El
sentimiento de culpa ha inspirado muchas novelas, pero pocas con la intensidad,
a menudo desagradable, incrustada en estas breves páginas que se leen de un
tirón.
El niño
protagonista, al cruzar un puente sobre una autovía lanza una canica y provoca
un accidente. No es un hecho extraño, hace unos años hubo varios accidentes por
hechos similares, pero sí lo bastante atípico y brusco como para que sintamos la
brutalidad de saltar, en un instante, de la normalidad absoluta a la anormalidad
de por vida.
No he
descubierto nada contando el desencadenante de la historia, porque lo anuncia
la sinopsis y ocurre en la primera página. El resto es la narración no tanto de
cómo se convive con la culpa sino de cómo se la sortea y de cómo, dada su
inevitable compañía, hasta se acaba forzando y deformando la realidad –previo
retorcimiento psicológico- en busca de una especie de redención; sin embargo, solo
se consigue transformar la vida en una especie de sueño o, mejor dicho, en una
obsesión, pues si algo provoca la culpa intensa es la ebullición del «yo
interior».
Pero
que más me ha interesado ha sido la relación del protagonista con sus padres y
la forma en que estos reaccionan no se sabe si para proteger al hijo o para
protegerse ellos, o para protegerse todos; el modo en que las cosas se saben
sin ser dichas y cómo hay acuerdos tácitos de silencio que quizá pretenden
proteger pero que, a la larga, acaban pudriendo todo.
El estilo de Millás, introspectivo
y pródigo de comportamientos e ideas extravagantes pero significativas, se
detecta en cada página de esta pequeña novela. Una lectura interesante, de la que se puede aprender o al menos reflexionar, aunque tan dura y mezquina que produce sentimientos desagradables.
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