El otro día me enteré de que un músico había dicho, en un programa televisivo de máxima audiencia en prime time, que no había libertad de expresión.
Sin otro ánimo que el de pasar el rato comenté esta noticia con Ajonio Trepileto, quien, asombrado, me preguntó si la libertad de expresión no era un derecho exigido por los teóricos de la democracia de finales del XIX y principios del XX no para poder cotillear sin riesgo sobre las aventuras de los insignes o la pelambrera o cretinismo del vecino, sino como condición necesaria para denunciar los abusos del poder; esto es, para pedir cuentas al poder cuando no defiende el interés del pueblo que lo ha elegido. Si esta denuncia no puede hacerse, me explicó Ajonio con gesto grave mientras lamía un Chupa-chups, la democracia se va a hacer espárragos o a freír gárgaras, pues a ver qué guapo puede presentarse como alternativa a quien no puede criticar.
Me mostré de acuerdo, pero le pregunté por la razón de su pasmo ante las declaraciones del músico, pues aún nada me había aclarado al respecto.
Me respondió que no entendía al caballero, porque la libertad de expresión es ahora tanta que la gente no solo la usa, sino que hasta abusa de ella, y la prueba, argumentó, es que no hay político, por poderoso que sea, que no sea víctima a diario de insultos, difamaciones, injurias y calumnias, aunque ahora algunas de estas cosillas se denominan «bulos», lo cual minimiza su importancia porque con esa terminología no están tipificadas en el Código Penal. Y si eso es así, con mayor facilidad se pueden hacer las críticas no hirientes, aunque estas tienen menos público por razón del cariño del pueblo a lo morboso, que ya en tiempos de los romanos el personal prefería ver a un león zampándose a alguien que a ese alguien argumentando sobre su inocencia. En definitiva, en nuestra sociedad hasta el más tonto puede soltar sapos y culebras sobre cualquier poderoso, y altavoces no le faltan gracias a las redes sociales. No obstante, matizó Ajonio que todavía no tiene noticia de que ningún político español haya sido acusado de estar endemoniado, pero lo atribuyó a la falta de imaginación del populacho y de sus oponentes más que a cualquier restricción sobre su libertad de expresión. Manifestó, además, su convencimiento de que, de darse el caso, el acusador no le desearía al acusado un buen exorcismo, sino una afilada estaca en el corazón, habida cuenta de que ya hay quien pide, alegre e impunemente, cárcel y apaleamiento para todo tipo de cargos de diferentes partidos simplemente por ser quien son.
Hay pues, libertad de expresión, sentencio Ajonio, pero también abuso. Y el riesgo es él, pues utilizar la libertad de expresión para reclamar el descalabro del personal puede eliminar dicha libertad no por la vía de la supresión del derecho, sino por la mucho peor de la supresión de su ejerciente.
Tras propinar un tremendo lamentón al Chupa-chups, dijo Ajonio que la falta de libertad de expresión, cuando de verdad se produce, se nota hasta en los pelos. Recordó varios países en los que, como el líder supremo llevaba bigote, todo el mundo se lo había dejado (con lo que eso había supuesto, añadió indignado, de preterición de las féminas). En esos países, advirtió, afeitarse el mostacho podía ser tomado por signo de desafección y labrar la ruina del rapado, que sin pelos sobre la lengua adquiría la condición de sospechoso. Desde ella era sencillo alcanzar la de represaliado; bastaba con que algún compadre lo sugiriera para evitar ser metido en el mismo saco de sospechas. A partir de este momento, si se te ocurría protestar por la injusticia podías alcanzar rápidamente las más altas cotas del martirio: de la trena al cadalso. ¡Y todo porque te picaba debajo de la nariz! Por supuesto, aclaró innecesariamente Ajonio, en estos países proclamar que el líder supremo no es el más inteligente, capaz, garboso, guapo, simpático, laborioso, proverbial, amable y sensible de los seres humanos tiene consecuencias letales.
Acto seguido, para demostrar que no vivimos en un país así, Ajonio se asomó a la ventana y, a voz en grito, profirió horrendos exabruptos contra cierto importante político. Tras unos segundos de silencio, en el edificio de enfrente se oyeron unos aplausos y, en el del al lado, abucheos y un «¡Gilipollas!». Acto seguido, impostando otra voz, berreó otra tanda de improperios, esta vez dirigidos a un político relevante de tendencia opuesta al primero. Los abucheos del edificio de enfrente se solaparon con los aplausos y un «¡Olé tus huevos!» procedentes del colindante. La pareja de guardias que patrullaba por la calle siguió su camino como si tal cosa entre quienes paseaban perros o iban a hacer la compra con la vista perdida en el móvil.
Comentamos entonces por qué, si esto era así, el músico en cuestión se había expresado en televisión del modo en que lo había hecho. Es más, nos vino a la cabeza que unos pocos cantantes se habían pronunciado en similares términos en algún momento de los últimos años.
Sin ánimo exhaustivo ni mucho menos científico, intentamos hacer memoria de quiénes habían opinado algo así y no logramos recordar más que a tres o cuatro, todos por encima de los sesenta y algunos años. Compartían otro rasgo: la totalidad habían vivido su apogeo profesional en los años 80. Es decir, unos cuarenta años atrás. En aquellos momentos toda fama pasaba por Televisiòn Española. No había más canales, ni internet, ni series, ni televisión a la carta, ni nada. Ni tantos restaurantes, que, además, para las posibilidades ochenteras costaban un pico. Por eso la gente solo tenía dos entretenimientos siempre a mano: el sexo y la tele, afirmó Ajonio, omitiendo la lectura, de lo cual tomé nota mental. Pero como uno no puede estar todo día dale que te pego, aseguró, la plebe veía tele muchas, muchas horas cada día. Por eso, para alcanzar una tremebunda fama bastaba con anunciar unos «minutos musicales». Por eso cualquier programilla de TVE llegaba a una proporción de población que triplicaba la que ahora alcanzan los de mayor audiencia. En aquellos programas los invitados demostraban sus habilidades: cantaban, tocaban instrumentos, hacían malabares, se sostenían haciendo el pino sobre un palito… Los presentadores los anunciaban como el no va más. Eran la pera. La repera. Los mejores. Los triunfadores. ¡Un fuerte aplauso para ellos! Los cantantes salían con gesto trascendente y ropa que parecía birlada a un payaso, y entonaban canciones de letras unas veces profundas, otras superficiales y otras que hablaban de polvos pica pica. Pero, por un motivo u otro, quizá solo porque estaban allí, eran los triunfadores. El triunfo es lo único que cuenta en la modernidad, que a menudo lo equipara a la fama, y, añadió Ajonio, quizá sea más complicado alcanzarlo hablando de que Manuel se llenará de cal si se arrima a la pared que filosofando sobre la vida y la muerte. El entusiasmado público aplaudía en directo o enlatado. Eran días de vino y rosas. Todo eran flores, las que difundía la televisión que, como exige la lógica y la educación, trataba exquisitamente a sus invitados, e inmediatamente después, las de los siempre cercanos aduladores, perpetua maldición aneja al triunfo. Los detractores, de haberlos, no tenían cómo manifestarse. A lo sumo algún crítico publicaba un artículo periodístico diciendo que tal cantante no era para tanto, o era un poco feo, o algo tonto, o bastante ridículo, lo cual afectaba mucho al artista señalado, que no tenía otro remedio que incluir al crítico en una lista de individuos a los que no conceder entrevistas, gesto de pacifismo que a veces extendía al medio de comunicación que pagaba las lentejas al inmundo detractor.
Cuarenta años después ocurre que muchos de los espectadores de aquella época reposan en paz (la cantidad aumenta a razón de algo más de 400.000 al año, más o menos, según el INE), y también hay mucha gente que, por el hecho de no haber nacido o de ser muy joven entonces, no recuerda nada de aquellos caballeros. Cuando aquellas viejas glorias salen ahora en televisión casi nadie de menos de cincuenta años recuerda haberlos visto en aquellos lejanos momentos de apoteosis. Muchos, incluso, no los tienen por artistas, sino por concursantes de Master Chef.
La razón es que, a diferencia de entonces, en el presente esta gente ya no sale en televisión cantando, tocando la bandurria o haciendo el pino sobre el palito, sino, como los tertulianos desmadrados, pontificando sobre todo. Solo se diferencian de ellos en que su relación con el presentador es bis a bis, detalló Ajonio. Si los invitados a un programa en lugar de mostrar sus habilidades, como antaño, se limitan a opinar sobre cualquier asunto aunque no tengan ni repajolera idea del mismo, ¿cómo distinguir a un cantante de un futbolista retirado, o de un político abandonado por la política, o de los participantes en los programas de un tal Jorge Javier? La patulea de público nuevo jamás llega a ver en pantalla los méritos que, cuarenta años atrás, el interesado sí mostró ante las cámaras para recreo de tanto público ya difunto o pensionista.
Ocurre, por último, que cuatro décadas atrás quien tenía algo en contra de aquellas estrellas entonces refulgentes, lo comentaba con su familia y amigos, y de ahí no podía pasar. El criticado ni se enteraba. Pero el mundo cambió radicalmente hace unos quince años. Gracias a las redes (y a la libertad de expresión que permiten, puntualizó Ajonio) son miles los que aprovechan la aparición de una persona en televisión para echarle flores en público, pero también para decir que no parece muy espabilado, o que podría haber elegido mejor cirujano plástico, o que es más tonto que un yunque, un estómago agradecido o, simplemente, que es un lamentable mamarracho. Antes, apenas se apagaban los focos solo llegaban los aduladores del entorno. En cambio, ahora llega también un tren flores y otro de improperios. Pero, ¡ay, el ser humano, tan vanidoso que por un solo agravio es capaz de cargarse años de amistad, generosidad y entrega! ¿De qué le sirve al vanidoso un tren de flores frente a otro de ultrajes? Si hace cuarenta años esta pobre gente llevaba tan mal una sola crítica en un periódico, tres mil en cinco minutos les sientan como el cianuro.
Terminó Ajonio diciendo que quien recuerde el esplendor de esos tipos probablemente también recuerde al abuelo Cebolleta, que, como ellos ahora, se pasaba el día contando batallitas de cuando era joven, aunque no lo hacía de plató en plató sino desde las páginas de un tebeo.
Tras tanto ir y venir entre pasado y presente la mención de los tebeos me produjo nostalgia. Y ella me dejó sin fuerzas para continuar la hasta ese instante amena conversación. Así se lo dije a Ajonio.
Concluimos analizando la relación de todo esto con la veracidad o no de esta famosa sentencia: «Todo tiempo pasado fue mejor». Pronto alcanzamos la convicción de que lo importante, lo mejor o lo peor, no es la foto del presente o del pasado, sino la tendencia.
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