En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

miércoles, 14 de agosto de 2024

Arena negra - Cristina Cassar Scalia

 


En medio de las cenizas que hace llover el Etna (de ahí el título), que rocían las páginas de buena parte de la novela, un simpático bon vivant, que vegeta alegremente mientras espera el momento de heredar una fortuna, encuentra, en una casona familiar en desuso, un cadáver momificado. Nadie duda de que la mojama lleva allí el número de años suficiente para que el caballero no tenga nada que ver en el desaguisado, entre otras cosas por no haber nacido a tiempo de tener alguna responsabilidad. La finca es propiedad de su anciana, adinerada y severa tía, que no ha querido saber nada de semejante lugar desde que su marido fue asesinado, también allí, hace un porrón de años.

Así comienza una interesantísima y muy detallada historia, la primera protagonizada por la subcomisaria de Catania (aunque palermitana ella) Vanina Garrasi, a quien, a sus treinta y nueve años cumplidos en esta su primera novela, no hubiera conocido de no ser por una conversación en Twitter, en la que me aconsejaron leer, entre otros autores, a Cristina Cassar Scalia como forma de no echar tanto de menos a Andrea Camilleri (a quien por eso voy a mencionar tanto). Aprovecho esta reseña para agradecer la recomendación.

Lo que acabo de decir no significa, sin embargo, que Cassar Scalia y Camilleri tengan demasiado que ver. Es cierto que ambos son sicilianos y que Sicilia es el escenario de sus novelas. Es cierto, también, que la cocina juega un papel similar en sus obras, y que ambos personajes tienen viviendas peculiares y disponen, cada uno de un modo, de una señora entrada en años capaz de preparar en el momento adecuado las mejores delicias; también tienen sus amores (o desamores) en otra ciudad; e incluso el modo de presentar algunas cosas o personas es parecido; podemos añadir la existencia de jefes (de carácter opuesto) y diferencias (o rivalidades) y complicidades con responsable de la policía científica y los forenses. Pero aquí acaban las similitudes y se abren amplias diferencias tanto en el carácter de los protagonistas (Garrasi es cualquier cosa menos una cabeza loca) como, sobre todo, en el modo de escribir: si Camilleri es deudor de su oficio de guionista que le hace dar a sus historias una agilidad superlativa, Cassar Scalia (cuya profesión es la de oftalmóloga) parece influida por novelas mucho más elaboradas, lentas y pormenorizadas. Y así es Arena negra, una obra larga, de más de 400 páginas, cuya extensión se debe al amor por el detalle, a la minuciosidad, a unos personajes concienzudos que invitan al lector a participar con ellos en la investigación, a compartir avances y dudas, a elucubrar sobre culpabilidades… Una mezcla de novela negra de salón y de acción, porque la temática elegida, un crimen cometido hace décadas, permite por un lado la distancia «del salón» y, por otro, merced a un montón de testigos de avanzada edad, también cierta relajada acción. Los capítulos, no demasiado largos, producen sensación de dinamismo y permiten avanzar con fluidez.


Cristina Cassar Scalia

El comienzo es un poco confuso, debido a que en pocas páginas se presentan demasiados personajes imposibles de caracterizar en tan poco espacio. El modo en que se presenta la escena es, narrativamente, lo más parecido a Camilleri de toda la novela. Pero a medida que las páginas avanzan Cristinta Cassar Scalia es capaz de construir un universo, singularmente en torno a la unidad que dirige la protagonista (en esto también es un poco don Andrea, hasta el punto de que incluso hay un diligente policía cuya manía por el papel bien puede ser un paralelo del también maniático amor de Fazio, el personaje de Camilleri, por relatar contra viento y marea los antecedentes familiares de cada investigado).

A diferencia de otras muchas novelas policiales actuales (y a diferencia, también, de Camilleri) en Arena negra no hay varios crímenes independientes que, vaya por Dios, acaban cruzándose. Aquí hay un solo crimen, solo uno. Y ahí se centra la acción hasta el punto de que todo lo que después sucede es evidente que está relacionado. Bien por Cassar Scalia, por renunciar a ese típico conejo en la chistera para realizar una investigación compartida con el lector: es el mejor modo de hacer de él un investigador más, de hacerle partícipe de la narración, y más cuando lector y personajes deben, necesariamente, tirar de la imaginación para intentar hacer luz. 

Que Garrasi nació en esta novela con vocación de iniciar una saga es más que evidente, porque la subcomisaria, como todos los protagonistas de sagas, tiene su propia historia. La autora la dosifica muy bien, de modo que conocemos a la protagonista poco a poco, en parte por lo que hace con el caso concreto y su actitud, y en parte por lo que se va desvelando de su pasado. Ni que decir tiene que al final de la novela algo queda abierto para suscitar interés por la siguiente.

Me ha gustado Arena negra, me ha entretenido de lo lindo, y cada vez que he podido he buscado tiempo para leer unas pocas páginas más, a pesar de lo cual ha habido dos cuestiones que me han despistado, dos cabos sueltos que durante buena parte de la novela me han molestado como moscas pelmazas. Uno es el papel de la prescripción: cuando el crimen se fecha casi sesenta años atrás, da igual quién apioló a la víctima, porque de estar en este mundo ha ganado la prescripción y el papel policial se limita a identificar a la víctima y poco más. Cristina Cassar Scalia tarda casi cuatrocientas páginas en decir que el asesinato no prescribe. No sé si en Italia es así (lo dudo) o si, simplemente, lo puso por «exigencias del guion», pero en estos andurriales no se puede tardar tanto en contar algo así porque produce una intensa sensación de investigación artificiosa.

El segundo cabo suelto es peor. Mucho peor, porque es muy evidente: no investigar qué fue de cierta nilña (no digo más para no reventar nada a nadie) es un fallo tremendo, porque si alguien se ocupó de ella, ese alguien sabía. Y eso, cuando no sabes quién sabe, lo es todo. La autora podía haber evitado esta sensación de fiasco fácilmente, dedicando unos pocos párrafos a decir que lo habían intentado sin resultados, pero no lo hace, lo cual crea ese efecto «mosca» que, además, parece anticipar un golpe de efecto que, al darse (al menos parcialmente) se queda en coscorrón porque no sorprende. También se ve venir, a partir de cierto punto, la identidad del culpable, aunque el ingenioso giro final permite burlar la sagacidad del lector, que solo acierta así asá en la diana. Un «más difícil todavía» razonablemente bien traído.

En cualquier caso, que he disfrutado con esta lectura es evidente, porque fue terminarla y comprarme el segundo libro de la saga.

Seguiré informando.





lunes, 12 de agosto de 2024

La taberna de Silos – Lorenzo G. Acebedo

 


La chiripa me condujo a este libro, y el no husmear lo suficiente me indujo a leerlo. Y esto a pesar de que el hincapié en el «misterio» que rodea al autor, (Lorenzo G. Acebedo es un seudónimo) es un evidente gancho comercial. Un recurso tan poco disimulado que se lanzó con el primer ejemplar de un tipo inédito, antes de saber si se iban a vender los ejemplares suficientes para que algún lector se preguntara si el autor estaba vivo o muerto. No caí en la trampa del artificial y burdo «misterio» de Carmen Mola, también alentado antes de vender el primer ejemplar, pero en esta ocasión no sé si la taberna, si Silos o si la vida monacal, acabaron por conducirme a sus páginas. O igual es que lo he leído a finales de julio y el interior de Silos parece un lugar fresquito.

Llama la atención las exageradísimas alabanzas de la faja. De tener algo que ver con la realidad, se diría que el buen y misterioso señor Acebedo ha marcado un antes y un después en la literatura actual. Eso, o que la alabanza está muy mal pagada y hay que hacerla hiperbólica para ganarse las lentejas. ¡Qué poco amor propio tienen los adoradores de pago!

En libro, en mi opinión, deja pasar de largo la ocasión de crear una buena historia aprovechando un magnífico entorno, y se limita a petardear unas cuantas páginas interesantes, las menos, y a espolvorear sentencias sin orden ni concierto. Es cierto que usa el lenguaje mejor que muchos y que algunas de esas sentencias llegan a elevarse un palmo sobre la renuncia al pensamiento, pero la organización de la novela semeja la de un desván.

En teoría el argumento es el siguiente: Gonzalo de Berceo, que vive el tío tan campante en su pueblillo, dedicado sus cosillas, es enviado a Silos por el Monasterio de San Millán, para estrechar lazos entre ambos monasterios y juntos hacer frente al poder papal ejercido a través de los obispados. De fondo, el vil metal. El hombre, en realidad, prefería quedarse en casa rascándose, bebiendo buen vino y solazándose con una tal Teresa, pero como ha ganado cierta reputación literaria, a Silos lo mandan con la excusa de copiar un librito sobre Santo Domingo que ha aparecido por ahí. La novela comienza detallando el indigesto contenido del puchero servido en una comida en el monasterio, una  receta lo bastante «selecta» como para que el comienzo sea potente. Pero acto seguido la acción de desinfla. Se hace marcha atrás para explicar por qué se ha llegado a semejante condumio, y desde ahí la acción avanza a trompicones entre largas peroratas que poco o nada tienen que ver con el argumento. El tal Acebedo pone dolor de cabeza hablando de tintorro, sobre todo de tintorro, pero también de tintas, de amanuenses… Los «misterios» se resuelven encontrando pasadizos, entradas ocultas y esas cosas sacadas de la infancia de la ficción, y solo las últimas páginas tienen un ritmo sostenido, cuando la novela acaba con don Gonzalo de Berceo, que es muy pito y muy metomentodo y muy sensible a la belleza de las damiselas, atando cabos o, mejor dicho, completando un puzle que hasta ese mismo momento no parecía serlo.

La taberna de Silos coquetea, sin demasiado éxito, con el humor (la sinopsis llega a mentir, anunciando «asesinatos tan cómicos como truculentos»), aunque tampoco sin fracasar estrepitosamente. Digamos que deja un risueño poso de banalidad. La mezcla de algunos personajes maniqueos con otros un tanto disipados es un poco desconcertante. Sin embargo, hubiera sido buena idea de haber usado menos recursos facilones (hasta dos personajes «hablan raro» y demasiado, como Catarellas de Camilleri) y un protagonista mejor perfilado, porque no es fiel a sí mismo, sino a las necesidades de la acción, y esto de un modo demasiado evidente.

Una novela donde la preocupación por la calidad del vino es infinita, pero que en realidad es fast food literario, y no especialmente sabroso. Sin embargo, dado que el entorno es atractivo (la edad media, con lugares y algunos personajes conocidos y con gran carga simbólica), que la saga va a libro al año (el segundo está recién parido) y que parece haber cierta campaña publicitaria (todo lo que se puede permitir el sector) en torno al «misterioso» autor (en teoría, un cura que dejó la sotana por amor), promete dar momentos entretenimiento a un montón de lectores menos tiquismiquis que yo, y alivio a las cuentas de la editorial.

Por cierto, la «receta» que abre el libro es un grandísimo fraude. El lector llega a averiguar el «ingrediente» y el «proveedor», pero nada se dice del cocinero (esta vez sin comillas, porque cocinero había, y a ver cómo hubiera explicado el buen hombre haber cocinado y servido semejante almuerzo sin advertir nada raro), ni los motivos del «proveedor» para añadir, por su cuenta, el «ingrediente», ni por qué se molestó en trocearlo, ni cómo y dónde lo hizo. Porque vamos, hay cosillas que no son como echar sal. La que le falta a buena parte de este libro, construido mediante la unión de jirones.


jueves, 8 de agosto de 2024

El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes – Tatiana Tibuleac

 


Todo el mundo habla maravillas de este libro, que he tenido en casa bastante tiempo antes de, por fin, leerlo. 

Todos dicen, también, que es una historia hermosa, pero dura. Sin embargo, no recuerdo haber oído que el puente que lleva de la dureza a la hermosura es la suma de un peculiar humor (que brota de dulcificar la violencia verbal con el ingenio) y de que la concepción que el narrador tiene de sí mismo es certera y ajena a la autocompasión. ¿Cómo no va a encariñarse el lector con quien, por más bruto y animal que sea, es capaz de reconocerlo sin tapujos ni orgullo alguno, con el único fin de liberarse del peso de sí mismo?  Por eso me atrevo a decir que esta novela tiene mucho humor. Quizá algunos no lo entiendan, pero seguro que otros sí, porque es uno de los papeles del humor: evitar la consumación del mal a través de un ingenio capaz de ir más allá de donde pueden ir los actos. «Insulta, insulta, que mientras pienses en insultarme no lo haces en matarme o en quebrarme el esqueleto». En definitiva, que a veces el insulto o el odio solo expresado verbalmente son una buena noticia, por aquello, diría Sancho Panza, de que «perro ladrador, poco mordedor».

El narrador, Aleksy, nos habla desde dos momentos temporales. Unas veces es el hombre que recuerda su último verano con su madre, cuando él era un adolescente, y, más frecuentemente, es el propio adolescente hablándonos desde esa edad. El adolescente es el Aleksy que irrumpe en la novela con un comienzo fortísimo por la brutalidad de sus opiniones respecto a su madre, brutalidad que, como digo, queda matizada por el ingenio: el odio no ha aniquilado todo cuando aún quedan ganas de lucirse. Pero, en cualquier caso, la crueldad es tremenda. Solo una cosa buena puede decir Aleksy de su madre: ¡qué ojazos verdes tiene!

Aleksy es un adolescente conflictivo, por no decir que está como una regadera, sometido a medicación para controlar su destartalada psique. Hijo de inmigrantes polacos en el Reino Unido, con evidentes problemas mentales y sin haber superado la pérdida de una hermana por motivos poco claros, acaba de salir del centro asistencial y va a pasar el verano con su madre, quien decide hacerlo en un pueblecito francés, en una casa alquilada donde los dos van a estar mano a mano durante un par de meses. Del padre, solo sabemos que se largó. Una familia despanzurrada por la tragedia de la hija y la locura (¿relacionada?) del hijo.

Las razones de la madre para un verano así podrían parecer, inicialmente, vinculadas a la enfermedad de su hijo: mejor tenerlo apartado del mundanal ruido para que no organice la de san Quintín a cada paso. Pero no. Lo que ocurre es que ese verano va a ser el último que ambos van a pasar juntos. Quien lea el libro sabrá por qué.

Y a partir de aquí es cuando comienza la verdadera historia. La de la madre, por la alegría con la que afronta la vida, quién sabe si por convencimiento, en defensa propia o en defensa de su hijo. Y, también, la historia de Aleksy, que poco a poco se va redimiendo, centrando y serenando hasta transitar por los caminos de la comprensión, el perdón y la madurez. 

       Las vidas de la madre y del hijo no han sido fáciles. Tampoco el futuro lo va a ser. Entre ambos media ese verano, que va a ser el más complicado, sin duda, pero también -porque las emociones surgen de la cabeza- puede ser el más emotivo y el más hermoso.

Si los dos personajes son capaces de conseguir hacer del drama algo positivo, lo sabrá quien lea esta brillante novela cuya belleza radica en el modo en que expone cómo podemos hacer hermosos e inolvidables los momentos más duros, y cómo esa experiencia nos cambia.

      Como curiosidad, es la segunda novela que leo en poco tiempo (y ambas por casualidad) cuyos protagonistas tienen problemas mentales y terminan encontrando en la pintura el modo de expresarse y la estabilidad económica. La otra fue Las primas, de Aurora Venturini.

Una referencia a la última página. Lo que en ella se dice es importante. Hay que interpretarlo, y las dos interpretaciones que admite tienen una significación profunda.



lunes, 5 de agosto de 2024

Cielo sucio - Edgardo Cozarinsky

 



Obra tan breve como intensa que comienza en Buenos Aires cuando a uno de los tres protagonistas, Alejandro, un viejo escritor sin ya muchas aspiraciones, le da por hacer un acto de «justicia», o más bien justiciero, que lo pone con las dos patitas en el lado feo del Código Penal. Otra cosa es que lo pillen, claro. Una vez perpetrada la hazaña, aparece el segundo personaje relevante: Ángel, un inmigrante del norte replantado en la gran ciudad, en un trabajo que a la vez le viene grande y se le queda pequeño y que anda, además, con un pie en el mundo real y el otro en un mundo un tanto fantasmagórico heredado de su abuela y de las tradiciones rurales. Ángel hace honor a su nombre, aunque también pudiera llamarse Fantasma.

Completa el trío Mariana, la bella hija del escritor, antaño cabeza loca y ahora asentada cabeza que no se sabe cómo ni dónde se ha asentado.

¿Y de qué trata la novela? Pues, a pesar de su brevedad, cuesta explicarlo en pocas palabras. Si, por un lado, primero surgen dudas en torno al papel de Ángel, luego nacen sobre a dónde va a ir a parar la acción, y, cuando por fin se sabe –como de algún modo ha sido anunciado al principio- desemboca en un suceso a un tiempo disparatado y, como el primero, también justiciero. Todo parece muy loco, injustificado a pesar de la inercia que arrastra a los personajes, hasta que…

Hasta que en las páginas finales un antiguo recuerdo explica casi todo.

Una lectura breve, ágil a pesar de lo difuso de los motivos de los personajes, entretenida y que hace pensar sobre el poder de las improntas y hasta dónde nos puede llevar.




jueves, 1 de agosto de 2024

Nosotros matamos a Stella - Malen Haushofer

 




Cuando acabé de leer esta breve novela escribí en Twitter que Contraseña no tiene un libro malo. Y es verdad. Pero sí los tiene más risueños, que conste, porque la historia que cuenta Anna, la narradora y protagonista, es como para pegarse un tiro por la exasperación que llega a producir en el lector, lo cual, seguro, es lo que pretendió la autora: dar un meneo a nuestras entendederas para hacerlas conscientes del nefasto poder de la intimidación, del miedo y del silencio.

Al comenzar a leer este libro conviene recordar que la acción transcurre en los años 50 del siglo XX. Situarse temporalmente ayuda a entender desde el principio unos roles y unas conductas que ya han cambiado, aunque sin pasarse. El matrimonio formado por Anna y Richard es aparentemente feliz. Ella vive volcada en su hijo Wolfgam y algo menos en Annette, a diferencia de su hermano, aún demasiado pequeña para percibir según qué cosas. Lo importante de lo que llevo dicho es el término «aparentemente», porque en realidad, el  matrimonio solo es felicísimo para Richard, que va y viene y hace con su vida lo que quiere, incluyendo el disfrute de un amplio catálogo de amoríos de usar y tirar perceptible para todos, incluyendo su esposa, aunque todos hacen como si no pasara nada, porque todos temen algo: Richard es demasiado egoísta y dominante como para pensar que el mundo deba o pueda cambiar; Anna tampoco lo piensa, por miedo a alterar los equilibrios familiares y sociales, por miedo y sumisión a Richard y hasta a su propio hijo (con quien mantiene una especie de pacto de silencio que Anna intenta evitar que se transforme en desprecio hacia ella), y Wolfgam porque aunque ve y entiende lo que sucede, no se atreve a meterse en medio. Así, Anna, la narradora, se limita a dejar pasar el tiempo, sin ilusiones, ni orgullo, ni nada distinto a cierto triste afán por sobrevivir en su propio interior (y nada más) sin amargarse demasiado la vida.

Y entonces llega Stella. Una muchacha joven, huérfana de padre, heredera de una farmacia por la que suspira la madre. Llega para cursar unos estudios y, aunque a nadie le hace gracia su presencia, allí se queda por falta de excusas para rechazarla.

Poco después, Stella muere en un accidente de tráfico con toda la pinta de un suicidio. Pero, ¿por qué se habría de suicidar? Pues porque la inercia de la familia ha pasado sobre ella como una apisonadora, triturándola. De ahí que este libro sea una denuncia contra los roles de la sociedad patriarcal (término que, de puro usado y abusado, me da repelús, pero que aquí es adecuado), y una denuncia, también, de la cobardía, del silencio culpable, y, sobre todo, de que atreverse a ser quien uno es no es solo una cuestión privada e individual.

          Sobre esto tratan las reflexiones y recuerdos de Anna. La novela no desarrolla una historia, sino las reflexiones a partir de una historia que el lector conocer enseguida.

Nosotros, que no nos atrevíamos a perder nuestra decorativa posición en la sociedad, matamos a Stella.