Hace
algún siglo que otro que no leía en tan poco tiempo tres libros de un mismo autor
y protagonizados por idéntico personaje. La felicidad de los ogros me animó a
leer El hada Carabina, la cual, a su vez, me ha hecho leer La pequeña vendedora
de prosa, la cual, sin embargo, me ha animado a tomármelo con más calma antes
de de seguir con el cuarto de la saga, porque La pequeña vendedora de prosa es,
con diferencia, la peor historia de las tres que llevo leídas.
A las
novelas no hay que pedirles veracidad
(que lo que narran sea susceptible de ser verdadero) sino autenticidad (que la acción, aunque loca e imposible, sea vivida
por el lector como real). En La pequeña vendedora de prosa he encontrado la
autenticidad por ningún sitio.
El
argumento de esta tercera novela de la saga vuelve a ser más o menos
disparatado y, como es habitual, sitúa a Benjamín Malaussène en el centro de
todos los problemas que él no ha creado pero que siempre atraen a la policía;
aunque, en este caso, Malaussène juega un papel diferente y no es el centro de
todas las sospechas. Deseando alejarse de un crimen que le toca muy de cerca,
Malaussène se presta a un disparate: poner rostro a un escritor tan afamado
como desconocido por escribir refugiado en el anonimato de un seudónimo. La
idea podría haber dado mucho juego e invitar a muchas reflexiones, pero la
acción es tan sobreactuada que este asunto, al final, solo sirve como elemento
de la trama, pero nada más.
Para explicar por qué está la
acción sobreactuada debería contar alguna cosilla que destriparía una de
las sorpresas de la novela (sorpresa que, según pasan las páginas, evoluciona a
cierto cabreo porque tiene algo de tomadura de pelo, como si Pennac hubiera
renunciado a buscar soluciones más ingeniosas, lo cual es una pena porque la
trama en sí -la maraña de conflictos que desembocan en los hechos- está bien
trabajada y, de haber estado rodeada de situaciones igualmente trabajadas,
hubiera tenido esa autenticidad que he echado en falta).
La novela, la más larga de las
tres primeras de la saga, es bastante irregular: durante una
parte bastante larga no pasa nada ni en términos de acción ni de reflexión,
después llega la primera sobreactuación, luego la sorpresa y, por desgracia, la
evolución de la misma aumenta esa sobreactuación y aunque el final sí logra captar
el interés y provocar las ganas de leer, es imposible terminar la novela sin
tener la sensación de que es una historia fallida. Tampoco ayudan demasiado ni las
habituales digresiones sobre el pasado de tal o cual personaje, ni el fallido
intento de hacer humor con ciertas situaciones ni el milagrerío que resuelve
el punto más problemático de la novela, el cual, por cierto no era preciso llevar hasta ese punto (y quien lea la novela me entenderá).
Así como las dos primeras eran
novelas notables, esta me ha gustado mucho menos. Su mayor interés, al menos
para mí, es que como todas forman parte de una misma historia, leerla puede
venir bien de cara a la cuarta de la saga, que espero leer en la confianza de
que se parezca más a las dos primeras que a la tercera. A esta esperanza ayuda
que la cuarta viera la luz seis años después de esta tercera, que parece más
escrita para aprovechar el éxito que para disfrutar creando.
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