Abandoné a Proteo Laurenti, el personaje de Heinichen, hace ya más de tres años. Lo he retomado ahora, con Sobre gustos no hay nada escrito, la séptima entrega de la saga.
El balance: regular. Se nota la profesionalidad del autor, no sobra nada y solo falta una cosa: chispa. Es lo que tienen las sagas: el éxito las impulsa a crecer y acaban muriendo de él cuando no dan más de sí.
Parece ser, además, que Proteo Laurenti ha sido llevado a la pantalla, lo cual quizá explique lo televisivo de esta novela, en la que el protagonista aparece relativamente poco y donde hay una continua alternancia de escenas en torno a varios personajes, historias parciales que acaban confluyendo al final a modo de previsible apoteosis, cada una de las cuales tiene un interés diferente y aporta un punto de tensión en cada momento: la historia de la periodista etíope llamada a desvelar parte del follón y cuya integridad corre constante peligro va pareja a de la de uno de los delincuentes de poca monta pero todo un pimpollo de buen ver y buen vivir que, a su vez, está relacionado por algo más que por los «negocios» con un capitoste del empresariado local vinculado a la extrema derecha, el cual a su vez aporta el «peligro latente», la maldad intrínseca y cierta dosis de ese «cutre-glamour» que tanto vende por lo que atrae el dinero por sí solo y cuando se presencia demuestra que no hace menos imbécil a quien lo tiene. Unamos también el pintoresco toque de «glamour» del café más selecto del mundo y cierto misterio personal que viene de la época de las colonias y que amenaza con descubrir a uno de los personajes su pasado remoto, y tendremos todos los puntos de interés junto a varias historias menores que sirven para enlazar las principales; entre estas secundarias, las de Laurenti y la caterva de infidelidades que conocemos a lo largo de la novela.
Como es tradición en las largas series de novelas, al protagonista, familiares, compañeros y/o amigos, debe ocurrirle alguna que otra cosilla en el plano personal (amores, desamores y tentaciones, preferiblemente) y profesional (problemas, accidentes...) para mantener el lazo afectivo con el lector provocando su inquietud o su solidaridad. Sin embargo, en esta novela da la sensación de que el mismo ir a su aire que hace a Laurenti inmune a todos los peligros profesionales (operativos y administrativos) lo aleja del lector, al que le acaba importando relativamente poco la suerte del clan; en esta sensación también influye la «compensación» de culpas, pues si todo el mundo hace a todo el mundo lo mismo, no hay víctima con la que simpatizar ni ofensor a quien rechazar.
Trieste y su historia, como siempre, están en el centro del pastel, quizá esta vez con algunas referencias que merecen mejores explicaciones, pues no todo el mundo ha estado allí.
Una novela bien escrita, con solvencia y profesionalidad, lo cual se agradece a la vista de tantos bodrios como pueblan las librerías, pero nada más.