La
guerra de nuestros antepasados (publicada en 1975, cuando Delibes tenía 55
años), es una novela completamente dialogada entre dos personajes: Pacífico
Pérez, un preso de origen rural, y el doctor Burgueño, que a lo largo de varias
sesiones (tantas como capítulos) lo interroga para conocer la vida de Pacífico
y averiguar las razones de muchas cosas que el doctor ya sabe y que el
lector conoce a medida que avanza la novela. Es decir, a medida que la vida de
Pacífico Pérez va surgiendo entre sus páginas y, con ella, la explicación de ese diálogo.
Dice
Delibes, en el prólogo de la edición que he leído, redactado en 2008, que quizá
sea esta su novela más dinámica, cuando al proyectarla pensó que sería exactamente
lo contrario.
La
guerra de nuestros antepasados tiene una doble estructura fabulosa: por una
parte, la construcción de los diálogos, en los que el doctor es más un hábil
interrogador que un conversador, lo cual permite a Delibes hacer fluir la
acción a un ritmo constante, suave, sin emociones fuertes ni pérdidas de tiempo, dirigiendo la atención a aquello que la tiene y a nada más;
esta primera estructura, que se repite en cada diálogo, se asienta en otra
superior: el modo en que el discurrir de la vida de Pacífico organiza la novela
de forma equilibrada pero también de modo que la acción acelera poco a poco
hasta alcanzar unas páginas finales de enorme intensidad. Tanta, que el
interrogador deja de serlo en los momentos postreros, en los que comprendemos,
aunque lo adivinábamos, por qué está allí.
También llama la atención esta novela -marca Delibes- por la maestría en el uso de un
lenguaje ya perdido: el utilizado en pueblos que durante siglos habían
vivido casi aislados y que ahora que ya han dejado de ser lo que eran han
perdido hasta su vocabulario, empobreciéndonos a todos.
La
guerra de nuestros antepasados es, en el fondo, un alegato contra la sinrazón
de la violencia que Delibes realiza a través de un truco a menudo humorístico: mostrando, sin más, el modo natural en que la violencia se expresa
sin que el ser humano sepa muy bien cómo porque responde a sus instintos más
primarios, ajenos, a menudo, a los conceptos del bien y del mal, conceptos
morales que precisamente por serlo exigen un grado de desarrollo más elevado
que el necesario para la simple supervivencia en la que tantas personas se
mueven.
La vida
de Pacífico, que transcurre a mediados del siglo XX, no es sencilla: el hombre
es poca cosa en lo físico y lo mental, y convive con tres generaciones de
hombres: el Bisa (su bisabuelo), el Abue (el abuelo) y el Padre. Cada uno de
ellos vivió una guerra: la carlista, la del Rif y la civil. Cada uno vivió «su»
guerra de un modo y se «especializó» en determinado tipo de violencia del que
se sienten orgullos posiblemente porque les permitió sobrevivir y obtener un
reconocimiento interior. ¿Cuál? ¿Por qué? Es algo tan simple como que, en el combate, quien mata puede creerse
más listo que el muerto; presunción de inteligencia que se ve corroborada con una recompensa: la
vida.
Pacífico
no encuentra una guerra, ni ganas tiene pese a las presiones de las anteriores generaciones; lo más parecido es la rivalidad pueblerina entre los dos núcleos
de población que forman el municipio. A lo largo de su vida Pacífico conoce esa
rivalidad, muestra su extrema sensibilidad para algunas cosas y sorprendentes
habilidades para otras, y también conoce el trabajo (más o menos) y el amor (menos o más).
Pero la violencia, que muchas veces aparece en la vida sin que ni quien la
ejerce la prevea, es lo bastante poderosa para torcer, de un empellón aislado,
el rumbo de muchas vidas. La de Pacífico, por ejemplo, cuya historia nos
permite reflexionar sobre los conceptos del bien y del mal y sobre hasta qué
punto la violencia responde necesariamente o no a ellos. Como necesario
colofón, la novela obliga a pensar sobre la idea de justicia y la
necesidad de eliminar el medieval concepto de justicia objetiva, o por el resultado,
del que hablan los penalistas cuando explican la evolución del derecho, para acercarse a un concepto moderno en el que se debe diferenciar el daño de la
responsabilidad.
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