El jueves día 7 quise desengrasar la mente con un ejercicio literario: improvisar un relato que incluyera varias palabras seleccionadas al azar. Pedí socorro en Twitter, llámenlo X: ¡Una palabra al azar, por favor! Recurrir a otras personas me permitía evitar cualquier sesgo debido a lo que quiera que mi mente pudiera haber tramado de antemano sin yo saberlo. Dado el número de interacciones que suelen tener mis tuits, pensaba que no más de cinco, seis o diez personas se animarían a contestar. Lo suficiente para un relatillo enano, que era lo que pretendía.
Bueno, pues me regalaron 159 palabras, algunas de ellas repetidas, otras fruto del azar y el resto hijas de un azar un tanto, ejem, forzado. Las indicadas en la foto que ilustra esta entrada. En menudo lío me había metido, ¿verdad?
Ofreciendo las necesarias disculpas por las carencias debidas a la premura y a la necesaria improvisación, espero haber salido del embrollo con este relato que contiene, marcadas en negrita, todas y cada una de esas palabras y que se titula…
159 PALABREJAS
Había
pasado toda la tarde disfrutando del sutil juego de rascarme
la panza sobre la tumbona, en el jardín, con unas almendras y
una botella de cerveza al alcance de la mano. En las horas de más calor había
tenido los pies sumergidos en un lebrillo de loza blanca.
Cuando los saqué y me reacomodé, abrí la segunda botella, la cual, por la
frecuencia con la que bebía, más parecía chupete que botella,
¡pero, qué placer! No me atrevía a hacer nada más que disfrutar. Si me movía o
se me ocurría dar un palo al agua hubiera roto la paz. Había
alcanzado la posición de Zugzwang, que fue un tipo tan listo como
para descubrir las ventajas de quedarse quieto. Aún así, desafiando a ese
individuo, moví los ojos. Observé entonces la uña del dedo gordo de mi pie
derecho. Me quedé ojiplático. ¡Qué larga estaba ya! Parecía
un mejillón adulto. Iba a ser menester recortarla
antes de que Muslitos, mi entrañable pareja, apareciera por la
puerta, se topara con tamaña serendipia y volviera con
su sempiterno discurso de que soy una sucia sanguijuela entregada
a la procrastinación; un pobre zangalotino incapaz
de cortarse las uñas o de freír un huevo y que en lugar de trabajar para
ganarse la vida aún piensa en pasar las horas muertas jugando
a Pokémon; un maranguán, como me suelta emulando a su
abuelo aragonés, que está todo el día en Babia (yo, no su abuelo). ¡Qué atávico es
esto último! En estas ocasiones siempre le respondo aludiendo a mi
condición nefelibata; es decir, soñadora. ¡Es importantísimo que
la imaginación tenga un hueco en este mundo! Y a eso me dedico
yo: a imaginar.
Es preciso que alguien
haga tan importante labor si queremos hacer sostenible nuestra
sociedad. La fantasía es la puerta de toda esperanza. ¿Cuál es
la esencia de la esperanza sino la previsión
de un futuro mejor? Para que la esperanza sea inmarcesible y
no se vaya al diablo es necesaria la imaginación. Vamos, que
la imaginación es lo penúltimo que se pierde.
Con
mi comportamiento ejemplar aspiro a ser un salvador. Lo digo en serio, no es
una coartada ni fruto de la corrupción del pensamiento.
Sin
embargo, pese a conservar todavía imaginación y esperanza,
antes ya había perdido otras cosas. Por ejemplo, la pelota de crícket que
Muslitos había comprado para su sobrino y el mochuelo fosforescente para
su sobrina. Los habíamos adquirido de oferta durante el
viaje por Mesopotamia al que me dejé arrastrar cuando la perfidia de
Muslitos aprovechó uno de esos momentos de debilidad en los
que mi mente anda como en una nebulosa. Así que cogimos
nuestro hatillo y allí nos largamos, a dar tumbos entre el
Trigris y el Eúfrates, viendo un montón de cosas raras y llevándonos como
recuerdo un falso pergamino en sánscrito que, supuestamente,
detallaba la receta del bhelpuri. Puestos a ver ríos, yo hubiera preferido
el Jataté, en México (donde podíamos haber ido a remojar los
pinrreles tras visitar la Comala de Juan Rulfo) que es menos
conocido y por tanto supongo que más tranquilito, y donde un cacahuete es
un cacahuate. Si vienen a mi cabeza cosas de poco valor, como este
humilde fruto seco que tanto me recuerda a aquel viejo coche, el biscúter, es
porque, volviendo a lo de antes, no recordaba dónde podía haber metido ni la
pelota ni el maldito mochuelo. Mi intuición me
decía que podían estar sumergidos en el revoltijo de maletas, ropa sucia y
recuerdos que había amontonado a la vuelta del viaje en el suelo, a los pies de
la cama, pero con cuidado para no dejarlo sobre alguna pelusa. Si
en medio de aquella enorme masa amorfa podía haberse perdido
hasta un cocodrilo, ¿cómo no iban a perderse una puñetera pelota o un mochuelo de
juguete? En algún momento iba a tener que buscarlos, claro, pero encontrarlos
entre tanta mugre iba a ser una epopeya. Si la entropía es
la medida del desorden de un sistema, el desorden del dormitorio sobrepasaba
toda medida. Algo debía hacer para rescatar los juguetitos, porque Muslitos se
iba impacientando de día en día. Pero se estaba tan bien con la cervecita y ya
las últimas almendras del plato…
En
ese momento la susodicha apareció con una botella de vino blanco en una mano y
el descorchador en la otra. Se fijó en mí y en mi bañador azul
con margaritas, y se acercó con paso lento. Con esta descripción cualquiera
pensará que venía en son de paz, ¿a que sí? Pues no. Con un formidable encono me
espetó en tono beligerante:
—¿Aún estás
aquí, cansa almas?
—¿Qué te ocurre,
Muslitos?
—¡Que no me llames
Muslitos!
—Vale, vale, Genoveva.
¿Qué te sucede?
—Ese muro de mierda en
forma de paralelepípedo que llega desde la cama hasta el zócalo…
—¿Qué le pasa?
—Que ya está bien.
¡Lleva tanto tiempo ahí que dentro pueden haberse formado hasta fósiles!
—Je je je. ¿No estaría mal? ¿Te imaginas la prensa? «Descubierto un austrolopiteco en...»
—¡Vale ya! ¡Tendrás que ordenar alguna vez! ¡Ya no tienes ninguna coartada para seguir escaqueándote veinte días más!
—¿Cómo
que no?
—¡No!
—Exclamo esbozando una sonrisa maligna que puso a prueba mi
trabajada serenidad— Primero dijiste que te habías dado un golpe en
el astrágalo, pero cuando el viento se te llevó un billete de
cincuenta euros bien que corriste sin ningún problema. Ahí te pillé. Luego
adujiste un supuesto golpe contra la roca de adorno que
pusimos junto a la linde del césped, para que no se viera
tanto el suelo de hormigón, y con esa excusa pasaste una semana con
semblante taciturno, lloriqueando y diciendo estar maltrecho.
¡Qué morro! ¡La de suspiros que soltabas como si la fueras a
palmar! ¡Y hasta algún estertor para que te hiciera caso!
¡Pero ayer te sorprendí andando bien ligero tras la vecinita mona! ¿Curación
milagrosa? ¿Un sortilegio? ¡No! ¡Un morro que te lo pisas! Así que
hoy te has levantado diciendo que no podías hacer nada porque te había sentado mal
el guiso de cola de cerdo con zanahoria al azafrán de
anoche. ¡Ya! ¡Y por eso estás ahora aquí poniéndote hasta culo de cerveza
y gominolas!
—Almendras.
—¡Cierto!
¡Que anoche con los chupitos de mamajuana te zampaste hasta la
última gominola!
—Pero,
cariño…
—¡Estoy
harta de tus artimañas!
De
haber tenido un astrolabio habría comprobado la posición de
los astros, pues como mi conducta no era para tanto, seguro que el furibundo parlamento
de Muslitos se debía a alguna extraña conjunción planetaria. Sin embargo, no
estaban las circunstancias para dedicarme a esta datificación, pues
algo me decía (quizá el horrendo fruncimiento de sus labios pintados de bermellón)
que su cabreo era ciclópeo, por lo que contrariarla podía llevarla
a cometer cualquier desatino. Opté por cambiar de tema.
—¿Te
has fijado en qué bonitas están esa caléndula y la peonía?
—¡Como
me vengas ahora con flores te las meto por el culo, que ya está bien de tomar
el pelo, joder! —anunció enarbolando la botella de vino, que aún no había hecho
amago de abrir.
¡Qué
genio! ¡Ni que yo fuera un jarrón! ¡Y a saber si semejante tratamiento
provocaba impétigo o cualquier otra reacción en mi delicado
pellejo! Y yo que quería ser simpático… En fin, el caso es que comenzaba a
sentirme indefenso, pues Muslitos, aparte de carácter, tiene
bastante fuerza, pero logré permanecer impávido y no empezar a
sudar a mares. Por mi mente pasó el runrún de si ordenar todo
al día siguiente no sería una alcabala demasiado gravosa para
mi bienestar, cuando una libélula tuvo a bien posarse, justo
en ese momento, en un nenúfar del pequeño estanque, lo cual me
proporcionó la excusa para intentar sortear de nuevo el enojoso asunto que
había traído al jardín a mi media naranja:
—¡Ah,
la naturaleza! ¡Mira ese animalillo, tan distante su
microscópico cerebro del heteróclito conjunto de…!
—¿Heteroqué?
—Heteróclito.
Dícese de un conjunto de cosas diversas que…
—¡Vaya
cambio de tema! ¿Pues sabes qué te digo? Que no hay nada menos heteróclito que
tú, que eres cien por cien huevazos.
La imbricación de
estas opiniones con las anteriores expuestas por el amor de
mi vida con la claridad y abundancia de la
que acabo de dejar constancia, unida a mi sempiterno desacierto
para reconducir este tipo de situaciones, acabó de alborotarme el pensamiento.
Por supuesto, podía replicar airadamente en defensa de mi derecho a la holganza
fantasiosa, pero no me apetecía desarrollar los entresijos de
mi ciencia en pro de la Humanidad y tampoco era cuestión de entrar en un tiroteo de
exabruptos, como borregos maleducados, así que opté por entibiar el
ambiente con un nuevo cambio de suerte:
—¿Te
he contado el chiste del ascensorista austrohúngaro?
Muslitos
me miró como a un miserable gañán, sin decir nada, pero con un
gesto tan elocuente que me sentí acorralado y, sin pensar, afronté directamente
la trifulca diciendo en tono persuasivo:
—Vamos, amor mío.
No te enfades solo porque al lado de la piltra dejé hace unas
semanas el anorak y cuatro o cinco cosas más.
—¡Cuatrocientas
o quinientas! Y no al lado de la cama sino, en concreto, en el suelo a los pies
la cama y hasta la pared. ¡Bueno, cama! ¡Si con todo eso alrededor parece un
vulgar catre! ¡Una yacija en una cuadra!
—Bien,
vale. Cuatrocientas o quinientas. ¡Tampoco son tantas, comparado con todo lo
que hay por el mundo!
Me
miró con profundo desprecio, pero yo seguí quitando hierro al
asunto exclamando:
—¡Pero
mujer, que estamos en primavera! ¡Mira esa entrañable golondrina!
¡Cómo vuela! ¡Qué maravilla el arpegio de sus trinos
proponiendo un romance al golondrino! ¡Y dentro de nada llegará el crepúsculo con
la suavidad de una goleta surcando aguas tranquilas, y
el intenso arrebol de las nubes cuajará en el
horizonte!
Más
que tonos rojos, las nubes, que habían ido apretujándose, ennegreciéndose y
acercándose, lo que prometían era un inminente y soberbio tormentón.
Más gordo aún del que Muslitos estaba descargando sobre mí. Pero sabiendo que
ella era la que mandaba en casa y que yo no era más que su achichincle,
a la venta del primor primaveral añadí el colofón de este generoso alboroque:
—Por
cierto, no es por querer ser entrometido volviendo a
discusiones del pasado, pero he de reconocer, con toda humildad,
que los caireles con elefantitos que te regaló tu amiga Úrsula
no fueron un regalo tan deleznable como dije entonces, pese a
que la intersección de las trompas parezca un lazo ñoño. Al
revés, es una alhaja que te queda estupenda. Nunca quise
ofenderte, cariñín.
—¡Pues
siempre lo haces! —Suspiró Muslitos— Sinceramente, no sé qué vi en ti. Cuando
nos conocimos, por tu acento me pareciste anglosajón, hasta que me
di cuenta de que ibas tan borracho que no acertabas ni a pronunciar tu propio
nombre. Quizá por eso me caíste bien, pero por qué accedí luego a tener
una aventura contigo es un profundo misterio
que aún no me explico. ¡Y hasta hoy! Ni siquiera eras guapo o
sabías silbar una melodía romántica. ¿Cómo no advertí al
instante que eras un mastuerzo chapucero y muerto
de hambre? ¡Pardiez, si eras tonto! Todavía recuerdo la primera vez
que te invité a un restaurante, porque tuve que ser yo quien lo hiciera: cuando
íbamos a brindar por nosotros con ese vino peleón que regateaste al camarero,
de modo inopinado te atragantaste con una espina y
tuve que llevarte corriendo al hospital, donde te tuvieron en observación dos
días porque del soponcio te había subido el azúcar y se te
había obstruido el colédoco. Eres rarico hasta para enfermar, hijo.
Muslitos
había dicho todo esto con voz trémula, pero con el ánimo ya algo
aplacado. De haber tenido el astrolabio hubiera vuelto a
escudriñar el cielo para ver qué nuevo fenómeno celeste podía
haber propiciado el cambio. O quizá fuera que la peregrinación de
nubes había alcanzado la vertical al jardín dejando caer una suave llovizna que
estaba empapando el suelo produciendo un relajante olor a tierra mojada,
el petricor ese que dice la gente culta.
En
ese momento el estruendo de dos truenos procedentes de los extremos de la
tormenta formó tal batahola que la paloma que
nos espiaba desde una ramita del abeto salió zumbando. Muslitos la contempló
con envidia, como si el volar de los pájaros fuera una libertad completa y no
expuesta a peligros tales como achicharrarse en una catenaria o
cascar por beber agua insalubre en cualquier charco. En todo
caso, a mí el zambombazo me sobresaltó tanto como a la paloma y
exclamé:
—¡COÑO!
Tras
ver alejarse al ave, Muslitos murmuró:
—«Coño».
¡Mira que eres ordinario!
—¿Y
qué quieres que diga? —me mosqueé, porque empezaba a cansarme de tanta
crítica—¿Chucha? ¿O quieres que me trague la virgulilla y
diga una cursilería como «cono»? ¡Como ese personaje de un viejo best
seller de Vizcaíno Casas, el tipo aquel con bigote: una señora tan
finolis que por no pronunciar la palabra «huevos» decía «posturitas de ave»!
¡Cono! ¡Cono! ¡Cono!
Muslitos
hizo un gesto de hastío y, por no mirarme, posó los ojos sobre lo que comenzaba
a mojarse en la mesilla situada junto a la tumbona donde aún yacía mi cuerpo
serrano.
—¿Qué
estás leyendo?
Me
alegró que no siguiera lanzándome puyas. Mientras la tormenta de las alturas
tomaba forma, la terrestre escampaba. O eso parecía.
—Un centón con
cosillas de…
—A
ver… «Lo mejor de Miguel Ángel Buj». ¿Quién es ese? No lo había oído en
mi vida. Cuando digo que eres rarico para todo…
Tan
amarga observación convirtió repentinamente el interior de mi cocorota en
un desierto en el que, por no haber, no había ni memoria de
cómo había llegado aquel libro a mis manos ni de quién podía ser aquel sujeto.
—No
sé —Reconocí—. Pero entre la cerveza, las almendras y este
libro me siento feliz. Damos mil vueltas a las cosas, pero quizá la felicidad carezca
de entresijos y sea algo tan simple como no discutir con nadie
y leer en un jardín.
Comenzó
a jarrear.
Muslitos
cogió el libro para que no se mojara y, apresurando el paso hacia el interior
de la casa, exclamó en tono resignado:
—¡Anda,
corre! ¡Aunque tú eres de los que no se mojan ni lloviendo!
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