Escrita
originariamente en catalán, Permafrost, primera novela de Eva Baltasar, ha sido
mencionada en algunos lugares como una de las grandes novelas de 2018. No sé
quién se ha leído tantas como para poder juzgar algo así, pero en mi opinión
simplemente es una buena novela, una obra interesante que merece la pena leer,
pero que no destaca por encima de otras de gran calidad.
Escrito
en primera persona por una mujer cuya edad parece constante a pesar de los años
que transcurren desde el inicio al final, la escasa longitud de los capítulos y
la claridad del lenguaje permiten una lectura ágil y rápida. Casi puede leerse
de un tirón.
El
«permafrost» es la capa de tierra que permanece siempre congelada en ciertos
puntos del planeta, y alude a la fría coraza tras la que se refugia la
protagonista, la cual vive en un mundo interior completamente ajeno al
exterior, con el que mantiene unos vínculos formales que no acaba de entender, en especial con su madre, una madre que en lo que se cuenta de la novela parece más perturbadora para la protagonista de lo que al leerla resulta; todo lo soporta la innominada protagonista con una suerte de humor que mezcla ironía, resignación y adaptación. Es su mundo interior el que nos cuenta desde las
páginas de Permafrost.
Es así
como conocemos a una mujer que quiso estudiar Bellas Artes y acabó estudiando
otra cosa, y cuyo objetivo en la vida parece ser leer y dejar pasar el tiempo
hasta encontrar el momento adecuado para suicidarse no se sabe muy bien por
qué, si no es porque no ha acabado de encontrarse a sí misma y, donde menos se ha encontrado, es donde la esperan su madre o su hermana. Sin embargo, no
se trata de una confesión dramática, sino que tiene un permanente punto de
humor, como si el suicidio fuera una especie de travesura para escapar de una
vida que no resulta dura ni trágica, sino simplemente tan incomprensible que
intentar aprehenderla es un aburrimiento.
Los
coqueteos con el suicidio corren paralelos a una intensa pulsión sexual también
afectada por cierta desorientación: no se sabe por qué la innominada
protagonista va y viene del sexo; si buscando afectividad, solaz o nada en
absoluto. Como además es lesbiana en un entorno familiar donde nadie lo es, la
sensación de soledad aumenta, porque aunque todos lo aceptan no dejan de
experimentar cierta curiosidad hacia ella.
La historia está bien narrada y resulta interesante, pese al desconcierto que produce la sensación de que quien se dirige al lector a los cuarenta y tantos años es la misma jovenzuela que se fue a estudiar con veinte. ¿Pero una historia para llegar dónde? A un final inesperado, un tanto “jaramesco”, pero telegráfico y a años luz de la fuerza del de Rafael Sánchez Ferlosio.
La historia está bien narrada y resulta interesante, pese al desconcierto que produce la sensación de que quien se dirige al lector a los cuarenta y tantos años es la misma jovenzuela que se fue a estudiar con veinte. ¿Pero una historia para llegar dónde? A un final inesperado, un tanto “jaramesco”, pero telegráfico y a años luz de la fuerza del de Rafael Sánchez Ferlosio.
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