En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

sábado, 9 de marzo de 2024

159 palabras al azar

 



El jueves día 7 quise desengrasar la mente con un ejercicio literario: improvisar un relato que incluyera varias palabras seleccionadas al azar. Pedí socorro en Twitter, llámenlo X: ¡Una palabra al azar, por favor! Recurrir a otras personas me permitía evitar cualquier sesgo debido a lo que quiera que mi mente pudiera haber tramado de antemano sin yo saberlo. Dado el número de interacciones que suelen tener mis tuits, pensaba que no más de cinco, seis o diez personas se animarían a contestar. Lo suficiente para un relatillo enano, que era lo que pretendía.

          Bueno, pues me regalaron 159 palabras, algunas de ellas repetidas, otras fruto del azar y el resto hijas de un azar un tanto, ejem, forzado. Las indicadas en la foto que ilustra esta entrada. En menudo lío me había metido, ¿verdad?

          Ofreciendo las necesarias disculpas por las carencias debidas a la premura y a la necesaria improvisación, espero haber salido del embrollo con este relato que contiene, marcadas en negrita, todas y cada una de esas palabras y que se titula…



 

159 PALABREJAS


 

            Había pasado toda la tarde disfrutando del sutil juego de rascarme la panza sobre la tumbona, en el jardín, con unas almendras y una botella de cerveza al alcance de la mano. En las horas de más calor había tenido los pies sumergidos en un lebrillo de loza blanca. Cuando los saqué y me reacomodé, abrí la segunda botella, la cual, por la frecuencia con la que bebía, más parecía chupete que botella, ¡pero, qué placer! No me atrevía a hacer nada más que disfrutar. Si me movía o se me ocurría dar un palo al agua hubiera roto la paz. Había alcanzado la posición de Zugzwang, que fue un tipo tan listo como para descubrir las ventajas de quedarse quieto. Aún así, desafiando a ese individuo, moví los ojos. Observé entonces la uña del dedo gordo de mi pie derecho. Me quedé ojiplático. ¡Qué larga estaba ya! Parecía un mejillón adulto. Iba a ser menester recortarla antes de que Muslitos, mi entrañable pareja, apareciera por la puerta, se topara con tamaña serendipia y volviera con su sempiterno discurso de que soy una sucia sanguijuela entregada a la procrastinación; un pobre zangalotino incapaz de cortarse las uñas o de freír un huevo y que en lugar de trabajar para ganarse la vida aún piensa en pasar las horas muertas jugando a Pokémon; un maranguán, como me suelta emulando a su abuelo aragonés, que está todo el día en Babia (yo, no su abuelo). ¡Qué atávico es esto último! En estas ocasiones siempre le respondo aludiendo a mi condición nefelibata; es decir, soñadora. ¡Es importantísimo que la imaginación tenga un hueco en este mundo! Y a eso me dedico yo: a imaginar.

          Es preciso que alguien haga tan importante labor si queremos hacer sostenible nuestra sociedad. La fantasía es la puerta de toda esperanza. ¿Cuál es la esencia de la esperanza sino la previsión de un futuro mejor? Para que la esperanza sea inmarcesible y no se vaya al diablo es necesaria la imaginación. Vamos, que la imaginación es lo penúltimo que se pierde.

            Con mi comportamiento ejemplar aspiro a ser un salvador. Lo digo en serio, no es una coartada ni fruto de la corrupción del pensamiento.

            Sin embargo, pese a conservar todavía imaginación y esperanza, antes ya había perdido otras cosas. Por ejemplo, la pelota de crícket que Muslitos había comprado para su sobrino y el mochuelo fosforescente para su sobrina. Los habíamos adquirido de oferta durante el viaje por Mesopotamia al que me dejé arrastrar cuando la perfidia de Muslitos aprovechó uno de esos momentos de debilidad en los que mi mente anda como en una nebulosa. Así que cogimos nuestro hatillo y allí nos largamos, a dar tumbos entre el Trigris y el Eúfrates, viendo un montón de cosas raras y llevándonos como recuerdo un falso pergamino en sánscrito que, supuestamente, detallaba la receta del bhelpuri. Puestos a ver ríos, yo hubiera preferido el Jataté, en México (donde podíamos haber ido a remojar los pinrreles tras visitar la Comala de Juan Rulfo) que es menos conocido y por tanto supongo que más tranquilito, y donde un cacahuete es un cacahuate. Si vienen a mi cabeza cosas de poco valor, como este humilde fruto seco que tanto me recuerda a aquel viejo coche, el biscúter, es porque, volviendo a lo de antes, no recordaba dónde podía haber metido ni la pelota ni el maldito mochuelo. Mi intuición me decía que podían estar sumergidos en el revoltijo de maletas, ropa sucia y recuerdos que había amontonado a la vuelta del viaje en el suelo, a los pies de la cama, pero con cuidado para no dejarlo sobre alguna pelusa. Si en medio de aquella enorme masa amorfa podía haberse perdido hasta un cocodrilo, ¿cómo no iban a perderse una puñetera pelota o un mochuelo de juguete? En algún momento iba a tener que buscarlos, claro, pero encontrarlos entre tanta mugre iba a ser una epopeya. Si la entropía es la medida del desorden de un sistema, el desorden del dormitorio sobrepasaba toda medida. Algo debía hacer para rescatar los juguetitos, porque Muslitos se iba impacientando de día en día. Pero se estaba tan bien con la cervecita y ya las últimas almendras del plato…

            En ese momento la susodicha apareció con una botella de vino blanco en una mano y el descorchador en la otra. Se fijó en mí y en mi bañador azul con margaritas, y se acercó con paso lento. Con esta descripción cualquiera pensará que venía en son de paz, ¿a que sí? Pues no. Con un formidable encono me espetó en tono beligerante:

        —¿Aún estás aquí, cansa almas?

        —¿Qué te ocurre, Muslitos?

        —¡Que no me llames Muslitos!

        —Vale, vale, Genoveva. ¿Qué te sucede?

       —Ese muro de mierda en forma de paralelepípedo que llega desde la cama hasta el zócalo

        —¿Qué le pasa?

        —Que ya está bien. ¡Lleva tanto tiempo ahí que dentro pueden haberse formado hasta fósiles!

       —Je je je. ¿No estaría mal? ¿Te imaginas la prensa? «Descubierto un austrolopiteco en...»

      —¡Vale ya! ¡Tendrás que ordenar alguna vez! ¡Ya no tienes ninguna coartada para seguir escaqueándote veinte días más!          

        —¿Cómo que no?

        —¡No! —Exclamo esbozando una sonrisa maligna que puso a prueba mi trabajada serenidad— Primero dijiste que te habías dado un golpe en el astrágalo, pero cuando el viento se te llevó un billete de cincuenta euros bien que corriste sin ningún problema. Ahí te pillé. Luego adujiste un supuesto golpe contra la roca de adorno que pusimos junto a la linde del césped, para que no se viera tanto el suelo de hormigón, y con esa excusa pasaste una semana con semblante taciturno, lloriqueando y diciendo estar maltrecho. ¡Qué morro! ¡La de suspiros que soltabas como si la fueras a palmar! ¡Y hasta algún estertor para que te hiciera caso! ¡Pero ayer te sorprendí andando bien ligero tras la vecinita mona! ¿Curación milagrosa? ¿Un sortilegio? ¡No! ¡Un morro que te lo pisas! Así que hoy te has levantado diciendo que no podías hacer nada porque te había sentado mal el guiso de cola de cerdo con zanahoria al azafrán de anoche. ¡Ya! ¡Y por eso estás ahora aquí poniéndote hasta culo de cerveza y gominolas!

        Almendras.

        —¡Cierto! ¡Que anoche con los chupitos de mamajuana te zampaste hasta la última gominola!

        —Pero, cariño…

        —¡Estoy harta de tus artimañas!

            De haber tenido un astrolabio habría comprobado la posición de los astros, pues como mi conducta no era para tanto, seguro que el furibundo parlamento de Muslitos se debía a alguna extraña conjunción planetaria. Sin embargo, no estaban las circunstancias para dedicarme a esta datificación, pues algo me decía (quizá el horrendo fruncimiento de sus labios pintados de bermellón) que su cabreo era ciclópeo, por lo que contrariarla podía llevarla a cometer cualquier desatino. Opté por cambiar de tema.

        —¿Te has fijado en qué bonitas están esa caléndula y la peonía?

        —¡Como me vengas ahora con flores te las meto por el culo, que ya está bien de tomar el pelo, joder! —anunció enarbolando la botella de vino, que aún no había hecho amago de abrir.

            ¡Qué genio! ¡Ni que yo fuera un jarrón! ¡Y a saber si semejante tratamiento provocaba impétigo o cualquier otra reacción en mi delicado pellejo! Y yo que quería ser simpático… En fin, el caso es que comenzaba a sentirme indefenso, pues Muslitos, aparte de carácter, tiene bastante fuerza, pero logré permanecer impávido y no empezar a sudar a mares. Por mi mente pasó el runrún de si ordenar todo al día siguiente no sería una alcabala demasiado gravosa para mi bienestar, cuando una libélula tuvo a bien posarse, justo en ese momento, en un nenúfar del pequeño estanque, lo cual me proporcionó la excusa para intentar sortear de nuevo el enojoso asunto que había traído al jardín a mi media naranja:

            —¡Ah, la naturaleza! ¡Mira ese animalillo, tan distante su microscópico cerebro del heteróclito conjunto de…!

            —¿Heteroqué?

            —Heteróclito. Dícese de un conjunto de cosas diversas que…

            —¡Vaya cambio de tema! ¿Pues sabes qué te digo? Que no hay nada menos heteróclito que tú, que eres cien por cien huevazos.

            La imbricación de estas opiniones con las anteriores expuestas por el amor de mi vida con la claridad y abundancia de la que acabo de dejar constancia, unida a mi sempiterno desacierto para reconducir este tipo de situaciones, acabó de alborotarme el pensamiento. Por supuesto, podía replicar airadamente en defensa de mi derecho a la holganza fantasiosa, pero no me apetecía desarrollar los entresijos de mi ciencia en pro de la Humanidad y tampoco era cuestión de entrar en un tiroteo de exabruptos, como borregos maleducados, así que opté por entibiar el ambiente con un nuevo cambio de suerte:

            —¿Te he contado el chiste del ascensorista austrohúngaro?

            Muslitos me miró como a un miserable gañán, sin decir nada, pero con un gesto tan elocuente que me sentí acorralado y, sin pensar, afronté directamente la trifulca diciendo en tono persuasivo:

            —Vamos, amor mío. No te enfades solo porque al lado de la piltra dejé hace unas semanas el anorak y cuatro o cinco cosas más.

            —¡Cuatrocientas o quinientas! Y no al lado de la cama sino, en concreto, en el suelo a los pies la cama y hasta la pared. ¡Bueno, cama! ¡Si con todo eso alrededor parece un vulgar catre! ¡Una yacija en una cuadra!

            —Bien, vale. Cuatrocientas o quinientas. ¡Tampoco son tantas, comparado con todo lo que hay por el mundo!

            Me miró con profundo desprecio, pero yo seguí quitando hierro al asunto exclamando:

            —¡Pero mujer, que estamos en primavera! ¡Mira esa entrañable golondrina! ¡Cómo vuela! ¡Qué maravilla el arpegio de sus trinos proponiendo un romance al golondrino! ¡Y dentro de nada llegará el crepúsculo con la suavidad de una goleta surcando aguas tranquilas, y el intenso arrebol de las nubes cuajará en el horizonte!

            Más que tonos rojos, las nubes, que habían ido apretujándose, ennegreciéndose y acercándose, lo que prometían era un inminente y soberbio tormentón. Más gordo aún del que Muslitos estaba descargando sobre mí. Pero sabiendo que ella era la que mandaba en casa y que yo no era más que su achichincle, a la venta del primor primaveral añadí el colofón de este generoso alboroque:

            —Por cierto, no es por querer ser entrometido volviendo a discusiones del pasado, pero he de reconocer, con toda humildad, que los caireles con elefantitos que te regaló tu amiga Úrsula no fueron un regalo tan deleznable como dije entonces, pese a que la intersección de las trompas parezca un lazo ñoño. Al revés, es una alhaja que te queda estupenda. Nunca quise ofenderte, cariñín.

            —¡Pues siempre lo haces! —Suspiró Muslitos— Sinceramente, no sé qué vi en ti. Cuando nos conocimos, por tu acento me pareciste anglosajón, hasta que me di cuenta de que ibas tan borracho que no acertabas ni a pronunciar tu propio nombre. Quizá por eso me caíste bien, pero por qué accedí luego a tener una aventura contigo es un profundo misterio que aún no me explico. ¡Y hasta hoy! Ni siquiera eras guapo o sabías silbar una melodía romántica. ¿Cómo no advertí al instante que eras un mastuerzo chapucero y muerto de hambre? ¡Pardiez, si eras tonto! Todavía recuerdo la primera vez que te invité a un restaurante, porque tuve que ser yo quien lo hiciera: cuando íbamos a brindar por nosotros con ese vino peleón que regateaste al camarero, de modo inopinado te atragantaste con una espina y tuve que llevarte corriendo al hospital, donde te tuvieron en observación dos días porque del soponcio te había subido el azúcar y se te había obstruido el colédoco. Eres rarico hasta para enfermar, hijo.

            Muslitos había dicho todo esto con voz trémula, pero con el ánimo ya algo aplacado. De haber tenido el astrolabio hubiera vuelto a escudriñar el cielo para ver qué nuevo fenómeno celeste podía haber propiciado el cambio. O quizá fuera que la peregrinación de nubes había alcanzado la vertical al jardín dejando caer una suave llovizna que estaba empapando el suelo produciendo un relajante olor a tierra mojada, el petricor ese que dice la gente culta.

            En ese momento el estruendo de dos truenos procedentes de los extremos de la tormenta formó tal batahola que la paloma que nos espiaba desde una ramita del abeto salió zumbando. Muslitos la contempló con envidia, como si el volar de los pájaros fuera una libertad completa y no expuesta a peligros tales como achicharrarse en una catenaria o cascar por beber agua insalubre en cualquier charco. En todo caso, a mí el zambombazo me sobresaltó tanto como a la paloma y exclamé:

            —¡COÑO!

            Tras ver alejarse al ave, Muslitos murmuró:

            —«Coño». ¡Mira que eres ordinario!

            —¿Y qué quieres que diga? —me mosqueé, porque empezaba a cansarme de tanta crítica—¿Chucha? ¿O quieres que me trague la virgulilla y diga una cursilería como «cono»? ¡Como ese personaje de un viejo best seller de Vizcaíno Casas, el tipo aquel con bigote: una señora tan finolis que por no pronunciar la palabra «huevos» decía «posturitas de ave»! ¡Cono! ¡Cono! ¡Cono!

            Muslitos hizo un gesto de hastío y, por no mirarme, posó los ojos sobre lo que comenzaba a mojarse en la mesilla situada junto a la tumbona donde aún yacía mi cuerpo serrano.

            —¿Qué estás leyendo?

            Me alegró que no siguiera lanzándome puyas. Mientras la tormenta de las alturas tomaba forma, la terrestre escampaba. O eso parecía.

            —Un centón con cosillas de…

            —A ver… «Lo mejor de Miguel Ángel Buj». ¿Quién es ese? No lo había oído en mi vida. Cuando digo que eres rarico para todo…

            Tan amarga observación convirtió repentinamente el interior de mi cocorota en un desierto en el que, por no haber, no había ni memoria de cómo había llegado aquel libro a mis manos ni de quién podía ser aquel sujeto.

            —No sé —Reconocí—. Pero entre la cerveza, las almendras y este libro me siento feliz. Damos mil vueltas a las cosas, pero quizá la felicidad carezca de entresijos y sea algo tan simple como no discutir con nadie y leer en un jardín.

            Comenzó a jarrear.

            Muslitos cogió el libro para que no se mojara y, apresurando el paso hacia el interior de la casa, exclamó en tono resignado:

             —¡Anda, corre! ¡Aunque tú eres de los que no se mojan ni lloviendo!

           

 

           

           


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