Nunca has publicado. Nadie confía en ti. Pero por fin un editor lo hace. Publicas en su editorial. Las ventas son pequeñas. El mismo editor te da la espalda con una nueva obra que no considera a la altura de su editorial, pero parece ponerse celoso si te vas a otra. Te vuelve a publicar. Es crítico, parece creerse superior a ti. Sin embargo, cuando considera que has escrito algo bueno es más cercano. El resto del tiempo es razonablemente distante, aunque no soberbio. La relación con él es correcta, aunque extraña. Hay aprecio mutuo, pero también recelas. Tú vas a lo tuyo y él a lo suyo, pero tú puedes ser lo suyo y quieres que él sea lo tuyo. Sigues publicando. Lo necesitas más de lo que él te necesita a ti, pero la necesidad mutua genera un juego de equilibrios profesionales y personales. A medida que se suceden los libros crece el respeto profesional y el aprecio personal. Ganas algún premio. Las distancias se mantienen, aunque con esporádicas e inesperadas intimidades. Sigues publicando con el mismo editor. Han pasado años, ya lo conoces. Aunque nunca estás seguro de lo que de verdad pasa por su cabeza, sabes lo que puedes esperar de él. Poco a poco te haces famoso. Vas ganando prestigio. Publicas de nuevo mano a mano con el editor. Te otorgan un premio importante. Los años van pasando. Tu prestigio ha ido creciendo. Ya es alto. Ya no hay duda de que has formado con el editor un gran dúo literario. Cada uno sabe cómo es el otro y os complementáis. Pero han pasado los años y el espigado editor maduro que confió en el joven aspirante a escritor a quien nadie conocía es ya un anciano. Hace todo lo posible por seguir siendo él mismo. Pero un día muere.
Y entonces, ¿qué hace el escritor?
Escribir «Jérôme Lindon», que así se llamaba el editor de Jean Echenoz.
Un breve, intenso y profundo homenaje, casi un canto dolorido, que se lee en un ratito, pero que no se olvida.
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