Diría que Landero se lo ha pasado en grande escribiendo La última función. Se nota en el modo en que se recrea en los detalles, en las escenas o en los sentimientos, en el cariño hacia los personajes y en el suave humor con que los trata. Y seguramente eso enlaza con que La última función sea un canto a la vida en mitad de la muerte de un pueblo. Quizá sea porque los pueblos mueren, pero la vida sigue. O porque los pueblos mueren porque la vida sigue. A saber.
De Albin, un pueblecito del interior alejado de todas partes, pero que por el detalle del tren sabemos situado en la sierra madrileña, salió hace ya años un niño prodigio: Tito Gil. O, más bien, allí nació un niño cuyo maestro, aficionado a las artes, quiso «descubrir» como gran artista. Un niño que, ya adulto, conservó una voz portentosa que, actor o rapsoda, lo hacía especialmente apto para la escena.
Y el niño luego joven y luego adulto siempre amó el escenario. Por eso intentó no bajarse de él, aunque la dinámica familiar lo condujo por lugares y derroteros más prosaicos (y alimenticios). Fiel durante años a las disposiciones del «destino familiar», Tito las abandonó en cuanto hacerlo supuso un coste solo para él mismo, y desde ese momento se dedicó en exclusiva a su pasión, por más que los resultados (y los métodos y los recursos) no fueran más que mediocres y el reconocimiento, escaso. Es un perdedor, sí, pero el lector fácilmente se da cuenta de que Tito también es un héroe: es alguien capaz de renunciar a la seguridad y a la comodidad para perseguir sus ilusiones sin que los coscorrones le hagan perder la sonrisa, porque, a fin de cuentas, ¿hay algo más hermoso que tener ilusiones, aunque sea a riesgo de un fracaso que, por otra parte, es seguro si no las persigues?
En paralelo, conocemos la historia de Paula. Una mujer de mediana edad que regresa a casa en tren, molida de trabajar, y que, al quedarse dormida, se pasa de largo de su estación. Paula es, de algún modo, lo opuesto a Tito: si él ha sacrificado una cómoda realidad por su ilusión, Paula ha sacrificado todas sus ilusiones a cambio de la certeza de una pobre realidad. Es cierto, no obstante, que Tito también se comportó así durante un periodo de su vida, pero fue un periodo de espera, sabedor de que, antes o después, podría elegir su propio rumbo. Paula, en cambio, jamás ha esperado su momento, porque, arrastrada por el día a día, sin darse cuenta ha renunciado a él del mismo modo que renunció, incluso, a identificar sus ilusiones.
Albin, el pueblecito, fue célebre hace años, décadas, gracias a una representación popular de carácter más o menos religioso, en honor a una santa niña. Los lugareños eran los actores. La representación, en sus momentos de gloria, atrajo público de todas partes, e incluso asistentes eminentes. Aquella escenificación, sin embargo, terminó por desaparecer conforme la emigración fue disolviendo la localidad. Ha transcurrido mucho tiempo desde la última gran representación, la más grande, la mejor, que también fue la apoteosis que precedió a la nada. En aquella memorable ocasión fue precisamente Tito, de niño, con su maravillosa voz, el protagonista. Después, la decadencia y, más tarde, la desaparición.
Ahora, tantos años después, el retorno de Tito al casi desmantelado Albin para realizar unos trámites despierta la idea de resucitar aquella celebración. Y, con ella, si se le da el debido esplendor, resucitar el pueblo. Abrir las puertas al turismo, al reconocimiento. Es la última oportunidad de Albin. Del pueblo entero. De todos los que en él aún sueñan con cumplir sus ilusiones en la tierra que les vio nacer, con los suyos, con sus amigos, sus familiares, en su casa, en su cuarto, en las calles que aman porque en ellas han sido niños... Y posiblemente también sea la última oportunidad de un ya muy maduro Tito, que navega por el mundo con la tranquilidad de conciencia de haber perseguido sus sueños y la resignación de que solo se dejaron cortejar, y aun eso en contadas ocasiones. Y, quién sabe, quizá sea también la última oportunidad de Paula, que va a parar a Albin de un modo muy peculiar.
Para todos, para el pueblo y los protagonistas, puede ser la última función. Es decir, la última esperanza.
Y tras ella…
Y lo que hay tras ella lo sabrá quien lea este breve y gran libro tras cuya lectura solo queda una certeza: ni mueren los pueblos ni las ilusiones. Mueren las personas. Cuando toca, eso sí. De ahí el dicho de que mientras hay vida, hay esperanza. Y en los personajes de esta novela la hay. Con pueblos, sin pueblos, con funciones y sin funciones.
El final del libro, magnífico a mi juicio, deja en el lector una alegría melancólica que se parece mucho a la esperanza confiada y sosegada de quien, con la conciencia tranquila, deja atrás la parte más ajetreada de su vida para encarar la final en paz consigo mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario