Conocí esta novela gracias a su
traductora, Marina Lomar, y como además de saberla entusiasmada con su trabajo
sabía que no iba a dedicar su tiempo a una mala obra, la compré y leí sin
dudar.
La Vía Láctea es «pensamiento»
porque en sus páginas, como si nos metiéramos en cerebro ajeno, leemos las
reflexiones de la protagonista, una arquitecta canadiense de mediana edad. Pero
aunque todo pensamiento tiene algo caótico y a veces contradictorio por cómo la
mezcla de deseos y temores zarandea las ideas y dificulta la racionalidad, está
escrito con maestría y el aparente desorden no impide al lector seguir sin
dificultad la historia, simple en su planteamiento y compleja en su resultado,
a lo cual ayuda lo reducido de los capítulos, de dos o tres páginas cada uno, como fogonazos de ideas y sensaciones y, también, el modo en que ese
pensamiento se apoya en imágenes dibujadas con un vocabulario rico y conciso.
Literatura de calidad.
Anne Martin, la protagonista, ha
conocido un hombre italiano en Túnez, Alessandro, durante un evento profesional.
Entre ellos hay diferencias de edad y pasado, pero algo, quizá ver
una pequeña arruga en la comisura en los labios al sonreír, como se dice al
final, los atrae; y es a distancia como comienzan una relación que los llevará
a reunirse en Montreal durante unas navidades, a separarse de nuevo cuando él
debe regresar a Italia, y a planificar un reencuentro, ya duradero, en Roma.
¿Casualidad que el final feliz o no se vincule a la «ciudad eterna», como si se
quisiera decir que todo, lo bueno y lo malo que llevamos dentro, está destinado
a perdurar, a ser tan «eterno» como nosotros? ¿Casualidad que la acción
transcurra en un Canadá frío y gris que ayuda a percibir la soledad a que
enseguida me referiré, y el «sueño» se encuentre en un territorio cálido y
luminoso, que unas veces es la Roma donde vive Alessandro y otras Cartago,
donde hace excavaciones?
Louise Dupré |
La historia, contada en tono
intimista porque el pensamiento es íntimo, parece de amor, pero lo es de
soledad. De ahí el tono como de constante pérdida, de tristeza por lo que se
fue o no ha llegado o, peor aún, no se ha llegado a entender, o por no saber lo
que se desea o cómo alcanzarlo. Tono de pérdida, digo, porque está contado en
ese momento en que la vida parece haber perdido el sentido que la juventud da
por descontado, esa edad tan propicia para las huídas hacia delante que suelen
acabar, diez o veinte años después, en el sitio de partida, con casi toda la
vida ya por detrás y eludiendo la sensación de derrota.
Historia de soledad y no de amor,
porque soledad es que una mujer se tope con un hombre que vive en otro
continente y se moleste en conocerlo a distancia, en buscarlo al otro lado de
un ordenador y, sobre todo, en su propio pensamiento. Historia de soledad porque
la esperanza de estar con él se parece demasiado al consuelo por una existencia
en la que Anne no encaja. Porque su día a día
está cuajado de soledad para ella inexplicable y, por tanto, inatacable:
la sonrisa de la mujer que vio suicidarse lanzándose al vacío (¿estaba loca o
era la más cuerda de todos?), la sobrina de esta mujer, a la vez independiente
para buscar consuelo en su creatividad y dependiente de Anne, en quien busca
compañía; soledad en el recuerdo de la separación de sus padres debido a que la
doble vida de él borró el suelo firme de la familia y el amor, la forma
en que Anne no lo ha perdonado ni acaba de entender que su madre no se rebele, y
más cuando se ha hecho cargo de la cuñada aquejada de una demencia sobrevenida,
inexplicable y aterradora, cuyo
recuerdo sitúa a Anne ante la pregunta sin respuesta del sentido de la vida;
soledad, también, en las relaciones laborales cordiales pero que no pueden
pasar de ahí y en lo emocional son solo una sucesión de parches... Soledad en todas partes, porque está en los ojos de Anne.
Por eso Anne no
se ha enamorado de Alessandro, creo yo,
ni tampoco del amor. Se ha enamorado de la seguridad, de la certeza del no
estar sola en un mundo que le da miedo, que le produce la impresión de que la
va a superar si no tiene a nadie en quien apoyarse; se ha enamorado no de un
hombre, sino de sentirse acompañada para no tener que mirar de frente a una
vida cuyo sentido no entiende. Se ha enamorado de dejar que alguien la abrace
ya que no la abraza la vida. Y, sin embargo, a quien admira es a su madre, que
ha sabido asumir la soledad y encontrarse a sí misma en ella. La admira, digo,
aunque a veces se siente exasperada por no entender cómo su madre no siente las
mismas necesidades e impulsos. Anne actúa así quizá porque no sabe lo
que quiere, o quizá porque nada la ilusiona lo suficiente, o porque vivir sola
la enfrenta al vacío de los domicilios de solteros y separados cuando se
alcanza cierta edad. Se ha «enamorado» para no estar sola. Y si las cosas con
Alessandro van bien es porque ambos se limitan a satisfacer la necesidad de
compañía del otro, aunque sea a distancia la mayor parte del tiempo, y no ambicionan más. Un amor perruno,
genuinamente perruno, en el que ninguno de los dos hace nada por el otro
excepto estar ahí; no hay ninguna ilusión por hacer mejor la vida del otro, por
ayudarle en nada, y sí mucho temor al abandono, al no encajar, a no encontrar
sitio si no se vencen los recuerdos de una vida en la que no se estuvo, porque
aunque siempre se dice que el futuro está en nuestras manos, la única certeza es
el pasado y ni podemos cambiarlo ni prescindir de su impronta. Amor perruno,
digo, que se vislumbra a cada instante a través de la estática figura de Alessandro:
Anne siente una confortable seguridad cuando lo ve fumando su pipa sentado en
el sillón, menea la cola cuando él la acaricia abrazándola o haciéndole el
amor, y gime asustada cuando teme, al pensar en el pasado, que el «amo» a quien
se ha entregado la abandone. Pero ni ella ni Alessandro hacen nada más que
estar. No construyen nada juntos, ninguno hace propios los sueños del otro ni
tienen un objetivo común más allá del estar. Su historia de amor es la historia de dos soledades juntas que se miran la una a la otra para evitar mirar hacia sí mismos.
La Vía Láctea sería solo la
historia de dos personas maduras que, huyendo de sí mismas, se buscan y se
encuentran no por lo que han hecho, ansían, valen o merecen, sino por miedo a la
soledad; sería solo esto si su autora no diera una vuelta de tuerca en la
última parte de la novela. En ella Anne proyecta irse a vivir durante un año a
Roma. Si lo hace o no, parece condicionar el final feliz o desgraciado de la
novela, y aunque no voy a desentrañar qué ocurre, sí digo que ese planteamiento
es el modo en que la autora muestra cómo la solución del miedo a la soledad no
está en lo que hacemos ni en si alguien nos acompaña o no, sino en lo que
soñamos. Que lo importante no es hacer, sino soñar. Así es como escapamos de
nosotros mismos. Por eso Anne ha encontrado el sentido de su vida en un hombre
al que apenas ve y que la mayor parte del tiempo no es más que un anhelo. Por
eso la historia se detiene con ella en Canadá y Alessandro en Italia ¿Vivirán
juntos en Roma? ¿No lo harán? Léelo y lo sabrás. Léelo y sabrás que quizá sea
mejor ignorarlo. Si alguna duda queda sobre esta interpretación, la frase que
cierra el libro la aclara.
La Vía
Láctea. Una invitación a perder el miedo a todo, porque la única solución es soñar.
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