El antropólogo
inocente no es un libro de humor,
pero como si lo fuera, porque la forma en que están contadas las peripecias del
autor en el país Dowayo es, en
algunos momentos, desternillante.
A finales de los 70 Nigel
Barley era un joven antropólogo y se debatía entre la teoría y el trabajo
de campo. La historia se inicia con divertidas reflexiones sobre cómo la
comunidad científica utiliza una u otra tarea para darse ínfulas (cada uno apuesta por lo
que le conviene, por supuesto) y cómo ese deseo condiciona la índole de los
trabajos a desarrollar, dejando en segundo plano el interés y el rigor
científico (que también ceden ante factores relativos a la comodidad del
investigador). Estas reflexiones son las que lanzaron a Barley a hacer trabajo de
campo, y el lugar elegido (que pudo haber sido cualquier otro) fue la remota
zona de Camerún donde habitan los dowayos.
Y para allá se fue el hombre, un año y pico, a convivir con
una cultura y una naturaleza desconocida, como casi desconocida era nuestra cultura para los
dowayos.
El cúmulo de problemas administrativos en una burocracia plagada
de inutilidades y sinsentidos y, luego, los abusos a los que el extranjero
debe ceder, son el prólogo de una experiencia insólita, por las enormes
diferencias culturales. Los contrastes que lo mismo sorprenden a Barley que lo
hacen aparecer a ojos de los dowayos como un bicho rarísimo son constantes y
divertidos. Los problemas con la lengua, otro tanto. La lógica dowaya,
aplastante. Todo lo cual, conducido por la dificultad para hilar el sentido de
ciertas tradiciones dowayas, alumbra un relato inteligente, muy humorístico y, a la vez,
formativo. Y es divertido pese a que la historia de Barley es la de un
extraordinario cúmulo de calamidades y penalidades; una historia que, sin
humor, sería como para volver loco al más pintado.
Así, el lector se encontrará con nativos que critican el
racismo de los blancos a la vez que afirman que jamás de los jamases se les
ocurriría relacionarse con los de no sé qué otra etnia, con dificultades
idiomáticas que producen divertidos equívocos, con la picaresca dowaya, con su
generosidad, con los hechiceros capaces de afirmar que una canica moderna es
una piedra preciosa con varios siglos a cuestas legada de generación en
generación, con una lógica que vincula los precios no a las cosas sino a cada persona porque es más justo que pague más quien más tiene, con una sociedad
donde una cerveza abre todas las puertas, y donde el occidental se encuentra
desplazado incluso climatológicamente, porque el calor y la humedad son un
pudridero instantáneo para la mayoría de los alimentos.
Unido a esto, la distancia que el antropólogo debe poner con
el pueblo estudiado, de forma que no interfiera en sus costumbres ni las
juzgue, ofrece una visión de respeto a lo distinto que se complementa con el
respeto que, a su vez, los dowayos profesaron al distinto. Y el mutuo esfuerzo
por conocerse produce una sensación casi de alivio, de confianza en el género
humano, cuando tantos casos hay hoy de lo contrario: de gente empecinada en
negar la existencia del otro, de ignorarlo o de menoscabarlo, o de afirmarse sobre la base de la negación del otro.
Narrado con un excelente sentido del humor, es una lectura
que ha resistido perfectamente bien los treinta años que han pasado desde su
publicación. Un libro que nadie se arrepentirá de leer.
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