Don de lenguas es
una de esas novelas que se recuerdan largo tiempo, porque se comienza leyendo
con calma y se termina leyendo con avidez, porque el lector se solidariza con
las dos mujeres protagonistas, porque tiene un marco temporal y espacial reconocible
y ya casi elevado a la categoría de “clásico”
por aparecer tanto en grandes novelas como en novelas no tan grandes
pero de gran difusión, y porque es una novela cuya acción va de menos a más,
comenzando de forma lenta, y acelerando progresivamente hasta un final intenso
donde la acción toma giros tan inesperados como razonados y brillantes, que
permiten lo que tantos lectores desean: que el desenlace coincida, casi, casi,
con el punto final.
Es decir, una de esas obras que uno recomienda leer, porque
aunque a bote pronto sea fácil realizar algunas objeciones, es
complicado ofrecer alternativas a cada una de ellas. Por ejemplo, es cierto que
en alguna ocasión las protagonistas son demasiado osadas para el perfil que han
dado hasta ese momento, pero si no lo fueran la historia no sería viable, porque
nadie puede investigar un crimen quedándose en su casa; otro ejemplo, en algún
punto hay búsquedas de datos que enlazan con las novelas juveniles de misterio,
lo cual no es muy realista, pero la verdad es que contribuye a dar emoción y se relaciona con el espíritu que a algunas novelas centradas en la
Barcelona de esos años han dado muchas obras en los últimos años, y además
refuerza la posición de una de las dos protagonistas, Beatriz, cuyo papel en otro
caso quedaría desequilibrado, en perjuicio del conjunto. El último ejemplo
que se me ocurre lo mismo podría ser una crítica que una alabanza: al final
todo encaja de tal forma que parece demasiado perfecto para ser real. En
resumen, “críticas”, con comillas, que surgen de la idea de que estamos ante
una novela policíaca (de hecho, está en la colección “Policíaca” de Siruela), cuando en realidad es algo
más, porque enlaza elementos de otros géneros, lo que hace de Don de lenguas una novela que gustará a
un abanico muy amplio de lectores.
La acción se sitúa en la Barcelona de los primeros años
50, cuando el régimen franquista está ya lo bastante consolidado como para
manipular a su antojo lo mismo a la policía que a los medios de comunicación; pero, a la vez, se siente lo bastante
vulnerable como para ejercer ese dominio con toda su crudeza. La protagonista,
Ana, es una joven periodista de La
Vanguardia (periódico del que su padre ha sido depurado) dedicada a los
temas de sociedad; información banal, aunque importante para el periódico en la medida en que sirve para contentar a
las clases poderosas. A consecuencia de la baja de un compañero de la sección
de sucesos, más bien trepa y traidorzuelo, Ana recibe el encargo de hacer el
seguimiento, mano a mano con la policía, del asesinato de la viuda de un
conocido médico de la burguesía barcelonesa. El objetivo es dar una buena
imagen de la ciudad, una imagen de orden y solvencia policial, de cara al
Congreso Eucarístico que se ha de celebrar poco tiempo después.
Pero, claro está, las altas esferas se relacionan con las
altas esferas, e investigar la muerte de una persona de cierta relevancia
implica molestar a otras tan relevantes o más, por lo que el interés del la
policía y del Gobernador Civil por el caso no es tanto averiguar la verdad como
zanjar la investigación de forma rápida. Ana, en cambio, está más preocupada por la verdad, lo cual la conduce a actuar con su cuenta. Esto la lleva a mantener una relación de “amor-odio” (mucho odio y poquísimo amor) con
el policía encargado de la investigación, un tipo duro, que si está ahí no es
precisamente para cuestionar el régimen, y que está lo bastante asendereado
para saber, sin que nadie se lo diga, cuándo y ante quién debe parar. En
definitiva, un tipo tan expeditivo como pragmático, sabedor de que su papel en la
policía no es hacer justicia, sino ganarse la vida.
En esa acción Ana acaba recurriendo a una familiar: Beatriz.
Una experta lingüista capaz de extraer un buen número de conclusiones de
cualquier cosa expresada con palabras. Beatriz, además, ha sufrido también la
depuración del franquismo, y malvive en su casa a la espera de poder prosperar,
gracias a sus investigaciones, en el extranjero. Así llegamos a una novela en
la cual el lenguaje y la literatura toma forma como parte de la acción, lo que
siempre agradecen los lectores, porque de alguna manera implica conectar con su
mundo. Por último, que la pareja protagonista no sea “chico-chica” no deja de ser una
novedad en los tiempos que corren, y como no hay pareja literaria sin antagonismo,
en esta ocasión es la diferencia de edad lo que ofrece las distancias
necesarias para complementarse y sorprenderse mutuamente.
El entorno de los personajes es asfixiante debido a la
censura y al control absoluto de lo que se dice y hasta de lo que se piensa, a
poco que se acierte a expresarlo. Aumenta esa sensación el hecho de que las
protagonistas sean mujeres, porque en esa época una mujer actuando por su
cuenta, yendo, viniendo y decidiendo no dejaba de ser una excepción y, como
toda excepción, algo cuestionado y llamativo. Hasta el hecho de vivir sola
precisa explicación. Colabora a ese ambiente cierto “maniqueísmo”
en los personajes: de los opuestos con más o menos intensidad al franquismo se
da la visión amable, esforzada, sacrificada, resignada, mientras que los
integrados en el régimen son tipos que han sacrificado su sensibilidad, que
miran hacia otro lado, o que, directamente, se aprovechan de la situación; solo
el policía acaba teniendo un perfil más real, pues tiene sus luces y sus sombras.
En consecuencia, las aventuras de la protagonista ganan en intensidad, porque cuando
el entorno no le es hostil, le resulta impotente.
El resultado, una novela que acaba enganchando al
lector, con una trama ejecutada con maestría, y que merece la pena leer.