar? ¿Por qué elige lo que elige? ¿Qué opciones tenía? Hablar o callar, sí, pero, en el primer caso, ¿hablar a quién o a quiénes? ¿A todos o de modo selectivo? ¿Y cuándo? Y, lo más importante de todo, ¿en su lugar qué hubiera hecho el lector?
La respuesta a esta última pregunta aclarará muchas cosas al lector sobre sí mismo. El mérito de Allen es conducirlo a esa situación en la que el lector, como Baum, acabará hablando con su conciencia para intentar conocerse.
Si se atreve, claro.
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