Hace ya
bastante que compré las 1742 páginas de Los miserables. Dos volúmenes en la
traducción de Nemesio Fernández Cuesta (que llama Juan Valjean al
protagonista), la más conocida, aunque recientemente María Teresa Gallego ha
actualizado la traducción eliminando los efectos de cierta censura vinculada
sobre todo a cuestiones religiosas.
Leer una novela como esta
requiere encontrar el momento adecuado, en el que el deseo de leerlo y la
receptividad necesaria se combinen con cierta disponibilidad de tiempo. Si eres
capaz de esperar, aunque ese momento tarde años en llegar acertarás siempre.
Las
desventuras y aventuras de Jean Valjean son conocidas: un pobre diablo,
acuciado por el hambre, roba un pan. Entre el robo y los intentos de fuga de la
cárcel, el hombre pasa diecinueve años en presidio, a cuyo fin se ha
transformado en una alimaña que pronto es redimida por una especie de santo, un
obispo todo generosidad y desprendimiento. A partir de ese instante la vida de
Jean Valjean se transforma en una doble huida: la de su pasado, pues su
condición de expresidiario hace de él un paria -y porque algún delito menor que
le imputan pueden dar de nuevo con él en la cárcel-; y huida también del mal y
entrega completa al bien. Sus diferentes personalidades, su habilidad para
muchas cosas y su fuerza descomunal para otras, hacen de él una especie de
esforzado héroe y lo ponen en situación de toparse con numerosas ocasiones para
hacer el bien y en otras tantas para sentirse responsable de los equívocos que
a su alrededor sufren personas como él, de origen y existencia miserable, gente
a quienes la vida no ha dado oportunidades o que se han visto arrastradas al
fango por «estupideces» que la presión social transforma en tragedias. Entre
ellas, la madre de Cossette, la niña de la que se responsabilizará el
protagonista y que, a su vez, coprotagoniza la historia junto a un joven
idealista y honesto: Mario.
No sigo.
Detenerse en un argumento tan conocido resulta tan
absurdo en una simple reseña como pretender hacer algo más que contar unas cuantas impresiones
personales que puedan animar a alguien a leer una obra que lo que atrae por su
fama lo ahuyenta, muchas veces, por sus dimensiones.
Llaman
la atención los largos preámbulos, en realidad pequeñas novelas, en los que se
nos presenta a personajes con un papel puntualmente significativo en la vida de los verdaderos protagonistas,
como es el caso del obispo que abre la novela. Otros personajes, en cambio,
aparecen y desaparecen a lo largo del texto y es así como los vamos conociendo, lo que da idea del
esfuerzo de hacer de Los miserables una suerte de novela de novelas. Esta forma
de escribir justifica, en parte, la extensión de la obra y, también, su
carácter de obra magna, porque aspira a más que a contar las andanzas de su
protagonista: a recrear el mundo en torno suyo.
En este
sentido hay dos grandes personajes que se cruzan en la vida de Jean Valjean.
Uno son los Thénardier, que representa el egoísmo ciego, el egocentrismo y por
tanto la maldad; y el otro es Javert, el policía que de puro íntegro se
transforma en injusto, viniendo a simbolizar, entre los dos, que el miserable
no tiene quien vele por él: cuando no es víctima de los rufianes, lo es de una
sociedad más preocupada de protegerse del desdichado que de ayudarle a dejar
atrás su desdicha.
La otra
razón que explica las dimensiones de Los miserables es la afición de Víctor
Hugo a la disertación o, más bien, a la opinión, lo cual hace de una forma
bastante saludable para el lector: intercalando claramente los capítulos de
opinión con los de acción. Cuando hay una, no hay otra. Se agradece.
Si la
historia de Jean Valjean resulta de por sí apasionante (y más por el recurso a
ciertas técnicas folletinescas para despertar la curiosidad del lector, captar
su atención e impulsarle a seguir leyendo), más lo es aún por el entorno: la
Revolución Francesa, el Terror, el Directorio, Napoleón el Imperio, la
secuencia de revoluciones del siglo XIX... Una sucesión de acontecimientos
impulsado por un cambio radical en los valores y el pensamiento en los que es
inevitable reconocer el origen de las sociedades modernas y la formación de una
nación no en el sentido institucional como sinónimo de «estado», sino social:
la creación de la conciencia de nación.
En
medio de ese tráfago de valores, la opinión de Víctor Hugo se abre paso tomando
claramente partido por una sociedad avanzada. El tono de superioridad demuestra
que más que opinar lo que Hugo pretendió a través de su obra
fue influir sobre el lector, y de un modo tan directo que prescinde de toda
interpretación: sí, oiga, qué miserables son los miserables y qué injusta es la
vida, pero por si usted no se ha acabado de enterar, le recuerdo que...
Fruto
de toda esta mezcla encontramos detalladas descripciones de batallas como la de
Waterloo, opiniones que rebaten otras que nadie acude a defender a la novela, sorprendentes
explicaciones sobre las oportunidades que para el progreso tiene la gestión de
residuos y un montón de asuntos y percepciones que podríamos llamar «realistas»
y que chocan con la concepción romántica de la historia, con la existencia de
personajes maniqueos y con el hecho de que todos expresen con el antinatural y
algo empalagoso lenguaje propio de las novela de la época: a fin de cuentas,
estamos en el romanticismo.
Una de
las grandes novelas de la historia que, volviendo al principio, enriquecerá a
todo aquel que sepa encontrar el momento adecuado para acercarse a ella.
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