Compré este librito por azar. Caí en la tentación
al verlo en el mostrador de la Librería Anónima. Lo compré pensando que
el tiempo pasa tan rápido que, dentro de nada, salvo que un arrechucho
lo remedie, me sentiré un vejestorio cuyo paso siguiente encontrará el
vacío de la fosa, y pensé que algún consejo podría darme Cicerón para dar
ese paseo tranquilamente.
Quién iba a pensar dónde acabaría su lectura: en
un hospital, junto a una persona a la que acababan de dar entre 24 y 48
horas de vida y junto a otra sobre la que existían fundados temores de
que no viviera mucho más tiempo.
Y las circunstancias en que lees las cosas cambian
las lecturas. Os lo aseguro. Esas últimas páginas, las que hablan de la muerte, fueron muy intensas.
El librito, concebido como una especie de discurso/conversación
de Catón, habla, en realidad, de dos cosas: de la vejez ajena a la decrepitud
y de la muerte. En la primera las facultades físicas están mermadas, pero
no totalmente, y las mentales siguen en su sitio. Cicerón aboga por utilizar
la vejez para disfrutar de la belleza de lo cotidiano y de la sabiduría, olvidando pasiones y ambiciones. Sobre la muerte dice muchas cosas de sentido
común. Hubo una que se me ha quedado especialmente gravada, a saber por qué: el adolescente
no hace lo que el niño, porque se ha cansado de hacerlo; el joven no hace
lo que el adolescente, porque se ha cansado de hacerlo; por el mismo motivo
el hombre maduro no hace lo que el joven, ni el viejo lo que el hombre
maduro. Y de este modo llega el momento en el que uno se ha cansado de hacer todo:
así de sabia es la naturaleza para que, llegado el momento, partamos, como
dijo Machado, ligeros de equipaje.
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