No sé qué induce más a confusión, si la edición de Destino o el comienzo de la obra, una de las primeras que publicó Camilleri (lo hizo en 1993).
La edición no ha estado muy inspirada. Cuatro motivos:
-El título debería ser «La bula de componenda», en traducción directa del original, el cual se ajusta al contenido infinitamente más que «El precio del honor».
-El dibujico de la portada, el titulico ya citado y la alusión en la faja a la novela negra invitan a pensar que nos encontramos precisamente ante una novela negra. Pues no.
-Tampoco el marco temporal que insinúa la portada se corresponde con mediados del siglo XIX, que es lo que verdaderamente se examina en las páginas.
-Y, por último, la sinopsis tampoco ayuda: habla de una breve anécdota personal que cuenta el autor como si a partir de ella se fuera a desarrollar una historia y, para colmo, se califica el libro de «hilarante», cuando a nadie hará reír salvo que se use el tomo para hacer cosquillas.
¿Quizá Camilleri ha despistado con los comienzos de esta obra hasta al editor?
A saber. Porque lo que comienza con unos pocos y brevísimos capítulos que parecen tener en común solamente el escenario (Sicilia) y las componendas (o acuerdos ilegales y carentes de ética entre delincuentes y autoridades para, hasta con la aquiescencia de las víctimas, echar tierra sobre los delitos de modo que el delincuente gane o no pierda, la víctima no pierda tanto o no asuma tantos riesgos y la autoridad se haya quitado un problema de en medio), lo que comienza así, digo, acaba siendo una investigación sui géneris acerca de la «bula de componenda», o bula por la cual la iglesia en Sicilia, previo pago de la bula, perdonaba los pecados cometidos y por cometer –sobre todo delitos contra la propiedad-, de modo que no solo legitimaba éticamente el delito sino que, para colmo, se convertía en beneficiaria. La investigación se realiza sobre todo en torno a las actas de una comisión que en 1875 fue a Sicilia a tratar el problema de la mafia, problema inexistente a juzgar por las declaraciones de todos excepto de algún escaso mando que trató de hacerse oír entre oídos tapados. Como hablan de su experiencia, de por qué los sicilianos son como son en aquel momento, hablan de la Sicilia de mediado el siglo XIX. La que conocieron. Es en el análisis de la permisividad social, de cómo el siciliano tiene interiorizadas según qué cosas, cuando sale a relucir la «bula de componenda» que da al libro su título original. La bula sin duda jugó durante décadas un papel legitimador: si pagando un poquito Dios te perdonaba, ¿cómo iban a ser los hombres más rigurosos con el infractor?
Por este motivo la bula más que el precio del honor era el de la tranquilidad espiritual, porque para el siciliano, bendecido por la iglesia, el honor seguía intacto. Es más: la tranquilidad espiritual se tiene frente a uno mismo, mientras que el honor se tiene frente a los demás; y en el caso del delincuente contumaz -mafioso o no- es más fácil que esté preocupado por las exigencias divinas que por su prestigio humano; como los actos acogidos a la bula no solían ser públicos, la referencia al honor cojea. El título en la traducción española se debe a una pirueta arriesgada, que de algún modo equipara la honorabilidad con la paz espiritual, relación que a veces se da y a veces no, porque son cosas distintas. Pero si Camilleri no optó por ella, sino que prefirió un título claro y directo, ¿por qué no se ha respetado? El respeto al autor y a la integridad de las obras comienza por el título.
Hecho lo cual Camilleri termina de nuevo jugando al despiste, añadiendo el colofón de una minúscula historia inventada que viene a sugerir que en el imaginario siciliano todo puede retorcerse hasta hacer que la bula alcance hasta los delitos que teóricamente no cubría (razón de más para pensar que no es el honor lo que está en juego, pues el honor no entiende de triquiñuelas). A fin de cuentas, la naturaleza solo entiende de vida o muerte, y conceptos como «asesinato» o «robo» son cosillas surgidas de la mente del ser humano. A la hora de calificar una realidad, la semántica es importante. Y Dios –la Iglesia- nada ha dicho sobre juegos de palabras.
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