En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

jueves, 18 de septiembre de 2025

Camino de sirga – Jesús Moncada

 

Un camino de sirga es un camino contracorriente, porque, haciendo camino al andar, lo hacen quienes remolcan embarcaciones río arriba estirando del barco con una sirga, que así se llaman las maromas usadas para estos menesteres. Es, pues, un camino azaroso y siempre esforzado. 

Aún en Aragón, en el límite con Cataluña, junto a la margen izquierda del Ebro estaba la Meniquenza antigua de la que habla este libro, que cuenta la historia de unos personajes, de un pueblo, que sigue un camino contracorriente en el periodo que aborda, el cual, más o menos, coincide con la memoria propia y prestada de Jesús Moncada (1941-2005), natural de Mequinenza: desde principios del siglo XX hasta 1971, cuando fue derribada la última casa del pueblo antiguo.

Leer esta novela con Google Maps al lado permite husmear un lugar que poca gente imagina en el interior de la península, porque si el sur del pueblo lindaba con el Ebro (que encajonaba el casco urbano entre el cauce y la escarpada sierra excavada por el río), el este lo hacía con el Segre. Mequinenza estaba en el recodo que formaba la confluencia de ambos ríos. Desde ese punto basta remontar el Segre ocho kilómetros para encontrar su unión con otro de los grandes ríos pirenaicos: el Cinca. A partir de Mequinenza, el Ebro tiene su máximo caudal. El río era a la vez vía de comunicación y frontera. El libro llega a rememorar la época en la que ni siquiera había puentes. 

La revolución industrial permitió la explotación de las minas de lignito de la zona, que vivieron su apogeo con el aumento de la demanda provocado por la Primera Guerra Mundial. El lignito viajaba Ebro abajo en barcos, hacia la zona industrial del entorno de Tortosa. Las embarcaciones, llamadas laúdes (llauts, en catalán), retornaban a vela si soplaba el bochorno o, si no, penosamente remolcadas desde el camino de sirga, cargadas de productos que alimentaban el comercio con los pueblos ribereños.

Desde esta situación de prosperidad imposible para el resto de pueblos de los alrededores comienza el recorrido contracorriente. Contracorriente en dos sentidos: primero, en relación al propio pueblo, que de la bonanza negada a los pueblos más cercanos pasó al declive; segundo, ya a partir de finales de los 50, porque el futuro de Mequinenza se hizo negro precisamente cuando la situación económica en el resto de España comenzaba a clarear tras dos décadas de desastre. ¿Por qué así? El fin de la Primera Guerra Mundial hizo caer la demanda de lignito, primer palo; posteriormente llegó la Guerra Civil, que solo trajo odio y desdichas; para entonces los derivados del petróleo ya habían comenzado a sustituir al carbón como combustible industrial y, finalmente, llegó el golpe de gracia a finales de los años 50: el anuncio de la construcción de dos presas: la de Mequinenza, situada aguas arriba, a tan solo dos kilómetros del pueblo, y, aguas abajo, la de Riba Roja d´Ebre, que a pesar de estar a 27 kilómetros hizo desaparecer bajo sus aguas municipios como el antiguo Fayón, del que aún sobresale del agua la torre de la iglesia, y, por lo que a esta historia atañe, también, la antigua Mequinenza. Dos pantanos enlazados. La presa del pantano de Mequinenza desagua en la cola del del Riba Roja. Poneos en el lugar de los lugareños: pasaron de vivir en un pueblo próspero, envidiable, inalcanzable para el resto, a ver anunciada su desaparición y tener que plantearse qué hacer con su vida. Dónde vivir, de qué… La agonía, desde el anuncio de la obra a la consumación de la desaparición, duró trece años. Trece. Tiempo suficiente para avanzar de la juventud a la madurez, de la madurez a la vejez, y de ésta a la decrepitud o hasta al hoyo.

Qué más tarde la nueva Mequinenza, construida desde cero a poco más de un kilómetro, en la ribera del Segre, haya levantado cabeza en nada importa a la historia, porque, quién podía imaginar entonces las calles sin historia de un pueblo que era solo una promesa?

En este contexto geográfico e histórico transcurre «Camino de sirga». Lo anticipo porque como no todos los que desconozcan la zona me harán caso en lo de Google Maps, no está de más tenerlo en mente para no despistarse de lo importante: la historia de los pueblos es en realidad la de sus habitantes, y cada persona vive el devenir común de una manera, porque cada cual tiene sus propias circunstancias, experiencias, carácter y posibilidades. Lo que los románticos llaman «pueblo» rara vez está unido; siempre hay enfrentamientos internos, intereses contrapuestos, odios que solo terminan con la muerte.

Jesús Moncada navega desde las impresiones y recuerdos que en 1971 provocan en los personajes la aniquilación del pueblo y la ya consumada desaparición de los antiguos modos de vida. Desde ese desolado puerto, en lugar de dejarse llevar hacia el futuro arrastrado por la corriente del día a día, remonta la vida del pueblo hacia el pasado, estirando de ella letra a letra, línea a línea, en una especie de camino de sirga, hasta alcanzar la juventud de los ya viejos y la vida de sus padres y abuelos, de todos los que pasaron por allí dando vida a un pueblo que llegó a generarla abundante y vigorosa. Muelles, minas, bares, pequeños astilleros, mineros, marineros, patrones, propietarios, caciques… Algunos, valga la expresión, normales; otros, a su modo, legendarios, porque siempre había alguien reconocido como el mejor patrón, o el mejor marino, o el más experimentado en una cosa u otra, o el más rico, o el más influyente… Entre toda esta gente había intereses comunes, pero también enfrentados. Había rivalidades, filias y fobias, amores consumados y platónicos; odios antiguos e iras más volátiles que perpetuas. Todos sabían quién era cada quién y qué podía esperar de cada cual; las expectativas estaban en el origen de los problemas, miedos y ambiciones y la traición de las expectativas en el de los sucesos. Como en todas partes. Hasta que el destino, por llamarlo de algún modo, los envía a todos juntos a hacer puñetas. A todos. A afines y enfrentados. 

Mequinenza reproduce a su escala los efectos mundiales de la revolución industrial: la aparición de una burguesía cuyos ancestros eran tan piojos como los del resto, pero que ahora, desde el pedestal de su dinero, reclama el tratamiento dispensado a los linajes de abolengo; la súbita aparición de una clase obrera representada aquí por mineros y tripulaciones; y, también, la pérdida del poder tradicional, especialmente de la Iglesia, desplazado por el nuevo poder burgués y las ideas democráticas. La Guerra Civil trajo consigo la violenta recuperación de alguno de esos poderes, en especial el de la Iglesia, pero sin mengua del poder burgués, que solo cedía a manos de burgueses más poderosos, como es el caso: los endiosados ricos del lugar son mequetrefes ante los intereses que se llevan por delante el pueblo viejo.

«Camino de sirga», que, como ya he dicho, salta de una época a otra desde los recuerdos «presentes» (1971) de algunos de los personajes, reconstruye toda esa época a través de individuos concretos, que encarnan todo dicho de modo maravilloso.

El autor usa un lenguaje claro y tan rico o más que la propia historia. La estructura es fantástica a pesar de la aparente, solo aparente, desorganización por las idas y venidas temporales. Sensación de riqueza literaria da también la abundancia de personajes, muchos de los cuales son memorables. También lo es el realismo de la hipocresía, de las debilidades, de los defectos. La caída en la tentación, en especial en la sexual, es constante incluso para aquellos que más aires de distinción se dan, por más que esa caída los iguale al resto. Esas caídas, además, conviven, se confunden y encuentran unas veces complicidad y otras excusas en las «malas costumbres» que traen los nuevos tiempos. Las modernas ideas de libertad de los más avanzados se solapan con los viejos libertinajes de quienes pueden permitírselos.

«Camino de sirga» es una novela sobre la vida, así que encontramos por todas partes las motivaciones más comunes: orgullo, deseo, complejos, dignidad, ambición, presunción…

        Sin embargo, no solo de personajes vive la literatura: el Ebro está omnipresente. Y su paisaje es excepcional, espectacular. Me ha maravillado no sé si por lo desconocido, por lo insólito de unos modos de vida imposibles ya en el entorno más cercano y no digamos en el resto de la península o por qué. Es fantástico. Pensándolo bien, quizá lo más bello es la demostración de cómo el ser humano, durante milenios, se hizo uno con la naturaleza. En este sentido, el destino de la antigua Mequinenza es también simbólico: en un mundo en el que el ser humano ha abandonado sus raíces para intentar imponerse a la naturaleza, no hay lugar para pueblos como aquel. 

Al igual que del pueblo viejo, demolición a demolición, cada vez va quedando menos en pie, así sucede con los personajes: su abundancia inicial y su impulso vital van reduciéndose poco a poco porque con el correr del tiempo y de los hechos unos mueren, el resto envejece, otros se van y cada vez son menos los que quedan. Son estos, al final, los que mayor carga simbólica alcanzan. ¿Qué simbolizan? Las distintas maneras de afrontar el destino. Adaptándose, unos. Dejándose aplastar por las circunstancias, otros; y, algunos, triturados por su propio orgullo.

Pero esta historia, que tiene componentes trágicos y hasta épicos, que es una especie de epopeya, tiene abundantísimos tintes cómicos. ¿Quizá se los permitió Jesús Moncada porque «Camino de sirga» se publicó en 1988, con el sofocón digerido y la nueva Mequinenza ya en marcha? ¿O es más bien un mecanismo de defensa en la línea del Quijote, quien, por cierto, también vivió aventuras y desventuras en el Ebro, aunque sin llegar a cruzarlo? Me inclino por lo segundo. El humor nos reduce a nuestra verdadera dimensión (pelagatos), y eso permite vernos, en este caso ver a los personajes, con una mirada igualitaria. Jesús Moncada encuentra el humor en las contradicciones del ser humano y, sobre todo, en las ironías de la vida. Estas últimas las sufren más quienes tienen un comportamiento menos natural, que son siempre quienes se las dan de algo. En consecuencia, los personajes más risibles de esta historia son los socialmente más destacados. El pobre, nos cuenta Jesús Moncada sin decirlo nunca expresamente, acaba acomodándose a las desdichas. No tiene la opción de pelear por un patrimonio ni de morir aferrado a él; le cuesta menos partir de cero porque está acostumbrado a vivir muy cerca de él; lo cual le hace, en situaciones límite, más libre y menos ridículo.

Y termino con un apunte creo que importante: el lector conoce desde el inicio el destino del pueblo: la desaparición. Esto condiciona la visión de todos los personajes, porque todos, sin excepción, van a ser perdedores. Eso refuerza la visión igualitaria que siempre trae el humor. De ahí que el lector sea aún más afectuoso y solidario de lo habitual con los débiles y no se tome demasiado a pecho a egoístas, aprovechados y abusones.

Publicado originariamente en catalán, «Camino de sirga» se cuenta entre más grandes obras de la literatura catalana. No me extraña. Es un novelón universal de los que se recuerdan toda la vida.



Fotos de la antigua Mequinenza (ignoro el autor)






lunes, 15 de septiembre de 2025

La niña a la que le gustaban demasiado las cerillas – Gaétan Soucy


              «A los 39 años, Gaétan Soucy (1958-2013) escribió este libro en 29 días. Me ha gustado muchísimo. Loco, divertido, tierno, trágico, absurdo… Un singular narrador con un lenguaje propio que es parte esencial del humor de esta a la vez dulce y dolorosa historia».

              Esto es lo que dije en Twitter cuando terminé de leer este libro. A la hora de escribir su reseña, aparte de contar algo sobre el argumento y de hacer la fervorosa recomendación de leerlo, no creo que pueda añadir nada más.

              La niña a la que le gustaban demasiado las cerillas está contando en primera persona por uno de los dos, ejem, hijos del caballero cuya muerte se anuncia magistralmente en la primera línea. Ya lo comentamos en Twitter: cuando uno se da cuenta de la monumental fuerza de una frase que a priori parece normalita, si se fija advierte que la razón es la inclusión en ella de una expresión sencilla y a la vez brutal: «hacerse cargo del universo».

              ¿Y qué me decís del contraste de esa fuerza con una palabra como «papá» en boca de un hijo? ¿A que hace tremenda la sensación de desamparo? Hay infinitos detalles así.

    A partir de este comienzo el lector empieza a interactuar con el personaje sin darse cuenta, porque lo primero que debe hacer es adaptarse a su peculiar forma de expresarse: el narrador desconoce todo sinónimo, de modo que cada cosa solo es capaz de designarla con un término, por lo que, a falta de matices, sus palabras unas veces encajan mejor con la situación y otras peor, a menudo de modo chocante; otras palabras las inventa, y, además, digámoslo así, utiliza un permanente tono solemne que no distingue lo trascendente de lo trivial.

              Hay una razón para todo esto, que ya apunta la sinopsis: los hermanitos han vivido aislados en una finca de la que nunca han salido, sin más compañía que su padre, un hombre despótico, cuadriculado y obsesivo. En consecuencia, ni conocen el mundo ni otro vocabulario que el muy escueto transmitido por el difunto. Con tan limitada experiencia, les es inevitable parecer un poco grillados. Una de las dudas de la novela es saber si lo están. Así, desde esa primera línea, se genera una tragicomedia en el sentido más estricto. El lector puede estar profundamente conmovido en un instante y soltar una carcajada al siguiente. La novela es convulsa en lo emocional. Pero, además, igual que hay términos inventados cuyo significado es pronto evidente (como el de «estancadilla», que, por cierto, he incorporado a mi vocabulario bromista), hay expresiones sobre las que el lector permanece in albis durante muchas páginas, hasta que la aclaración de su significado desenmaraña también la historia. Este juego de luces y sombras a través de la creación y omisión de palabras es magistral. Sospechas que parecen importantes acaban difuminándose y aparentes tonterías pueden alcanzar un valor determinante, lo que motiva una lectura atenta, alerta y no de sorpresa en sorpresa sino de descubrimiento en descubrimiento.

              Es decir, la historia es interesante, pero es el modo en que está contada el añadido que hace de La niña a la que le gustaban demasiado las cerillas una obra fantástica, sobre todo para aquellos lectores que disfruten del lenguaje tanto como de los argumentos. Gaétan Soucy ejerce de divertido malabarista de la palabra.

              Y ahora vuelvo al principio: el caso es que el padre se ha muerto y sus despojos, en el lenguaje de sus hijos, hay que enterrarlos. Por este civilizado motivo el, ejem, narrador, emprende la valerosa hazaña, casi la epopeya, de ir a un lugar habitado para comprar un ataúd como quien va a la tienda a comprar pepinos, aunque con la solemnidad de los grandes momentos. Esta aventura abre las puertas de la finca y de la vida familiar al mundo exterior y…

              Y lo que sucede lo sabrá quien lea esta brillante y breve obra sobre la que si añadiera algo más sería para reiterar lo que he dicho al principio.

jueves, 11 de septiembre de 2025

El hombre del puerto – Cristina Cassar Scalia

 


Me resulta complicado explicar por qué los libros de Cristina Cassar Scalia me entretienen tanto. Quizá sea porque logra un difícil equilibrio entre las tramas (una mezcla de novelas negras de salón y novelas de acción) y el ritmo: constante, ágil, sin prisas, con textos que no dan rodeos, que solo olvidan lo principal para mencionar lo visible. Cristina Cassar Scalia practica una escritura muy eficaz, limpia, directa, que comunica con facilidad, aunque sin pretensiones artísticas. Es una contadora de historias. Y buena.

Para adentrarse en esta cuarta entrega de la saga de la subcomisaria palermitana de Catania Vanina Garrasi (Guarrasi en la edición original y en otros países) conviene haber leído las tres anteriores, porque si en algo Cassar Scalia es igualita a tantos otros escritores es en que utiliza la peripecia vital de su protagonista para crear una especie de trama de fondo que evoluciona de libro a libro, con el fin de crear un vínculo entre el personaje y el lector. Un vínculo que, aunque uno disfrute con él, suele buscarse por fines mercantiles.

Lo digo porque el final de la novela anterior, La cuesta de los saporani, supuso para Vanina un problemilla que se manifiesta en cada página de El hombre del puerto. Un problemilla que hace distinta y amena esta historia pero que Cassar Scalia resuelve al final porque cargar con él en futuras entregas hubiera sido un lastre al condenar a la reiteración de situaciones. El problemilla tiene como efecto, en esta novela, que la algo glotona subcomisaria no puede dar un paso sin escolta. Una escoltas un tanto pintoresca, pues, por conveniencia del guion sus propios compañeros la han asumido. Alegremente hacen jornadas de trabajo infinitas de modo indefinido.

El hombre del puerto que da título a la novela es el fiambre que aparece en un restaurante sin duda inspirado en A Putia dell´Ostello; en concreto, en la cueva-sótano de ese local, por la que pasa un río subterráneo, el Amenano (y que ustedes pueden visitar en Google Maps, buscando fotos en internet o cotilleando en este enlace a uno de los reels del restaurante en Instagram). Como siempre, el primer investigado es el finado. Hay que saber en qué ambientes se movía, con quiénes se relacionaba… Esas cosillas. Es así como pronto averiguamos que vivía en un barco (de ahí el título) y que era una bellísima persona, sin enemigos y apreciado por todos. O, al menos, por todos menos uno. El único hilo del que tirar es que el caballero, profesor venerado por sus alumnos, practicaba una especie de voluntariado para librar de la droga a jóvenes que habían caído en ella. ¿Será la mafia quien se lo ha cargado por jorobarle la clientela? Algo sabía el hombre sobre adicciones, pues en su juventud estuvo un tiempo en una comuna hippie, o algo similar, con flipados diversos que, tantos años después, ya no son fumetas sino gente respetable.

Y ya he contado demasiado, porque como los seguidores de la saga conocen, Vanina Garrasi suele echar mano de la experiencia y conocimientos del excomisario Biagio Patanè, que los tiene en abundancia por ser octogenario. No me voy a pronunciar sobre la gallina y el huevo (atribúyase la condición de gallina a la voluntad de la autora de enlazar presente y pasado y a Patanè la de huevo) pero es la memoria del excomisario lo que permite moverse en el tiempo y dar a los casos de Garrasi el atractivo literario de resolver viejos casos abordando los nuevos. Cuáles sean los antiguos y su relación con el presente lo sabrá quien lea esta novela.

Patanè y su celosísima esposa son la guinda de una panoplia de personajes ya conocidos por los lectores, variados en edad, habilidades, torpezas, vicios, debilidades, aspiraciones y hasta belleza, aunque todos, vamos a decirlo así, de la misma clase media que la mayoría de los lectores. Para terminar, como ocurre con tantos otros protagonistas de sagas, la relación de Vanina Garrasi con la comida sigue siendo importante y, al igual que esos ancestros literarios, se centra en la comida local y en locales tradicionales y ajenos al turismo. 

Y con todo lo dicho en los últimos párrafos vuelvo al principio: quizá el éxito de Cristina Cassar Scalia se deba a la naturalidad, sencillez y eficacia con que, sin que apenas se note, combina magistralmente muchos de los recursos típicos del género.


lunes, 8 de septiembre de 2025

El pueblo de la alfombra – Terry Pratchett

 


La historia de «El pueblo de la alfombra» da una idea de la mezcla de sentido común y prodigiosa imaginación de Terry Pratchett, que escribió esta novela a cuatro manos consigo mismo, según indica la contraportada: dos de sus manos solo tenían 17 años cuando se pusieron a la tarea. Las otras dos, 43. De ahí, también, que fuera publicada dos veces. La primera, en 1971. Y la segunda, bastante cambiada en algunos puntos, en 1992. Esta última es la versión definitiva, lógicamente. El resultado responde a lo que cualquier aficionado a Pratchett puede esperar tanto en escenografía como en humor, aunque no hay componentes paródicos, más allá de inspirarse en diferentes tópicos. Un libro de aventura, acción y fantasía, en el que solo la fantasía es verdaderamente original, marca Pratchett.

No estamos en el Mundodisco, sino en una alfombra. Así, como suena. El mundo de los personajes de esta novela es una alfombra. La Alfombra. Fuera de ella no hay nada. O sí. Extensiones lisas, llanas e inabarcables, como para nosotros lo es el espacio.

Los diferentes pueblos que moran en la Alfombra viven entre bosques (bosques de pelos, obviamente) y andan más o menos a la greña entre sí. Digamos que hay unos malos malísimos y no excesivamente guapos que quieren hacerse con el control de la capital, que responde al nada ingenuo nombre de Mercadeo, y otros que lo mismo guerrean entre sí que se unen sin saber muy bien por qué. Además, cada pueblo es también una especie. Y cada especie tiene sus rarezas, por cierto. No hay humanos, o solo más o menos.

Bajo esta idea de que toda alfombra puede ser el mundo de unos seres diminutos que viven en ella como nosotros en el planeta, se desarrolla una acción que nace con la huida de parte de los protagonistas (relativa, porque son nómadas) tras el paso del Deshilachado (luego vuelvo a él). En su forzada romería hacia lugares seguros viven peripecias que les obligan a ir reconduciendo su rumbo hacia Mercadeo, y en el tránsito se van uniendo personajes que, al final, van a tener que enfrentarse, como ya he avisado, a unos malos malísimos que se les van anticipando y complicando la vida en la ruta. Entre los protagonistas, varios tópicos de las novelas de fantasía: una especie de viejo y sabio hechicero, un líder fortachón y no excesivamente listo, y alguno no tan fuerte pero sí hábil y mucho más avispado, amén de algún que otro papanatas. Por supuesto, la diosa Chiripa siempre acompaña a este tipo de héroes medievalizados.

¿Y qué es el Deshilachado, al que antes me he referido? Un fenómeno natural que sucede con cierta frecuencia en la Alfombra, y tan devastador como para nosotros un monumental terremoto. Pero no me ha quedado claro en qué consiste, si en un humano barriendo la alfombra con la escoba, ajeno a las vidas que se carga y a los destrozos que causa, o pasando el aspirador.

En definitiva, Pratchett juega maravillosamente con una idea que todos hemos tenido alguna vez al ser conscientes de que convivimos con seres microscópicos para los que el universo es un milímetro o, visto de otro modo, que nosotros también somos esos seres perdidos en esa molécula que es la Tierra en un universo que no comprendemos.




El 14 de febrero de 1990 la sonda espacial Voyager 1, lanzada en 1977, el objeto humano que más se ha alejado de la Tierra, giró antes de abandonar el sistema solar, a unos 6000 millones de kilómetros de nosotros, a trabajada iniciativa del científico y escritor Carl Sagan (1934-1996), para tomar una «foto de familia» de nuestro sistema solar. La tierra es ese puntito que se ve en la foto, en medio de un colosal rayo de luz. «Un punto azul pálido», tituló Sagan, en 1994, el famoso libro que, haciéndonos ver que somos tan diminutos como los habitantes de la alfombra de Pratchett o que la Tierra es nuestra Alfombra, comenzaba así: «Mira ese punto. Eso es aquí. Eso es nuestro hogar. Eso somos nosotros. En él, todos los que amas, todos los que conoces, todos de los que alguna vez escuchaste, cada ser humano que ha existido, vivió su vida. La suma de todas nuestras alegrías y sufrimientos, miles de religiones seguras de sí mismas, ideologías y doctrinas económicas, cada cazador y recolector, cada héroe y cobarde, cada creador y destructor de civilizaciones, cada rey y campesino, cada joven pareja enamorada, cada madre y padre, niño esperanzado, inventor y explorador, cada maestro de la moral, cada político corrupto, cada «superestrella», cada «líder supremo», cada santo y pecador en la historia de nuestra especie, vivió ahí – en una mota de polvo suspendida en un rayo de sol».

        Mira la Alfombra de Pratchett. Somos nosotros.


jueves, 4 de septiembre de 2025

Personas decentes – Leonardo Padura

 


Al ver el título cada lector evocará cómo es para él una persona decente. Sin embargo, creo que al terminar esta novela sus ideas al respecto habrán variado bastante.

Y es que algunas de las personas decentes que transitan por sus páginas lo son a pesar de sus delitos, e incluso gracias a ellos. También, lógicamente, el lector se plantea el frecuente dilema entre la decencia legal (actuar dentro de la ley y el orden, que son normas generales, comunes a todos y, por tanto, necesariamente limitadas e incapaces de recoger toda la realidad) y la decencia moral (actuar de acuerdo con la ética, que es una norma individual, propia de cada cual y presente en cada una de las realidades que cada persona afronta).

Y tras esta parrafada voy al grano.

De la serie  de Mario Conde había leído solo la primera novela, «Pasado perfecto», perfectamente pasada, porque no me entusiasmó. Desde ella, leída en 2019 y cuya acción transcurría en los años 80, he saltado a la última, «Personas decentes», que se desarrolla en 2016. Casi treinta años después. Entre una y otra el protagonista se ha transformado en un hombre 62 o 63 años que hace décadas dejó de ser policía para poner una librería de lance. El proceso de cambio me lo he perdido, aunque he podido constatar que el señor Conde tiene como pareja juntos-pero-no-revueltos a Tamara, amor platónico en aquella primera novela. La razón de no haber leído ninguna de las ocho que median entre ambas hay que buscarla en lo que acabo de decir de la primera y en lo bien que he oído hablar de esta última.

Y la fama es merecida. «Personas decentes» es un buen libro. Muy superior a casi toda la novela policial a la venta.

Padura utiliza en esta obra dos recursos bastante frecuentes. El primero consiste en contar dos historias paralelas, en apariencia independientes, que se desarrollan en capítulos alternos. Esto da agilidad a la lectura y permite al lector oxigenarse cada veinte o treinta páginas. En esta ocasión, la trama principal es la provocada por la muerte de un antiguo censor cultural del régimen cubano, un tipo cruel a quien nadie tiene motivos para recordar con cariño y sí con asco e inquina. De aclarar qué ocurrió se encarga el señor Conde, ya señor librero, cuando un antiguo colega reclama su ayuda porque los policías están hasta la gorra de trabajo a causa de la inminente llegada de Barack Obama a La Habana y, poco después, de la actuación de los Rolling Stones. La segunda historia transcurre un siglo antes, y se inspira (este es el segundo recurso muy común en la literatura actual) en una historia real. A ser posible, como es el caso, en historias de ilustres desconocidos. Gente relevante en su momento, pero no de primera fila. A veces ni de segunda ni de tercera. En esta ocasión se trata de la historia de Alberto Yarini (1882-1910), un lúcido joven de éxito, de buena familia, gran carisma, notorio proxeneta, que, cual flautista de Hamelin, encandilaba a todos con su sonrisa y su amable trato en pro de sus negocios y de sus aspiraciones políticas. Un adorable manipulador al que resultaba imposible no rendirse. ¿Qué tiene que ver una historia con otra? Nada. Solo que Conde, que protagoniza la primera, está escribiendo la segunda. El intento final de Padura de que ambas converjan es más voluntarista que efectivo, ya que la causa es un señor que pasaba por allí hace no sé cuántos años, forzada casualidad que le permite a Padura justificar el parto de mellizos. Pero ambas historias son interesantes.

La trama policial, la trama Conde, permite al autor dar su visión de la Cuba de 2016. Fidel Castro murió a finales de ese año. Había renunciado al poder en 2008, en favor de su hermano Raúl. La visita de Obama y la de los Rolling Stones prometía una apertura soñada por todos menos por los más engordados por el régimen. La novela se mueve entre esa esperanza y el desengañado escepticismo de Conde, que cuenta con la ventaja de ser la voz del Padura de 2022, que es cuando se publicó «Personas decentes». Además, Conde tiene repetidas ocasiones para pasmarse con la inexplicable aparición de nuevos ricos cubanos que gastan a manos llenas en establecimientos de hostelería donde la mayor parte de la población necesitaría el sueldo de una semana para tomarse un café.

La historia de Alberto Yarini nos conduce a la Cuba de un siglo atrás, casi recién lograda una independencia que no era tal por la influencia de Estados Unidos. Pero, así como en la trama Conde Padura es muy consciente de la diferencia de vida entre las élites y el pueblo, la de Yarini es una historia de élites en las que solo el policía que la cuenta representa, más mal que bien, al pueblo llano. Eso sí, la disoluta vida de Yarini transcurre entre prostitutas (simples instrumentos que no alcanzan a representar a casi nadie en la novela), hasta el punto de tener en su casa algo parecido a un harén. Es decir, el panorama de élites solo es matizado por el lumpen en que se mueven y al que explotan.

Ambas historias transcurren en Cuba, pero en tiempos y mundos diferentes. La de Yarini en una economía de mercado, capitalista, profundamente caciquil y fundamentada en atroces desigualdades (que apenas se mencionan) en el marco de una Habana en alegre y próspero crecimiento al servicio del dinero. La de Conde, en la Cuba de 2016, con La Habana ahora como decadente protagonista que intenta respirar gracias a una inexplicable oleada de progreso que solo beneficia a unos pocos, todo visto con la mirada nostálgica de quien conoció sus restos de brillantez; una Cuba con una dictadura aún contundente aunque suavizada en lo represor comparada con su propio pasado, pero incapaz de ofrecer a la población otra cosa que miseria. La prosperidad solo puede buscarse en la emigración o en engordar como parásito del régimen. La Habana, su esplendor a costa de la desigualdad, del abuso político; su decadencia, debida a la dictadura sustitutoria; y su ansiada y nunca llegada resurrección como metáfora de todo.

A este último respecto, llama la atención cómo todos los personajes hablan con el protagonista como si no formara parte, al menos por encargo, del aparato policial; como si todos dieran por hecha y compartieran su opinión crítica, aunque no virulenta, sobre el régimen. Nadie parece tener miedo de expresarse ante él. La visión que nos traslada Conde/Padura es crítica con el régimen cubano, aunque no se mencionan nombres, ni responsables, ni causas, como si se hablara de una fatalidad de la que, pase lo que pase, resulta imposible escapar y, por tanto, contra la que no merece la pena luchar. Como si Cuba fuera un país metido en un callejón sin salida y sin posibilidad de marcha atrás.

Cuento todo esto porque lo mejor de este libro son esos marcos en los que transcurre la acción. En algún sitio he leído la afirmación de Padura de que esta es su novela más policial. No puedo juzgarlo por haber leído solo otra de la serie. Cierto es que la trama Conde tiene su aquel como rompecabezas, como novela de salón, aunque las corazonadas del viejo exteniente permiten unos saltos mortales en la investigación que lo mismo depositan al lector ante una poeta fallecida cuatro décadas atrás que ante el mismísimo Napoleón. Como truquillo, el asunto de las corazonadas es demasiado facilón.

        No obstante, lo trabajado o no de estos truquillos es lo de menos. La trama pretende entretener, y el fondo social e histórico de los personajes es lo principal. O, al menos, lo que más que ha gustado

Volviendo al principio, casi todos lo que circulan en torno al malo malísimo finado pueden ser buenos o malos, pero unos y otros lo son influidos por achuchadas vivencias debidas a la situación política, económica y social cubana en cada una de las dos historias, lo cual causa que nunca sepamos hasta qué punto cada cual es, o no, una persona decente